domingo, 29 de enero de 2012

Panadería Ayón

   Don Crescencio ya se ve cansado de trabajar. Aunque tiene 65 años de edad, ya camina lento y en su hablar no hay el brío de su muy lejana juventud. Los movimientos que realiza para atender a los clientes, tienen la cadencia de los hombres senectos que la gente traduce en precaución. Sorprende que sólo tenga 65 años de vida; al verlo, se pensaría que tiene setenta y cinco, o más; pero nunca los que dice. Y es que arrastrar los pies y apoyarse en los objetos que hay al paso, no es de las personas de acción. Eso es lo que normalmente se piensa. Con él no funciona esa lógica cuando mueve sacos de harina y azúcar para amasar.
   Tenía veintidós años cuando él y su papá se hicieron de la 'Panadería Azteca', en 1968. Desde entonces, todo fue trabajar sin pensar en los días o las horas de descanso. Ni la pobreza del vecindario, ni la famosa devaluación "López Portillo", y la crisis económica que siguió para el pueblo, pudieron desde entonces, quitarle el pan de la boca a su familia.
   A pesar de sufrir las consecuencias del oficio, don 'Chencho', como se le conoce desde que aparentó más edad, se ve feliz. Mira el entorno, entrecierra los ojos, mueve la cabeza para asentir lo que piensa, golpea suavemente el mostrador, y dice:
   -Desde que mi padre y yo quedamos al frente de este negocio, no han faltado los clientes... no me quejo. De aquí salió dinero para que mis hijos estudiaran y salió algo tal vez más importante: la responsabilidad que los hizo hombres y mujeres de bien.
   Al caer las tardes, las vitrinas se quedan vacías; también las canastas de los vendedores ambulantes y las cajas que se utilizan para los pedidos foráneos.
   A espaldas del despachador hay una puerta amplia. Da, según dicen los amigos de la harina, a la sala de laboreo. Abierta de lado a lado, esa puerta deja mirar a través de la tela mosquitera todo lo que hay en el corazón de la tahona.
   Desde el mostrador, aun sin ser curioso el cliente, se puede ver un horno gigantesco allá en el fondo; también una pala de madera y mango largo, a un lado de la boca.
   "De ahí sale el pan, directo a las mesas de los clientes" -dice don Crescencio.
   Pero al ver aquella boca del horno, que se antoja de dragón porque echa fuego, se ha de pensar forzosamente en el contraste de las temperaturas que arrugan el rostro de los trabajadores; en el calor sofocante que reciben de frente los paleros, y en el aire fresco que les llega por la espalda.
   Don Crescencio sigue con el tema: "conchas, puerquitos, birotes, también donas, polvorones, virginias, galletas duras, arepas... todo lo que se hace en las mesas, entra crudo y sale caliente y sabroso; listo para el café, la leche o el chocolate".
   Mirando siempre desde el mostrador, asomándose desde la puerta que queda a espaldas de don Crescencio, se ve que a la izquierda hay una estantería; es la jaula donde reposa el pan que sale del horno. A la derecha está una batidora mecánica. Es un aparato que se parece al molino 'Estrella', tan usado por las mujeres del campo para moler el nixtamal; sólo que por su enorme tamaño, tiene una taza que se asemeja a una olla tamalera. Más al fondo pero siempre a la derecha, hay otro estante que sirve para los moldes especiales.
   El visitante curioso, que por primera vez se asome a este centro de trabajo, tal vez pregunte:
   -¿Estas son las mesas del amase?
   -Eran; ahora nos valemos de esta maquinita -responderá don Crescencio, señalando hacia la cosa que parece molino de nixtamal-. Estas mesas quedaron para moldear, encarterar y empalar.
   "La historia, le digo, la historia de su panadería, don Crescencio; ¿la sabe?"
   -Uh, señor -responde-; de este negocio vivió la familia de mi padre, primero; después la que yo formé; y me pregunta si conozco la historia.
   El dueño original de mi tahona fue don Chema, un señor que era de Santiago; a él se la compró don Adolfo de la Rosa y la trabajó muchos años. Recuerdo todavía que el negocio se llamaba Panadería Azteca. Después, en 1968, mi papá y yo la compramos, le pusimos 'Panadería Ayón', y desde entonces aquí estoy.
   A punto de salir, después de felicitar a don Crescencio por su constancia y su fe en el trabajo honrado, descubrí en su rostro la satisfacción del hombre que de verdad se gana el pan de cada día, con el sudor de su frente.
   En la esquina donde doblan los coches que van para el barrio Tijuanita, o que siguen de paso para las comunidades Juan Escutia, San Lorenzo y La Laguna, está la 'Panadería Ayón', la que es el orgullo de don Chencho. Más de cuatro décadas hay en el modesto centro de trabajo que administra la familia Ayón. Y yo me pregunto mientras me alejo: ¿en dónde no hay trabajo?, ¿para quiénes no hay empleo?

domingo, 22 de enero de 2012

Primer machetazo

   Un hombre se detiene en el último plano del camino. Levanta la mirada hacia el cañón que hacen las montañas. Observa detenidamente el arroyo por donde sube la vereda; parece una cicatriz en aquella piel verde y sangrante. Calcula tiempo, energía. Finalmente, limpiándose el sudor que perla su frente, reinicia la marcha.
   Igual que la serpentina de agua cristalina, evade las rocas; y sube. La contracorriente planeada también tiene obstáculos que dificultan el viaje.
   La ruta que sigue parece divertida. Lo hace saltar, rodear, detenerse para planear cada paso, ir de banda en banda. La determinación y la ocasión ciegan el espíritu del posible poeta; impiden la apreciación de aquella espesura exótica que lo envuelve y lo engulle conforme avanza.
   Ocupado como lleva el pensamiento, su mirar es corto, inmediato. Descubre la piedra tembleque, el hoyo traicionero, la rama que se atraviesa; no ve más allá del paisaje inmediato.
   Siendo montaraz, ya es insensible al entorno selvático de su bosque. Su mirada, su olfato, su oído y su instinto son herramientas prácticas desprovistas del sutil sentido de la belleza.
   Yendo como va, con paso lento y firme, de cuando en cuando se detiene, respira hondo, se limpia la frente y observa la distancia como si fuera un infinito a recorrer.
   La idea de llegar a su destino es obsesiva. No se trunca por nimiedades. Ni calor, ni sed, ni cansancio desaniman el empeñoso esfuerzo. La necesidad ingente prohíja el denodado viaje. Se pensaría por ello que el ocaso del día está cerca; sin embargo, el cíclico amanecer apenas conoce los rayos del sol. En la disonante situación, el espeso follaje sigue virgen a la influencia matutina.
   El hombre sube paso a paso. Las aves, tan dadas a removerse en los primeros minutos de alborada, siguen quietas, engañadas por la oscuridad del paisaje, cuando ya el intruso va a medio camino. Él sí mira que hay claridad en la cresta de las montañas circunvecinas. Yendo de vado en vado, de banda en banda, resoplando su energía al rodear o saltar obstáculos, pronto hace el paso más ligero.
   Una pequeña meseta le anticipa el arribo a su destino. Las feraces montañas se vuelven leves conforme el caminante descubre la cima y la corriente del arroyo, ahora mansa, en su más tímido nacer...
   El sol ya espanta el frío de la sombra. Las aves revolotean de rama en rama, de árbol en árbol, y mudan de montaña cuando el hombre se detiene finalmente y echa una mirada al camino conquistado. Dando un último refriego a la frente, se quita el sudor, suspira, se instala provisionalmente y, tras observar el flanco de la montaña, mide su fuerza, su capacidad, su inveterada necesidad, mirando los rudimentarios enseres de labranza.
   Tal vez pensando en la siembra y en el penoso esfuerzo que le esperan, en la futura cosecha que a vuelta de once meses recibirá, lanza con fe el primer machetazo.

(Dedicado a los hombres del campo).

