domingo, 29 de abril de 2012

Los partos

   A la desgracia ocurrida desde el mes de agosto a diciembre de 1883, cuando la fiebre amarilla diezmó drástica y radicalmente la población en el noroeste de México, debiera sumarse lo que ya era riesgo común para las criaturas recién nacidas: el "mocosuelo" (mocezuelo). Esta enfermedad no fallaba al encuentro con su víctima, y las mujeres de experiencia que por alguna razón no habían "colaborado" con la muerte, sólo se santiguaban y decían a las madres primerizas: "ojalá que no te lo quite el mocosuelo". Sabían muy bien lo que decían; pues aunque conocían el secreto para hacer niños, y que año tras año se veían con el vientre inflado, lo cierto era, que hasta el momento de pujar para aventar la criatura al mundo, eso quedaba dentro de lo más fácil.
   Desde el momento en que una mujer se embarazaba, hasta que la partera hacía su negocio entre las piernas, no se vislumbraba peligro alguno. Se ignoraba que los niños podían venir sentados o con el cordón umbilical enredado en el cuello; también los efectos de la eclampsia y la preclampsia; si mortal era el sangrado, si el parto prematuro y el aborto eran de serias consecuencias; todo eso se ignoraba. Las parteras sólo podían resolver lo que llegaba bien; y tanto la enferma como la comadrona, esperaban que, "Dios mediante", el mocosuelo no hiciera de las suyas.
   Podemos imaginar seguramente, cómo es que la comuna vivía con el "Jesús" en la boca. Porque ya tronaban los cohetes aquí, mañana con el vecino o allá en otro barrio; y se sabía que eso anunciaba la muerte de un recién nacido. La muerte vivía en constante orgía, sin conocer el estado ahíto; engullendo sin descanso la sangre de los inocentes, y haciendo del panteón un lugar de lloro y dolor constante, en donde los minuetos de los violines hacían más dramáticas las despedidas.
   Lo de menos, pues, es ignorar el rústico alumbramiento y los cuidados que merecía cada parturienta. Sin embargo, sólo porque no pase al olvido la parafernalia del alumbramiento, asomémonos al evento del parto, como ayudantes de la comadrona.
   En la choza equis el marido hace un ensabanado alrededor de la cama. Esto es igual a lo que hacen los húngaros cuando tiran la lona alrededor de la pantalla y del espacio en donde los clientes habrán de acomodar las sillas, para ver la película. Pero aquí, en el rincón del jacal no se promete diversión; las sábanas cercan la cama de ixtle, en donde muy seriamente se juegan la vida una madre y su criatura.
   Cuando comienzan los dolores ya está presente la partera. Está preparada con trozos de tela suave para el recién nacido, y con otros de menos calidad que utilizará en el aseo de la enferma y del nene. Tiene agua hervida y tibia, tijeras, un trozo de tela que servirá de cordón para hacer los nudos del ombligo; el marido observa mientras sostiene una cachimba. Está pendiente de que todo lo necesario esté a la mano; de cuando en cuando le da ánimo a su mujer y le pide que diga constantemente lo que pasa en su cuerpo. La partera le pide a la enferma que abra las piernas cuanto sea posible, le exige que puje; que puje como si estuviera estreñida.
   La enferma obedece mientras suda con exageración, sin importar la temporada del año. Puja para deshacerse de aquel cuerpo que la desgarra. Sabe que lo más difícil es lograr que el niño saque la cabeza, y se atiene a las miradas y las voces que dan la partera y su marido.
   -¡Puja, puja! -apremia la comadrona-. ¡Más... más fuerte! ¡Puja; no te detengas! Esto es lo que sucede cuando el proceso de parto es normal. El niño asoma la cabecita, y de pronto salta hacia el vacío como si fuera una víctima de la natural explosión de la naturaleza. El primer milagro se consuma con el nacimiento; luego vendrá el segundo si sobrevive al mocosuelo; se convertirá en un milagro viviente aunque nunca se lo digan.
   Por último viene el corte del ombligo, el aseo de la madre y su niño, y la faja para ambos.
   -¡Listo! -dice la partera-. Ya saben, ella debe estar cuarenta días en reposo. Puede comer atole, tostadas, caldo de pollo y... nada de "quiero, quiero", mientras esté en la cuarentena.
   "¿Puede bañarse?", pregunta el marido.
   -No, no puede. Lo único que puedo permitir, es que la limpies con un trapo. Ah, que no le dé la luz del sol; y si ves que la luna se pone fea, tápala con un trapo rojo.
   Los partos normales tenían estas exigencias. Pero no todo era como debía ser. De tiempos muy lejanos, se recuerda que las mismas parteras complicaban el proceso de parto.
   Una, la de más experiencia y vejez, siempre tenía puesto un mandil para las necesidades de la cocina, pero también cuando ayudaba a "comprar". La dicha prenda no almacenaba mugre de menos de treinta días, antes de ir al lavadero; razón por la cual siempre tenía el color de la suciedad, el aroma del cochambre, y las pintas de la manteca que de cuando en cuando lo salpicaban. Como es de suponerse, a fuerza de echar olotes en el fogón, de barrer el hogar y levantar la basura, de remover los leños de la hornilla, de tallar los sobrantes de los platos, y hasta de acomodar las 'buñigas' que debían echar humo para espantar los moscos, la partera siempre tenía en la manta invisibles y peligrosos microbios.