El padre se robó a la María

   Si los malos tiempos exigían postración beatífica, o si la intención de ir a misa era suficiente agradecimiento por la gracia concedida, ni Lidia ni Roberto lo supieron. ¿Quiénes eran ellos, para conocer los misterios del Señor?
   Cuando llegaron a la humilde parroquia, todo era bullicio. La gente iba y venía hablando entre dientes, buscando con desesperación. Las mujeres, principalmente, trataban de contener los malos comentarios cubriéndose la boca con el rebozo. Pero con todo y la buena intención, hacían escuchar sus cuchicheos.
   -No, pa' mí que si el padre no aparece, es porque algo muy malo está pasando.
   -Cállate mujer; estamos en la casa de Dios.
   Las mujeres mayores como doña Luz, doña Chona y doña Cirila, que eran las que más se dejaban mirar en aquel alboroto, tenían conocimiento de la historia que se rumoreaba en torno a la parroquia. Por ser asiduas concurrentes a los actos litúrgicos, estaban enteradas hasta de aquello que no importaba a la santa fe. También, para vivir felices, alguna vez habían aprovechado eso de "entre amigas" y "no se lo digas a nadie", para echar a volar secretillos falsos que servían para poner a prueba a las mujeres ingenuas.
   El supuesto secreto, se iba de boca en boca, creciendo, asombrando conforme a la creatividad de las chismosas; y volvía buscando el origen, en su obligado caballo de humor: ¿quién te lo dijo?... me lo contó fulana. Finalmente, la puntada era cerrada con un divertido "quería calarte". ¡Vaya, si las tres doñas eran de temer!
   Pero no todo lo que borregueaba tenía el sello de la mentira. Un año hacía, que el cura en turno, recién salido del seminario, persignado, mustio y modosito, había llegado a pie y se había ido en coche nuevo. Y las malas lenguas seguían afirmando: se fueron rodando las limosnas, las misas, los bautizos, y hasta las bodas de los valientes que se animaron.
   Tiempo atrás, el cura anterior también dejó malos recuerdos: mandó bajar de la torre, la campana que mejor sonido tenía, la que al decir de la gente, se escuchaba hasta el otro lado del mundo; ¿y todo para qué?; para llevársela sin que se supieran causas ni pretextos. Ni él ni la campana volvieron.
   -En mil campanas, aseguró Donato, yo conozco la que nos robaron.
   El sonido se mete en las orejas como miel de penca, como el zumbido de los enjambres que se van poquito a poco.
   A pesar de tantas inconformidades, ya no golpearon los badajos; ni en mil ni en una. La campana se perdió, y los devotos se quedaron durante muchos meses, sin oficiante ni instrumento pregonero de la santa voz.
   Ahora, el tiempo que había pasado tenía tranquilos a los parroquianos, conformados con aquella cosa que ruideaba como cartera de panadero; y que no se escuchaba siquiera a la vuelta de la esquina. Después de dos malas experiencias, ahí estaba el pueblo; primero a la expectativa, luego en su triste realidad: sin guía espiritual.
   -Vayan con María Bailón, pidió doña Luz.
   -¿Ella es la que lava la ropa del padre?, preguntó la voluntaria.
   -Ella mera. Ella tiene que saber algo del padre... ¡cómo que no aparece!
   La gente que se quedó esperando, aprovechó para especular. Uno se había llevado la campana; otro había gastado las limosnas en su provecho; ¿qué más habría de interés, que pudiera llevarse un sinvergüenza?, ¿el crucifijo que estaba en el altar mayor; el Santísimo? La inquietud tenía mil razones de ser.
   De pronto apareció Donato, el picueco más extrovertido de La Escondida. Atrás de él, jadeante y sudorosa, también regresaba la mujer enviada por la información. Los dos hablaron a un tiempo:
   -¡No hay misa; vámonos!
   -¿Pero qué pasó?, les contestó un coro de diablas, ¿por qué no hay misa?
   Mientras la mujer iba a santiguarse al pie del crucifijo, Donato respiró hondo y trató de satisfacer la curiosidad de la gente.
   -No hay misa, señoras; anunció por segunda vez.
   Aunque el volumen de la voz brotó normal, resonó en el santo y silencioso espacio de la parroquia.
   -¿Por qué, Donato?, ¿qué dijo María?
   -Nada. Ha de estar durmiendo calientita.
   -Pero el cura, Donato; ¿no está?
   -No, señoras; ni el cura ni María.
   Las miradas no pudieron ser más interrogantes, pidiendo información. Que ninguno hubiera sido localizado, no necesariamente era malo; que María Bailón durmiera fría o caliente, no era razón para suspender una misa. La gente se negaba a creer que las palabras de aquel hereje trajeran malas noticias; se negaba a mirar en aquel rostro el mensaje de alarma.
   -¿Qué pasó?, dinos qué pasó; le exigía.
   Finalmente, Donato, deseando dejar abierta la posibilidad de un mal entendido, soltó la noticia:
   -Nada; nada que yo 'haiga' mirado; pero según parece... el padre se robó a la María.
   -¡Madre santísima! -Exclamaron las mujeres-, ¿cómo que se la llevó?
   Y una voz nueva intervino en defensa del párroco.
   -¿Cómo se le metería el diablo a esta muchacha? Qué necesidad había de que sonsacara al padrecito...
   No terminaba de manifestarse, y aún movía la cabeza en señal de franca desaprobación, cuando le dieron la respuesta.
   -Anda tú; estás llena de chamacos, y no sabes cómo se le mete el diablo a una mujer.
   Otra mujer que prudentemente ignoró la chanza, abundó en la insensatez a pesar de lo bien intencionada en sus palabras.
   -Era la viva tentación en la casa cural. Era el cántaro que a tanto y tanto...
   -Era nada, señora; atajó Donato. La mujer que quiere diablo, hasta en la sotana lo encuentra.
   La gente mayor, influenciada por las decepciones de toda una vida, tenía una visión y un concepto diferentes de lo que era un sacerdote. Si bien había quien los veía como santos, para los detractores de edad no eran menos hombres ni menos pecadores que cualquier vecino. Decir padre, cura o sacerdote, no pasaba de ser simple reconocimiento al estudio; como albañil se le decía a quien pegaba adobes, y panadero al que hacía pan. Por lo pronto, faltaba confirmar la huída de la pareja, antes de enjuiciarlos y condenarlos.

(Vaya diablo sotanero).
  

sábado, 21 de enero de 2012

Una docena más

    CIERTO es, no es lo mismo ver los toros desde lejos, que andar en la revuelta. Yo tampoco pensé como la gente de seso; a mí también se me calentó la fragua y me solté haciendo lo mismo que hicieron los viejos en sus buenos tiempos... y tanto que los criticaba.
    ¿Pos qué no había televisión? -les decía-. Con un poquito que lo hubieran pensado, cuando mucho fuéramos media docena; no que por causa de eso, nos fuimos criando con "burritos"... y así nos fuimos encarrerados pa' la escuela; burritos...
    Ahí andaba mi amá remojando las tortillas en los machigüis, poniéndoles la tantita sal que les daba sabor; y nosotros, la docena de hijos que parió, rodeándola como si estuviéramos esperando el bolo después del bautizo, como si fuéramos pollitos alrededor de la gallina o cochis desesperados trompeando la canoa.
    Y crecí, después de todo; y paré las orejas, aunque no como la gente que comprende. Porque conocí a la Caralampia con la que me casé, y le aventé con ganas tooodas mis energías. Tanto fue así, que se hinchaba con los primeros golpes bajos que le acomodaba. Yo la dejaba que respirara tantito, pero en cuanto se levantaba de la cuarentena pa' hacer el negocio de la casa con salú, se me alborotaba la calentura junto con el vicio y la tumbaba otra vez... ¡já! Y ella que tantito quería.
    En esas íbamos, pasando la media docena, cuando mi apá me la reviró. Como que nomás estaba esperando la oportunidá.
    -Ora tú -me dijo-, ¿pos qué no tienes televisión?
    No le contesté. Así de sorpresa como me agarró, nomás me le quedé mirando. Yo estaba contento con el nuevo nacimiento, haciendo planes pa'l futuro, y él cortándome la inspiración, viendo que tenía la papa atravesada en el pescuezo.
    -Ora tú -me repitió-, no te hagas tarugo; te hice una pregunta.
    -Mire apá... usté ya sabe; los hijos son la felicidá.
    Pa' cuando le respondí, ya se me habían espantado las malas ideas. La mera verdá, cuando no había luz, ese era el pretesto; con las películas de la televisión, se nos despertaba el apetito; cuando hacía frío, pos me iba de paso por calentarme las manos; y cuando llegaba el calor... era poquito pior, en dos por tres ya andábamos enredados.
    No quiero hablar mal de la Caralampia, pero semos tal para cual. En los tiempos buenos eructábamos felicidá, nos hartábamos de quitarnos el frío, de achicharrarnos con la llegada de la canícula. Y ora que la mentada viagra ni me hace, no hay fijón, al fin que ya nos acabamos lo que había en el zarzo.
    Entre mi vieja y yo... hicimos una docena más, como en los viejos tiempos.

El relinchón

    Don Alejo Meiva, hombre regordete y de setenta ya empolvados años, se quiso poner relinchón con su mujer doña Oralia Frías. Hacía muchas lunas y soles que no practicaba esas cosas que, en su muy lejana juventud, habían sido de todos los días; pero eso sí, de teoría estaba empapado.
    ...No cabe duda, todo tiene su tiempo y sucede cuando tiene que suceder. Antes de ir "a lo que te truje" y de actuar a lo "rencoroso", un maldito calambre le encogió el pie.
    Precisamente el único bueno que tenía, porque el otro, el malo, lo tenía asegurado para que no pasara una contingencia como esa, con un grueso y largo tornillo que le habían puesto los doctores, después de un accidente.
    Doña Oralia, mortificada por los lamentos que su cónyuge lanzaba a los ocho vientos, corrió hacia él conforme las llantas mantequeras se lo permitieron. Ahí, sobándole los achaques al mañoso de su marido, supo de "sus buenas intenciones".
    Lo primero que recibió la buena mujer fue una bocanada de reconcentrada gingivitis, revuelta con caries y nicotina.
    Arrugando la cara como consecuencia de aquel viento que pudo ser mortal para una mosca, preguntó:
    -¿Este es el malo?
    "...¡Sí!", alcanzó a responder don Alejo, antes de beberse el tufo de halitosis que desde muchos años atrás cargaba doña Oralia. Luego, volviendo la cara para no ser víctima de otra ráfaga venenosa, soltó:
    "Acuérdate de que el otro nomás rechina por los fierros que me pusieron, pero nunca se acalambra ni me deja en evidencia".
    Pasado el encogimiento y sufriendo apenas leves punzadas musculares, aún sobándose pues, don Alejo le confesó: "Fíjate nomás. Apenas iba estirando la pata, pa' ejercitarme porque amanecí amoroso, y se torció con el puro pensamiento".
    -Te iba a dar un beso -agregó luego-.
    -Ni Dios lo quiera -contestó ella-. Y se pusieron a considerar los nuevos tiempos, hablando de lado y tapándose la boca, para no echarse las fetideces a la cara.
    -De que te apestan los pies, yo nunca digo nada...
    "Y yo hago como que no miro que ya te salió bigote..."
    -¿Ya te diste cuenta de que roncas como gorila de circo?
    "¿Y tú sí?"
    -Nada, nada, viejo. Acuérdate del 'mi nana para mi tata' y que 'todo por servir se acaba'. Vamos de bajada; ¿qué nos queda? Ya ves, hasta por pensar en lo que no debes hacer... te torciste.
    Estas y otras consideraciones hicieron para terminar la historia de las buenas intenciones, aunque no por eso dejaron de ser dos enamorados setentones.

Publicado en Quehacer Cultural No.922.
   

viernes, 20 de enero de 2012

Yo no tuve abuelo

    Los abuelos, según cuentan los imaginativos con fervor infantil, son los que consienten a los nietos; los que haciendo alarde del conocimiento adquirido a través de los años, trastocan las realidades de otro tiempo, las manipulan, para convertirlas en cuentos.
    Yo me digo: puede ser. El que conocí fue diferente.
    Era viudo. Nunca me contó historias de mi abuela; ni verdades ni mentiras. Dicen que tocaba el violín, pero nunca le oí tararear alguna vieja melodía. Que era herrero, puede ser. En un tejabán estaba un yunque, pero él nunca me platicó de los colores mágicos del fuego, ni de la fragua o la historia del carbón. Yo sólo sabía de él, que era mi abuelo.
    Un día, de esos que se asientan en la memoria cuando la conciencia duerme, yo me descubrí obedeciendo una orden.
    -Niño -dijo mi padre-, ve corriendo por tu abuelo; dile que venga a desayunar.
    Y fui por él, le di el recado, lo tomé de la mano y lo llevé al hogar. Él escuchó el mensaje y simplemente se dejó llevar. Caminamos en silencio, como dos desconocidos. No se interesó en las cosas de mi corta vida, yo no quise perturbar su pensamiento, no quise buscar con palabras imprudentes los recuerdos del hombre que era mi abuelo. !Qué sensación tan extraña sentí, al tocar la mano de la indiferencia!
    Así pasó una vez, y otra, y otra; sin que una sola palabra saliera de su boca; sin que yo conociera la voz cálida del afecto.
    Me recuerdo todavía levantando la mirada, observando su rostro, con hambre de aquellos cuentos que otros niños disfrutaban. Pero él, atrapado tal vez en el pasado tormentoso, mudo seguía. Sin hablar del acero dócil sometido tantas veces a su voluntad, ni de las viejas serenatas que yo sólo imaginaba para la joven que sería mi abuela.
    Luego de sentarse, sonreía en plan agradecido, me acariciaba el pelo, y yo me escabullía por ahí, pendiente de sus movimientos y sus palabras.
    Siempre sucedía lo mismo: una vez servido el plato que era de frijol caldudo, y la taza humeante que era de café negro, tomaba el salero y lo vaciaba en el café; destapaba la azucarera, y le ponía seis cucharadas a los frijoles.
    Yo hubiera creído que así le gustaban los alimentos, pero no; se me ocurría al fin que no miraba.
    "Ah, qué dulce me quedó", decía del plato; "ah, qué salado está el café", decía de la taza. Luego, comedido mi padre, retiraba el desperdicio y pedía:
    -Sírvele otro plato, mujer; dale más café a mi padre.
    Y mi madre, silenciosa, cumplía la orden. Pero allá, a espaldas de los comensales movía la cabeza y la boca; como diciendo alguna inconveniencia.
    De pronto, como si el incidente hiciera un milagro, el abuelo dejaba escapar las únicas palabras que recuerdo:
    -Eres muy bueno, hijo. A ti te voy a dejar la casa.
    Estando él vivo todavía, nunca supe por qué confesaba un sentimiento especial; nunca supe también, por qué prometía lo que nadie le pedía. Lo que sí era claro, es que después de hacer aquella promesa, todo volvía a la normalidad del silencio, de la mudez total.
    Así sucedía siempre. Yo iba por él, él tomaba asiento, cometía la barbaridad, le servían de nuevo, prometía, terminaba el desayuno y se iba; claro, sin faltar los gestos y las palabras inconvenientes de mi madre. Ella más que nadie sabía la situación apremiante de la familia.
    ¿Cuentos, historias, recuerdos? No, no los conocí.
    Al fin, siendo yo niño aún, el abuelo murió. Se fue callado, sin hacer lamento alguno; ni testamento... tampoco testamento. La casa tantas veces prometida quedó sola, abandonada.
    Hasta entonces conocí el propósito de su silencio, de la promesa que hacía, y por qué a todos los herederos les decía lo mismo. Pretendía que no lo dejaran morir de hambre; que acaso por interés le tendieran la mano.
    También supe, pasado el tiempo, la razón del estropicio silencioso que armaba: lo hacía por desconfianza. Era una estrategia para evitar que uno de los diez hijos que tenía, lo envenenara. Por eso echaba a perder los alimentos que servía mi madre con tanto sacrificio. También de ella desconfiaba.
    Dar un halago, ofrecer la vieja casa de la familia en agradecimiento por las atenciones, era una forma de dar disculpas.
    Eso no era todo. Yendo así, de prevención en prevención, también cambiaba de ruta y destino para buscar el sustento; concentrado siempre en evitarse una tragedia.
    Más tenía el anciano para defenderse. Aunque no era rico, lo creía. Y si fue abuelo, nunca tuvo nietos. El miedo, tal vez el terror, le quitó el privilegio de ser padre por segunda vez.
    Concentrado en su plan de vida, el abuelo que yo no tuve alimentó el interés y la ambición de los hijos, para buscar su propio beneficio. Su conciencia, lo sé, no estuvo tranquila; no tenía paz para ser lo que debía.
    ¿Por qué -habrán de preguntar-, hago un recuento de amarguras?
    Sabiendo que los años no perdonan al viajero de este mundo, debo confesar que espero el tiempo; el tiempo de mover las verdades, de alterar viejas manías, de armar mis fantasías, de contar a mis nietos por venir que, si ahora no tengo dientes, es porque deben caer para que renazcan en esos niños que adoro; es el precio del amor... que si no hay energía en estos brazos, es porque se consumió en los miles de abrazos que hasta en sueños repartí.
    La historia del abuelo que nunca tuve, es una lección provechosa. Yo no tengo bienes materiales, no tengo riquezas ni temores; y sé que todo el oro del mundo es nada, ante la dicha de ser abuelo. Quiero romper los modelos caprichosos del atavismo, heredarle a mis nietos de poquito en poquito, el único tesoro que tengo: el corazón apolillado de un viejo fantasioso, para que nunca más se diga... !yo no tuve abuelo!

!Descúbrete!... si te gusta una historia, ¿por qué no lo dices?

Pablito

    Papá -dijo Pablito, preso aún por el hipo que le producía el sentimiento y el dolor momentáneo de los golpes-, tú me pegas cuando me porto mal; ¿y a ti quién te pega? ¿Dios?
    La decisión, injusta ciertamente, de golpear al niño no había sido fácil ni difícil. Había ocurrido en un instante impreciso en el tiempo y en el razonamiento. Dentro de esa inconsciencia, el único que había perdido una vez más era Pablito.
    "Papá -insistió el niño-, ¿quién hace las leyes que castigan a los niños? ¿Dios?".
    Las preguntas fueron golpes certeros a la conciencia, al corazón y al espíritu paterno. El impacto hizo huella en el corazón del padre, y éste se convulsionó en forma por demás notoria, a la vez que gruesas lágrimas corrían por la pendiente de su rostro.
    "!Cuánta luz necesito para comprender y querer a mi hijo!", se decía mientras apretaba contra su pecho el cuerpo de Pablito.
    La emoción que experimentaba al despertar en un mundo de amor que no conocía, lo hacía volver constantemente a los espasmos y al llanto cuando ya creía recobrada la calma. No se daba cuenta que una carita confundida lloraba junto con él y sonreía junto con él, sin comprender lo que pasaba.
    Al fin tuvo fuerza suficiente para tomar a su hijo por los hombros y descubrirle el mundo que ignoraba.
    "Hijo... las leyes que castigan a los niños no las hizo Dios... !las hacen las bestias!... !bestias como yo... que no actuamos por amor sino por instinto!... !bestias que cobramos a los hijos las frustraciones que nos ocasiona la sociedad!... Algún día Dios me juzgará... ¿pero de qué servirá ese juicio postrero si cuando debo cuidarte te ataco?"
    "No llores, papito -dijo el niño aún sin comprender-; ya no me duele".

martes, 3 de enero de 2012

Feliciano

    Allí estaba Feliciano, con los brazos levantados cual ave que quiere emprender el vuelo, soportando el dolor y la incomodidad de la piel quemada y las ampollas en las axilas. La gente decía que su problema había comenzado, cuando compró por error aquel insecticida en aerosol creyendo que se trataba de un desodorante, pero él sabía que su problema había comenzado mucho antes, cuando abandonó el estudio antes de saber leer y escribir.
    Había vivido convencido de que todos los que estudiaban eran perezosos, inconscientes y desobligados, porque todo ese tiempo que dedicaban para rayar el papel y el pizarrón, bien podían utilizarlo en trabajar "como hombres" y dejar de estar jugando a la escuelita.
    El día que se echó el insecticida, cómo deseó regresar el tiempo para rectificar y convertirse en el mejor alumno de la profe.Su realidad era dolorosa, y él más que nadie lo sabía.
    La verdad de su problema estaba mucho más lejos de lo que él pensaba. Don Pedro, su abuelo, jamás tomó un libro y le cumplió a su familia sobradamente con trabajo. Cuando sus hijos crecieron, las cosas fueron mucho mejor y pudo, con el esfuerzo de todos, hacer una casita para cada uno.
    Pero antes de morir el abuelo reconoció su equivocación. Enfermedades desconocidas diezmaban al ganado. Los platanares se secaban, y las casitas fueron las únicas que quedaron de aquella bonanza que a tantos había deslumbrado. Los tiempos en que una sola vaca era suficiente para hacerse ganadero, habían terminado. En el lecho de muerte el abuelo dijo a sus hijos: la educación es la mejor herencia.
    El papá de Feliciano fue el único que no se dio por enterado; aun en el velorio reclamaba al cuerpo de su padre la poca convicción de las ideas que había pregonado. Al amanecer, y ya con mucho tequila en el estómago, se acercaba al abuelo y le gritaba: "¡Rajado! ¡Me mentiste!"
    En la mente del muchacho no había indicio del velorio del abuelo. Quizá con el tiempo la gente del pueblo le haría saber que él estaba muy chico cuando el acontecimiento hizo historia. Por lo pronto sus ideas y su ánimo se revolvían en busca del culpable, pero se daba cuenta que era el heredero de una tradición equivocada, que lo sucedido era un motivo para despertar. La ira tan difícilmente contenida no era para segundos o terceros, y estalló.
    Como un hecho insólito se asentó para siempre el reclamo que Feliciano hiciera al tendero:
    -¡Vengo a decirte que soy un imbécil!... ¡Me has levantado las manos para que vuele!... ¡Y volaré... volaré!

El cirquero

    Así como a la salida del sol, ya íbamos por el camino de los pirules. De las casas de palma salían a ladra y ladra los perros flacos con la mala intención de morderle las patas a la cabalgadura. Ora que me acuerdo de la mala sangre que demostraban los perros, no acabo de entender cuál era la razón de tanta rabia, si desde la vereda real, a la sombra onde se echaban, no había menos de cincuenta trancos de un cristiano adulto y de mediana talla. Por eso no entiendo, si bien se miraba la intención de irnos de paso.
    Ya por aquellos tiempos, cuando iba en ancas del manadero, y la gente decía: "Qui'ubo, ¿ya llevas a tu chiquillo a la querencia de los pobres? Entre brinco y brinco me preguntaba muchas cosas.
    ¿Cuál era el miedo de tanto perro flaco?
    ¿Qué les hacía tenernos tan mala voluntad?
    ¿De dónde les venía la desconfianza de que alguien quitara las trancas y se metiera a su corral?
    Ora que ya me queda a la medida la ocupación campesina y que me avengo con lo de ejidatario y jornalero, bien me doy cuenta que los carajos perros nomás ladraban pa' que la gente supiera que aunque flacos, ahí estaban para defender el hambre, que era lo único que tenían. Eso pienso ora. Un montón de piedras enjarradas de tierra amarilla, una tarima llena de chinches y las pulgas que paseaban cuando corrían a morder, era todo lo que cuidaban. Hambre, chinches, pulgas.
    El manadero sí sabía muchas cosas. A lo mejor hasta me las contaba a su manera. Si no, cómo es que ni se molestaba en mirar a tan mal geniosos perros. A lo más y muy a lo largo, levantaba la cola y les aventaba un montón de estiércol, o de perdida tamaño trueno, que hasta conseguía espantarlos y devolverlos amigables a su echadero.
    Caramba animal; como burro viejo, no desperdiciaba ni el humor ni su energía. Nomás agachaba la cabeza, y esto era caminar y caminar.
    ¿Los perros? ¿Cuáles perros? Si nomás dejábamos que se encarreraran, y en cuanto les mirábamos la intención de morder, levantábamos los machetes, así como con el mismo entusiasmo de devolverles el saludo, y nomás rayaban las uñas y los huesos cuando se atrancaban pa' quitarse la caricia del machete guaco y del caguayán. Daba gusto ver el polvo que levantaban. Y el manadero, camina y camina.
    "Ora ya está viejo el pobre animal -le decían a mi padre-; dos o tres años atrás, qué esperanzas que llevaras a tu chiquillo en ancas. Nomás imagínate las historias que tiene tu burro".
    -Precisamente -contestaba mi padre, satisfecho por la compra que había hecho. Y todo fue porque al dueño anterior no le había hecho ninguna gracia, la última vez que el animal se le había encaramado a una yegua. El ridículo que hizo arriba del burro, mientras hacía su negocio el mañoso animal, lo convenció para buscarle nuevo dueño.
    Todo el pueblo sabía quién era el verdadero "Cirquero". Pero tantas son las cosas que suceden en el medio de las calamidades, que al final respetando sus canas, le cargaron "el muerto" al manadero.
    El nuevo dueño tomó prevenciones y pa' pronto lo mandó capar; y al pobre animal nomás le quedó el paso coqueto y el rebuznido; algo así como pa' evitar que lo confundieran y que le hicieran pagar las que debía.
    Les cuento esto desde orita, nomás pa' que sepan que yo tenía harta razón de mis temores. Y era lo mismo pa' mi padre. Si por algo le había puesto su buen freno al "Cirquero", y a mí me habían dado muchas recomendaciones pa' que no corriera peligro de las patadas cuando se alborotara el burro. Lo primero que debes hacer -me decía-, es bajarte; porque este animal, enamorado, se pone más animal. Cuando se alborota, no quiere saber si lo que tiene enfrente es yegua o burra; tampoco le importa si lleva gente o carga en el lomo; no quiere saber nada.
    A tres años de la capada, El "Cirquero seguía igual de alegre con las manadas. Pero seguramente se daba cuenta de que algo andaba mal en sus tanates, porque nomás rebuznaba y agarraba un paso más alegre. Era todo.
    ¿Que por qué le habíamos dejado el nombre de "Cirquero"? Es claro. Primero, era la última tanteada que había hecho, y por otra parte, por eso mismo se había ganado su nombre.
    ¿Y del camino que recorríamos? Nadie decía nada, nadie pensaba nada; nadie quería cambiar de camino por los perros. Pa' qué. Si lo mismo era por el camino de los pirules y por la vereda del capomal; si lo mismo era por el camino del panteón y por la salida del río; por eso pasábamos todos los días por ese camino de los pirules. Así tenía que ser.

lunes, 2 de enero de 2012

Un velorio singular

    No todos los velorios son iguales; pero eso no lo saben los muertos. Ellos están sólo para ser velados. Están libres de las pasiones del mundo. Uno los mira y sólo encuentra indiferencia. No saben reír, no saben llorar; apenas tienen ánimo para ser indiferentes. Son muertos democráticos, tienen la misma cara para todos, pero no se dan cuenta de que todos los velorios son distintos.
    Macedonio tampoco supo esa parte de la vida que mucho debió conocer cuando se convirtió en muerto principal. A lo mejor los hijos que pudieron acompañarño y su mujer, no tuvieron tiempo o ánimo para decirle que la gente del pueblo le había despreciado su café; pero igual sostuvo la mirada fija en el infinito, como teniendo la certeza de que se lo había llevado la... eternidad.
    Claro, para mantenerse así, ajeno al amor, al odio, a las alegrías y a las tristezas, es necesario tener sangre fría. Y eso, dos días antes Macedonio lo había demostrado.
    Ahí estaba, tendido, jugando a las estatuas... frío, serio, como esperando que los pichones no dieran con él y le dejaran el rastro de su visita. Al verlo, uno podía pensar que por eso tenía los ojos pelones. A lo mejor nomás estaba jugando al muertito, y el frío de la noche, la brisa fresca, el aire de la noche que huele a muerto y que hace que los perros aúllen como coyotes, le estaban provocando arrepentimiento... a lo mejor por eso tenía las manos descoloridas, crispadas, apretadas contra la panza, para no temblar.
    El día que murió, los hijos y su mujer lo pasearon de casa en casa; con los hermanos sobrevivientes, con los cuñados, como pidiendo posada, como si fuera el hijo pródigo que se arrepiente de la mala acción; pero nadie quiso la visita del muertito.
    Por eso fue a parar a ese rincón donde apenas cabían el ataúd y los cirios, por eso no se daba cuenta de que no todos los velorios son iguales, y que en la última jornada le habían despreciado su café.

Los Piteros

    Nadie recuerda cómo nació el mariachi "Los Piteros", pero a cambio, resarciendo esa laguna en la memoria, todo un pueblo gozó de sentidas serenatas.
    Las muchachas de los sesentas, de los setentas y los ochentas dan fe de las notas y de las voces de "Los Piteros". Muchas fueron al altar arrulladas por las melodías de "Sobre las olas", "Dios nunca muere", "Alejandra", "Olímpica", "Viva mi desgracia" y "Club verde". Aun las que cortaron por lo sano y sembraron despedidas, escucharon "La chancla", "Albur de amor" y "Me importa poco".
    Había mariachi para las fiestas religiosas del 19 de marzo, para el 12 y 24 de diciembre, y hasta para la velada de año nuevo; había mariachi para las conmemoraciones cívicas de la escuela, donde se recordaba simultáneamente la letra de Francisco González Bocanegra y la música de Jaime Nunó.
    También había mariachi para amenizar la fiesta del ejido con "La negra", "La culebra", "El sinaloense" y otros sones conocidos; para amenizar las fiestas patrias de septiembre y de noviembre; y las inolvidables del Día de la Madre y fin de cursos escolares.
   Había mariachi para todo y para todos, hasta para los que simplemente se dejaban llevar por la artificial alegría derivada del alcohol.
    Más de treinta años haciendo música y alegría para su pueblo; de salir a la "huipa", de escoletear, de afinar los instrumentos para ganarse la vida con sentimiento de artista y con el noctámbulo placer de los enamorados. Tres décadas invocando juventud con el "¡hey!... muchachos". que indicaba la existencia de un posible cliente.
    Más de treinta años que de pronto han escapado. Ya no está Nicho "Pistolas" arañándole las tripas al tololoche; tampoco Nicolás "El borrego", con el violín en la mano, ni el tocayo Nico Gala, dirigiendo la escoleta con la vara de su propio "Stradivarius".
    Para recordar las glorias quedan tres "muchachos" que el tiempo no respetó. Con la vista perdida y con la torpeza que prodigan los años multiplicados, queda Beto empuñando la vihuela y la guitarra; queda Luis el Gala menor, abrazando el guitarrón, y aquél del cornetín, llamado "Pitero" mayor, que tanto alboroto causaba cuando se subía los pantalones con los codos, mientras preguntaba "¿Cuál me echo?"
    Tamaña señal y tamaña pregunta llamaban la atención de los parroquianos más distraídos. Por eso no faltaba quien contestara en tono festivo: "¡Échate a mi compadre!". Pero después, la canción de prueba o de pilón, era el gancho que no fallaba para hacer consumir botana y música mexicana.
    Por allí quedan vástagos recordando viejos lauros de "Piteros" y de clientes; pero ya no hay serenatas, el tiempo trajo música moderna con dedicatoria para los bailadores; ya no hay festivales escolares con música viva; tampoco mañanitas para el santo patrono, ni los valses de Juventino Rosas, Macedonio Alcalá o Rodolfo Campodónico.
    Ahora sólo hay un pueblo fantasma con amaneceres de monotonía, sin las notas del mariachi aquel de "Los Piteros".

Lorenzo

    Allí, pegadito al río, a media cuadra del bordo, vivía Lorenzo. Lo recuerdo a él y a la choza donde se crió como si estuviera viendo una fotografía que captura un cuerpo en un tiempo determinado.
    En mi mente vive estático, aunque haya pasado el tiempo. Lo veo de nueve años, vistiendo el calzón de manta que su mamá le fabricó. No era el único en vestir así, como tampoco era el único que andaba descalzo, padeciendo hambre y frío. La verdad es que lo recuerdo por las características que lo distinguían de los demás.
    Causaba risa su afán constante, obsesivo, en el sentido de abandonar la pobreza, salir de ella algún día, cuando fuera licenciado. Las bajas calificaciones y la facilidad con que dejaba el estudio por la observación de la naturaleza, hacían suponer al eterno habitante del oscuro mundo de la ignorancia.
    Sus ideas, cuando las manifestaba, alegraban a los oyentes, pero no le iba a la zaga su presencia. Como puesta a propósito, lucía en las sentaderas la palabra "azúcar", anunciando involuntariamente al ingenio azucarero que lo había favorecido con la manta del calzón.
    Para el pueblo ciego, que con la risa oculta su ignorancia, pasaba desapercibido el firme propósito de Lorenzo por cambiar su mundo.
    Antes de irse a la escuela, salía con la cubeta o la canasta a vender plátanos, mangos o pan. Al regreso ocupaba su tiempo en la captura de una tortuga o un armadillo, con la idea clara de que faltaría a la escuela, pero a cambio llevaría a su casa algo más sustancioso que los reglazos de la maestra. No sé si cumplió su promesa y logró lo que pregonaba desde su infancia. Lo cierto es que nos quitaba las penas cuando aparecía.
    Para los comerciantes era Lorenzo el de la compeencia. Para el pueblo simplemente era Lorenzo, porque aquí cualquier hijo de vecino que se rebela contra el destino que tenemos los pobres... simplemente es Lorenzo.
   

Felipillo y su tesoro

    Era el año de 1960. La época de lluvias estaba tocando a su fin; las clases habían iniciado y Felipe se encontraba muy contento porque ir a la escuela le significaba diez centavos para gastar en el recreo.
    Durante las vacaciones había soñado con el retorno a clases y con aquellas monedas de cobre donde aparecía el rostro de Benito Juárez, o el número diez en la moneda plateada y el águila devorando la serpiente.
   Había ocasiones en que oía sonar las monedas y adivinaba que al estirar la mano recibiría dos de a cinco centavos; en ellas veía a doña Josefa Ortiz de Domínguez. En el trayecto a la escuela se acercaba las monedas a la boca y decía: "Yo también la quiero, doña Josefa, no piense que don Miguel es el único... aunque yo no soy Corregidor".
    Don Benito Juárez no lo inspiraba. Tan serio como lo veía, le hacía pensar que habiendo sido presidente de la república, tal vez no hubiera querido a los niños descalzos y mal vestidos que le recordaran su pasado.
    El recreo era su martirio. En vez de jugar con los amigos, se pasaba el tiempo mirando todo lo que ofrecían las vendedoras. Y como siempre, en el último minuto compraba 'galletas duras'.
    Después de tanto preguntar por los precios, se daba cuenta de que era lo único que podía adquirir.
    -¿Cuánto vale el vaso de agua?
    -Veinte centavos.
    -¿Y las tostadas?
    -Veinte centavos.
    -¿Y los birotes?
    -Veinte centavos.
    Siempre era lo mismo. Le consolaba el hecho de que nadie quería poner a prueba la dentadura y por esa razón no le pedían galletas. Hasta que la suerte cambió.
    Un día de lluvia torrencial había impedido que Felipe y sus hermanos disfrutaran del baño acostumbrado, tomando a las nubes como regadera; el aire, los rayos y las centellas amedrentaron a la chiquillada del pueblo, privándolos en esa ocasión del paseo por las calles empedradas.
    Al amanecer las resacas daban fe del chubasco vivido. Curioseando en una de ellas, apareció poco a poco ante la vista de Felipe, aquel papel rojo y ajado que se había resistido a continuar el viaje hasta el río ya próximo, oponiéndose a la fuerza del agua que escurría, para fortuna del curioso y pequeño investigador.
    -¡Un peso!... ¡un peso!... -gritó, sorprendido.
    Al ir nuevamente a la escuela ya no deseó lo que otros compraban. Alguien descubrió que traía un peso y se lo contó a las vendedoras.
    -Ya sé que traes un tesoro, Felipillo, di ¿me vas a comprar galletas duras?
    Observando a la señora y a las galletas, y apretando en la mano su tesoro, contestó con la firmeza de un razonamiento:
    -No, porque se me acaba.
   

La catedral

    La catedral se yergue majestuosa, como núcleo del casco de la ciudad. Una pequeña antena, sobrepuesta en la cruz que simboliza la religión que Cristo nos heredó, remata la altura que representa un orgullo y sentido de pertenencia.
    Al ver esa pequeña antena me pareció cosa de niños comunicarse con el Rey del universo o con la familia celestial. En algún lugar de la Catedral -me dije- debe estar la cabina de transmisión. Desde allí le deben confirmar a Dios las peticiones desesperadas que nacen como oraciones en el corazón de los desamparados.
    Hacía muchos años que mi pensamiento se había alejado de la casa de Dios; se hablaba en aquellos tiempos de la demolición del edificio anterior para construir el actual.
    Como impulsado por una insana idea analítica penetré en el recinto. La tranquilidad espiritual y el aroma del incienso fueron igual a lo que respiré en la humilde parroquia del pueblo que me vio nacer. Sin embargo, me sentía extraño. Vi rostros conocidos, ciertamente.
    Había funcionarios del sector salud y de educación con sus familias. Los saludos afectuosos y las caravanas sucedían a diestra y siniestra, mientras yo me escurría para no ser obstáculo entre las personalidades. Una vez satisfecha mi inquietud pensé que lo más conveniente era retirarme.
    Un brazo estirado que sostenía una caja de cartón me marcó el alto. Inmediatamente reconocí al dueño del brazo y del cartón: era el mismo que en la antigua Catedral mostraba sus piernas inflamadas y purulentas por úlceras varicosas. El mismo que mendigaba unas monedas y atención para sus piernas.
    Un día me dijo: "Dios está adentro, yo estoy afuera". Me paré frente a él, lo observé y pensé: Es Dios a la entrada de su Santa Casa, o viene como enviado de El, a dar luz a los ciegos que están dentro y a los renegados como yo, que abandonan la fe para señalar la paja en el ojo ajeno.
    Deseando de todo corazón que los funcionarios que oraban también lo vieran y que, como instrumentos de Dios, le procuraran la salud, dejé con vergüenza -por mi actitud analítica-, unas monedas en el cartón y retorné a orar por la salud del indigente.

Lorenzo

    Allí, pegadito al río, a media cuadra del bordo, vivía Lorenzo. Lo recuerdo a él y a la choza donde se crió como si estuviera viendo una fotografía que captura un cuerpo en un tiempo determinado.
    En mi mente vive estático, aunque haya pasado el tiempo. Lo veo de nueve años, vistiendo el calzón de manta que su mamá le fabricó. No era el único en vestir así, como tampoco era el único que andaba descalzo, padeciendo hambre y frío. La verdad es que lo recuerdo por las características que lo distinguían de los demás.
    Causaba risa su afán constante, obsesivo, en el sentido de abandonar la pobreza, salir de ella algún día, cuando fuera licenciado. Las bajas calificaciones y la facilidad con que dejaba el estudio por la observación de la naturaleza, hacían suponer al eterno habitante del oscuro mundo de la ignorancia.
    Sus ideas, cuando las manifestaba, alegraban a los oyentes, pero no le iba a la zaga su presencia. Como puesta a propósito, lucía en las sentaderas la palabra "azúcar", anunciando involuntariamente al ingenio azucarero que lo había favorecido con la manta del calzón.
    Para el pueblo ciego, que con la risa oculta su ignorancia, pasaba desapercibido el firme propósito de Lorenzo por cambiar su mundo.
    Antes de irse a la escuela, salía con la cubeta o la canasta a vender plátanos, mangos o pan. Al regreso ocupaba su tiempo en la captura de una tortuga o un armadillo, con la idea clara de que faltaría a la escuela, pero a cambio llevaría a su casa algo más sustancioso que los reglazos de la maestra. No sé si cumplió su promesa y logró lo que pregonaba desde su infancia. Lo cierto es que nos quitaba las penas cuando aparecía.
    Para los comerciantes era Lorenzo el de la competencia. Para el pueblo simplemente era Lorenzo, porque aquí cualquier hijo de vecino que se revela contra el destino que tenemos los pobres... simplemente es Lorenzo.

Felipillo y su tesoro

    Era el año de 1960. La época de lluvias estaba tocando a su fin; las clases habían iniciado y Felipe se encontraba muy contento porque ir a la escuela le significaba diez centavos para gastar en el recreo.
    Durante las vacaciones había soñado con el retorno a clases y con aquellas monedas de cobre donde aparecía el rostro de Benito Juárez, o el número diez en la moneda plateada y el águila devorando la serpiente.
    Había ocasiones en que oía sonar las monedas y adivinaba que al estirar la mano recibiría dos de a cinco centavos; en ellas veía a doña Josefa Ortiz de Domínguez. En el trayecto a la escuela se acercaba las monedas a la boca y decía: "Yo también la quiero, doña Josefa, no piense que don Miguel es el único... aunque yo no soy Corregidor".
    Don Benito Juárez no lo inspiraba. Tan serio como lo veía, le hacía pensar que habiendo sido presidente de la república tal vez no hubiera querido a los niños descalzos y mal vestidos que le recordaran su pasado.
    El recreo era su martirio. En vez de jugar con los amigos, se pasaba el tiempo mirando todo lo que ofrecían las vendedoras. Y como siempre, en el último minuto compraba 'galletas duras'.
    Después de tanto preguntar por los precios, se daba cuenta de que era lo único que podía adquirir.
    -¿Cuánto vale el vaso de agua?
    -Veinte centavos.
    -¿Y las tostadas?
    -Veinte centavos.
    -¿Y los birotes?
    -Veinte centavos.
    Siempre era lo mismo. Le consolaba el hecho de que nadie quería poner a prueba la dentadura y por esa razón no le pedían galletas. Hasta que la suerte cambió.
    Un día de lluvia torrencial había impedido que Felipe y sus hermanos disfrutaran del baño acostumbrado, tomando a las nubes como regadera; el aire, los rayos y las centellas amedrentaron a la chiquillada del pueblo, privándolos en esa ocasión del paseo por las calles empedradas.
    Al amanecer las resacas daban fe del chubasco vivido. Curioseando en una de ellas apareció poco a poco ante la vista de Felipe, aquel papel rojo y ajado que se había resistido a continuar el viaje hasta el río ya próximo, oponiéndose a la fuerza del agua que escurría, para fortuna del curioso y pequeño investigador.
    -¡Un peso!... ¡un peso!... -gritó, sorprendido.
    Al ir nuevamente a la escuela ya no deseó lo que otros compraban. Alguien descubrió que traía un peso y se lo contó a las vendedoras.
    -Ya que traes un tesoro, Felipillo, di ¿me vas a comprar galletas duras?
    Observando a la señora y a las galletas, y apretando en la mano su tesoro, contestó con la firmeza de un razonamiento:
    -No, porque se me acaba.

La última voluntad

  Cuando Fermín tuvo la ocurrencia de ir a su antigua parcela, nadie pensó que esa fuera su última voluntad. Ni siquiera los hijos estaban preparados para la sorpresa que nos dio. "Oye, Danilo, ¿vamos al verano...quiero ver si hay elotes", le dijo al mayor, sin dar a maliciar que ya se sentía morir. Hasta dio a entender que se pensaba poner como chinche en tarima de pobre, porque quería comer elotes asados, cocidos y cerrar el día con un tamal recalentado.
  Yo, como nuevo dueño de la tierra, desde que el viejo campesino ya no pudo trabajarla, fui de los primeros en bajar el bordo del río y cruzar la corriente de agua sucia. Fermín, Danilo y yo éramos para el barquero unos pasajeros distinguidos. Atrás, esperando turno, iban como en procesión hijos, nietos, amistades.
  Desde el otro lado del río pude darme cuenta de que eran más de veinte los que esperaban al barquero, y pensé en la parcela, en la propia familia, en todo lo que significaba la visita de tanta gente, y tuve miedo.
  -Oye, Danilo -le dije-, dirás que soy rajado... pero entre esto y una parvada de pericos, yo prefiero los pericos. No es que les tenga más querencia que a los amigos, pero bien sé que pueden comer hasta donde yo quiera: con ustedes la cosa es de otro modo.
  -No es hora de quejas ni de temores -me contestó tendiéndome unos billetes que pagaban bien lo que pudiera desaparecer de la siembra.
  Ya con la calma recobrada seguimos el viaje río abajo, hasta el recodo que escondía mis dos hectáreas, doscientos metros al poniente del embarcadero. Conforme fueron llegando los invitados, la pila de calzado fue creciendo y los surcos se llenaron de huellas y murmullo de gente feliz.
  -Allá en la tierra de los gringos siempre echo de menos este ambiente -oí que Danilo dijo entre suspiros-. Aquí oyes el murmullo de los árboles, sientes la brisa del río, del amanecer, la tierra que pisas te acaricia y te hace sentir en casa... por eso te agradezco la oportunidad que le das al viejo Fermín y a toda la familia, de vivir un día como éste.
  -¡Bien haya mi viejo, que de verdad le tuvo apego a la tierra que lo vio nacer! ¡Bien haya la gente como tú, Emilio, que guarda la historia y el sentimiento de los que buscamos otro mundo!
  No supe qué contestar. Yo los envidiaba porque tenían qué comer, y ellos agradecían que compartiera el mundo de miseria que me rodeaba. De no haber sido por la llegada de quienes habían cortado su elote, y por el júbilo que el carbón de pasados rescoldos causó en el viejo campesino, yo le hubiera dicho a gritos lo que costaba la fortuna de guardar la historia y el sentimiento de los que tenían valor para buscarse la vida en otras tierras.
  -Justo aquí -interrumpió Fermín- hacía mis fogatas. De aquí salían mis tacos recalentados que luego empujaba con el café de botella. Debajo de esta guásima se guarecía mi yunta. Aquí dormían los aperos; colgados de las ramas que siguen dando sombra. Aquí pensaba siempre si valía la pena cortar una docena de elotes para hacer tamales, y siempre la necesidad de comer me vencía. Si sembraba para comer ¿qué negocio era la espera de las mazorcas?
  Antes de asar los primeros elotes, el viejo Fermín también se quitó el calzado y caminó entre las milpas. No hubo quien le hiciera cambiar de parecer cuando quiso dormir bajo el techo verde, recostado sobre un sudadero roto. Entendimos que el ambiente era mágico, y que cada quien tenía derecho a disfrutar el momento a su manera, por eso lo dejamos solo, solo con sus recuerdos.
  ¿Cuánto tiempo se quedó dormido? Nunca lo supimos. Entre el bullicio de los afortunados que habían cortado un elote en su punto, bajo la orientación de los mayores, y el alboroto de quienes aceptaban el reto de asar su propio elote, la tarde se vino pronto.
  Ni los nietos se acordaron del abuelo, ni los hijos del papá. Cuando el cansancio hizo mella en el entusiasmo de mis visitas, el deseo de regresar los obligó a prepararse y a buscar al viejo campesino. Entonces, como si fuéramos niños de escuela, nos formamos justo donde empezaban las besanas, y al tiempo que caminábamos, cada quien lo llamaba por su cuenta con gritos esperanzados.
  -¡Abuelo! ¡Abuelitooo! -gritaban los nietos. Los hijos, con voz más apagada y recordándole con cariño que ya era la hora de regresar, hacían bocina con la mano y le decían:
  -¡Ándale, viejo; vámonos!
  Por mi parte, sabiendo que más temprano que tarde lo hallaríamos, preguntaba:
  -¿Dónde andas, Fermín? -y la única contestación que nos llegaba era el ruido de las hojas al quebrarse.
  De pronto unos gritos desesperados y un lloradero que no tenía razón de ser nos anunció la mala sorpresa... y todos lo fuimos viendo conforme nos acercábamos a ver la causa del alboroto: ahí estaba el viejo Fermín, tirado cuan largo era, mirando al cielo de frente, con una sonrisa de rara felicidad y con una lágrima que seguramente no halló para dónde correr, desconcertada por la presencia de la muerte.
  Con la suerte que tuvimos de que estuviera calientito, Danilo pudo usar la espalda como parihuela para llevarlo de regreso, acompañado de la canción del dolor de todos los familiares.
  Fermín, rozando con la boca la oreja de Danilo, parecía rogar que lo dejara donde estaba; pero Danilo parecía sordo y porfiado, porque nomás para adelante sabía caminar.
  Al cruzar el río, ya nada evitó que la mano de Fermín acariciara el agua sucia que se escurría por debajo de la canoa, mientras el llanto de los acompañantes trataba neciamente de hacerla cristalina.

  Importante: Mataron a la "Josca", ¡Vaya tío!, La última voluntad y los cuentos que siguen, son parte de la Antología de cuentos "Un murmullo, un lamento", del autor David Cibrián Santacruz. La dicha Antología forma parte de la colección "Bacatete ardiente", No. 3, que editó la Agrupación para las Bellas Artes (APALBA) en diciembre de 1999.
  David Cibrián Santacruz ha colaborado en APALBA, y en la página literaria Quehacer Cultural que edita los días domingos el matutino DIARIO del YAQUI, en Ciudad Obregón, Sonora. Durante los 17 años de su actividad literaria, sus trabajos también has sido presentados en los periódicos ENLACE que edita la Secretaría de Educación y Cultura para el magisterio sonorense; y en el Órgano de información interna que reciben los trabajadores del IMSS. La revista Yuku Jeeka y la Colección Instantes, de APALBA, también difunden los cuentos que nos ocupan.

domingo, 1 de enero de 2012

¡Vaya tío!

  Nosotros no éramos ricos, no, ¡qué va! ni siquiera éramos pobres; porque los pobres tenían el consuelo de comer frijoles, tenían el consuelo de sembrar y cosechar el maíz y el frijol que se comían. Nosotros no. Nosotros apenas le hacíamos fiesta al molcajete. Y cuando descubríamos alguna mancha de verdolagas, era como descubrir un tesoro. Entonces sí comíamos con ganas, y hasta nos daba gusto dejar la plasta verde cuando hacíamos la necesidá. Pero eso no era siempre. Eso era cuando jugábamos a las escondidas entre las milpas.
  En ese entonces yo no entendía por qué éramos más pobres que los pobres. Si sembrábamos en los cerros, si teníamos una parcelita allí pegadita al río; si éramos trabajadores y conocíamos los secretos de la siembra que se hacía en los cerros y en la tierra plana.
  A lo mejor, señor cura, los trece años que tenía cuando terminé la escuela no me ayudaban pa' entender eso. Pero hay otras cosas que uno sí entiende. Por decir algo, la cara idiota que pone la gente cuando quiere esconder en una risa una maldad.
  Oiga bien, esa cara no se olvida. Yo lo supe bien cuando fui con mi padre a revisar el cerco de la parcela; porque se habían metido las vacas y los caballos y habían trillado el maicito y el frijol, cuando apenas aventaban pa'l cielo la punta de sus primeras hojas.
  Estaban los postes solos; no tenían alambre, y estaba claro que alguien hasta les había hecho camino a los animales pa' que se metieran onde no debían; y le puedo asegurar que ni querían. Porque por fuera, el pasto que nace con la lluvia estaba tupido; y adentro la tierra estaba pelona, estaba mojada, y no servía ni de echadero.
  Todo estaba claro, cuando mi padre hizo cuenta del daño.
  -¿De modo que se te metieron los animales?...a lo mejor el cerco tenía algún abujero... ¿ya lo revisaste?
  Eso dijo el que siempre se ha dicho hermano de mi padre; y le puedo asegurar que hasta yo, que no sabía de las cosas del mundo, sospeché de aquél que se decía mi tío.
  -¿No viste nada?
  .No. Bueno, lo que vi fue que los animales ya iban de salida... pero eso no sirve de nada. Si de suerte no se metieron a mi parcela.
  Ahí fue donde conocí la malicia, onde supe lo que era rastrear hasta las palabras huecas de la mentira. Por eso se me revolvió el estómago cuando vi que ese tal Manuel Castillo, fue llegando a la casa como si fuera la gran cosa.
  Yo sé que lo mandaron sus hijos porque ora lo miran fregado; y que bien se acuerda de todo lo que sembró. Ha de sospechar su fin y quiere morir entre los suyos; pero los suyos están en Tijuana. Allá están sus hijos y su mujer, aunque ellos tampoco lo quieran... porque cómo lo mandan solo como si fuera un arrimado apestoso. Aquí estamos los ofendidos, señor cura.
  Si no lo quieren sus hijos y su mujer, menos yo, que bien me acuerdo que por su culpa siempre fuimos más pobres que los mismos pobres.
  -Vente a comer con tu tío -me dijo mi madre. Y yo lo vi y quise buscarle los ojos pa' ver si hallaba una pizca de arrepentimiento. ora que lo miraba todo fregado, todo tembloroso, sin poder trabajar y olvidado de los hijos. Pero se agachó, no dijo nada. Y fue entonces que me dieron ganas de vomitar.
  -No, madre... yo no tengo tío. Si ese puerco va a comer en plato ¿entonces pa' qué queremos la canoa?
  De pronto hierve la sangre, padre; de pronto me vaciaron el pasado lleno de maldad; y ora que tanta hiel me había amargado el corazón, ahí estaba el desgraciado comiéndose mis frijoles. Por eso le busqué los ojos, por eso le tiré en su cara el veneno que traía.
-¿Te acuerdas, Manuel Castillo, cuando te robabas los pedazos de alambre... cuando dejabas adrede aquellos portillos por onde tú y tus hijos arreaban el ganado pa' que trillara la siembra?
  ¿Te acuerdas de cuando abrías la puerta de la parcela, para que entraran las vacas?
  ¿Te acuerdas de cuando tus hijos se acomodaban en el bordo del río pa' jugar al tiro al blanco, y que las balas de tu rifle veintidós nomás pasaban zumbando por arriba de mi cabeza? Y tú, víbora, nomás decías: "Así son mis muchachos, no se aguantan".
  Pero él no contestaba, padre; no habló, no me miró. No tenía cara feliz, ni de arrepentimiento; tampoco tenía tristeza, ni ganas de levantar los ojos, ora que yo me había hecho hombre de puro milagro.
  No sé si entre los tragos de frijoles se le iban los tragos de saliva cuando yo le iba refrescando la memoria; tampoco sé si él sintió ganas de correr cuando le fui contando sus fechorías y las calamidades que por su culpa habíamos pasado. Lo que sí recuerdo es que me descubrí mirándole el pescuezo, viendo que comía despacio, como si en el plato tuviera un pescado lleno de espinas.
  -Cuando nosotros, ora mis hermanos y yo, rodeábamos la mesa pa' servirnos la salsa del molcajete todos los días, tres veces por  día; nos poníamos un vaso de agua por un lado, y nos asegurábamos de que el cántaro estuviera lleno. Pero a pesar de las prevenciones, nadie quería ser el primero en echarse la lumbre a la boca. Ya sabíamos que salía bigote colorado, y que la mancha le daba vuelta a la boca hasta que nos hacíamos jetones.
  Pero con todo ese mal "siempre hacía Dios el milagro de convertir el fuego en alimento".
  Apenas hallaron mujer, y sin que se dieran cuenta, la diferencia entre los hermanos se hizo grande -eso cuenta la gente. Ese tal Manuel Castillo, que ya era presumido, que era de los que buscaban los bailes pa' presumir el caballo bailador y de buena estampa, enseñó el cobre.
  Si cuando fue hijo de familia enseñó sus mañas pa' no trabajar y pa' divertirse, ora que ya se estaban poniendo varejoncillos sus propios hijos, buena oportunidad se le presentaba pa' hacer cuamiles grandes, pa' levantar buenas cosechas y pa' divertirse. Pero en eso él, como jefe, nomás iba a dirigir; y nadie de los suyos perdería su tiempo yendo a la escuela onde se hacían flojos.
  Así le pasó a ese Manuel Castillo. Después de casarse se hizo descarado, egoísta, ambicioso. Se creyó inteligente y quiso hacerse cacique. La desgracia fue pa' los hijos, que no les quedaba otra cosa que obedecer; ora que ya pasó el tiempo, ya se sabe lo que piensan y lo que sienten.
  Con mi padre, ora Felipe Castillo, que de por sí ya era de trabajo, nomás se enraizó con más fuerza la idea del progreso por la vía de los libros.
  Ese fue el pecado de mi padre: no pensar igual que su hermano mayor, que se decía inteligente. Con el matrimonio cada quien siguió su propia horma y de allí nació la maldición de ese desgraciado pa' mi padre: "De mi cuenta corre que tus chamacos piojosos se críen con chile".
  En un principio mi padre no tomó en cuenta el disparate, pero cuando no logró la siembra de los primeros años, supo que atrás estaba la mano de su hermano Manuel. Por si la sospecha no fuera suficiente, la gente lo descubrió y llegó el momento en que de plano se descaró.
  -¿Te acuerdas Manuel Castillo, de aquella vez que te descubrimos cortando los arbolitos de la huerta? Ahí andabas, trabajando a favor de la desgracia de unos sobrinos que nada te debían, de un hermano que había cometido el error de pensar diferente.
  En ese lugar, y en ese momento, yo fui testigo de la cobardía que te distingue. ¡Quién va a creer tamaña desvergüenza! Después de hacer todo lo posible por desgraciarnos la vida, aquí llegas, precisamente a la casa de la familia que tanto has ofendido.
  ¿Te das cuenta que cometes un nuevo disparate?
  ¿Cómo te atreves a decir 'ya vine hermano, mis hijos no me quieren porque nunca les di escuela'? Si aquí es el último lugar onde debes presentarte.
  ¿Acaso no te das cuenta de que en ese plato te podemos devolver el cariño que nos diste por más de veinte años?
  Hasta ese momento, y justo cuando acababa de tragarse el último bocado, levantó la mirada. Yo le noté bien claro que las ideas se le enredaban; tal vez quería pedir perdón, a lo mejor nomás quería decir que no había otro lugar onde pudiera refugiarse, ora que la mujer y los hijos lo habían corrido; pero lo cierto de esa ocasión, en que se presentó como si llegara a una casa onde gracias a él hubieran sido muy felices, es lo que dijo:
  -Estoy viejo.
  -Y yo crecí -le dije-, y estás aquí, en mis manos. ¿Sabes lo que esto quiere decir?
  Seguro pensó lo peor. Porque de pronto peló los ojos, y nos vio como si apenas descubriera que no estaba solo.
  Mi padre estaba sentado enfrente de él; mi madre, Agustina, miraba desde atrás del metate, onde tantos años llevaba moliendo los tomates para la salsa. Mis hermanos, todos más chicos que yo, pero ora convertidos en hombres hechos y derechos, lo miraban como se mira al desconocido; y desde luego, ahí estaba yo, sacando el pasado de aquél que se decía mi pariente.
  -A lo mejor ora sí estamos al mismo nivel; a lo mejor ya podemos devolver golpe por golpe, aunque ya eres el puro cascarón, Manuel Castillo; pero justo era al revés, cuando nosotros éramos unos chamacos que no podíamos meter las manos, y tus hijos ya estaban viejotes y traían caballo, y rifle, y pensaban como animales ponzoñosos, igual que la cosa que les tocó por padre.
  Así le dije, padre; sacando todo el resentimiento que se había amontonado en tantos años de recibir agravios. Ya no se trataba de poner la otra mejilla, como cuando caían las ofensas, cuando nos quedábamos quietos, esperando que la mano se devolviera pa' que emparejara el color y nos dejara igual, como antes de recibir  el primer golpe.
  Y así sucedía, padre. Luego que no valían las resiembras, dejábamos en paz la idea de la cosecha, y nos alquilábamos onde se podía y cuando se podía, pa' irla pasando con lo poquito que nos pagaban.
  Yo creo que se convenció de que andaba miando fuera del hoyo, porque ni las gracias dio cuando se levantó y agarró el camino por onde se nos había aparecido a la hora de la comida.
  Mi padre se levantó y le gritó "¡Manuel!"
  Yo no sé si le pensaba decir "Así es mi muchacho, no se aguanta", o si quería desearle buen viaje; lo cierto es que se quedó con las palabras en la boca, y con la mano estirada, con una señal que parecía decir ven, pero que al mismo tiempo decía adiós.
  -Déjalo que se vaya, padre; al fin que no perdemos un tío que nunca tuvimos.
  Y se fue; por eso vengo a confesarme, pero no a pedir perdón. Porque al fin y al cabo nunca se hizo querer. Se fue, simplemente se fue, después de comer y de oir la infamia cometida contra la familia de su hermano Felipe.
  Yo no sé si en mí reconoció a Juanillo, aquél que siempre fue testigo de los corajes y de las frustraciones de mi padre.