   Y si esto fuera poco, tenía la santa mujer uñas largas y repletas de tierra. Aunque decía que se lavaba las manos, en realidad sólo metía las palmas en el agua y luego las secaba en aquella asquerosidad de tela. Y todavía, al ofrecer sus auxilios a la parturienta, hacía su cigarro de hoja y fumaba, en tanto miraba o exigía a la enferma que pujara.
   En este periodo de la 'Edad Media' moderna, había una segunda opción. Pero esta partera también tenía lo suyo. Se decía de ella, que con un grano de sal rompía la "bolsa" para apresurar el parto. No fumaba, no usaba mandil, pero terminaba espantando las energías cuando metía la mano para rasgar la placenta, haciendo que la parturienta cerrara las piernas como evitando por pudor una ventosidad, haciéndola arriesgar con ello la vida del producto y la propia, al dejar de hacer su lucha por parir.
   La más joven y menos experta, también espantaba con su técnica. Se decía que fumaba, que además, llegado el trance, le echaba un trago a la "pachita" que no le faltaba en esos casos, y que luego soltaba un "en el nombre sea de Dios" cuando adelantaba la presencia de problemas.
   Tan pronto como sentía lento el proceso del parto, se montaba en la paciente y la obligaba a pujar, hasta que bajaba el producto por la presión de los ciento diez kilogramos de peso, y los esfuerzos de la parturienta. Sin embargo, lo común entre las comadronas era el poco esmero en el cuidado personal. ¿De qué servían el agua y la ropa limpia que esperaban al recién nacido, si en las manos sucias iban los microbios?
   La orden fatal que daban las comadronas a los familiares, era la siguiente:
   -A este niño no me lo destapen, hasta que yo vuelva.
   Y la que así decía, volvía, sí, cuando ya habían pasado ocho o diez días. Para entonces, la criatura, entrapajada como tamal, ya era víctima de los gusanos que le horadaban el vientre, y resultaba imposible la recuperación. Con sólo mirar se sabía el caso perdido. El rústico tratamiento hecho a base de "criolina", sólo servía para martirizar más al angelito, antes de que falleciera por causa del mocosuelo; o tétanos, que para el caso era lo mismo.
   Como víctimas del mal trato que vivieron en sus partos, están en el recuerdo aleccionador doña Jesús Hernández, a quien se le murieron siete niños por causa de esta terrible enfermedad. Afortunadamente, por ser prolífica, le sobrevivieron otros siete con el cambio de partera.
   Otra víctima de las malas atenciones, fue Cuca Márquez, la mamá de Bucho. Gracias a que también fue buena paridora, le vivieron Celia, Librada, Chana, Olimpia y Tiburcio; cinco de los doce o catorce hijos que pudo haber visto crecer.
   El llamado 'mocosuelo' no era otra enfermedad que el tétanos, el mal que durante toda una vida hizo estragos entre la población de recién nacidos; era producto de la suciedad, de la contaminación; pero en aquel tiempo lejano nadie lo sabía. Aunque los angelitos iban cayendo a la fosa como de un gotero, la constancia de los sepelios no dejaba de llamar la atención. Los dos casos relevantes que aquí se mencionan, sirven para hacer notar que lo que se dice no es invento ni leyenda, sino la pura verdad.
   Allá en el panteón de El Venado, Nayarit, está una pequeña explanada, en donde se guardan para la eternidad, los restos de los niños de don Benito Cibrián y de su esposa Jesús Hernández. Ellos, don Benito y doña Jesús, formaron el matrimonio que salió más lastimado por el mocosuelo; el que fue la pesadilla de las madres que llegaban al momento de 'comprar'. Quizás después de leer lo anterior, alguien reconsidere los mensajes que se cruzan cuando uno pregunta "¿cuántos hijos piensan tener?". Porque si la pregunta es inocente y amable, la respuesta "los que Dios nos mande" no deja de ser juiciosa, respetuosa de los mandamientos de Dios. Y es que una cosa es hacerlos, indudablemente, y otra conservarlos, preservarlos de las enfermedades.
   En aquellos años, la ley de las probabilidades de que los niños no se lograran, siempre estaba en alerta roja por causa del mocosuelo. Y viene desde aquellos terribles tiempos esa respuesta tan conservadora "los que Dios nos mande", como una plegaria de los buenos padres.
   Subyace en esa respuesta, el panorama de zozobra que vivió la sociedad de aquellos años. Pero debemos reconocer que aún ahora, cuando las clínicas, los hospitales, las enfermeras y los doctores ofrecen otras posibilidades de éxito para las parturientas, las exigencias sociales están a favor de las familias pequeñas. Son otros tiempos; ahora los niños no se mueren, simplemente no nacen.

Quehacer Cultural 779 y 780, de Diario del Yaqui.

viernes, 27 de abril de 2012

La felicidad

   La felicidad en efervescencia perdona los defectos
   y es sensible ante la desgracia ajena.

   La felicidad cotidiana
   es tranquilidad que lleva al aburrimiento.

   La felicidad es inocente manifestación de progreso,
   es torpe amiga que sin malicia
   le abre las puertas a la envidia.

   La felicidad es, en sí, como el aire;
   abstracta, pero arroban sus efectos.

   La felicidad efectiva es aquella que se confronta,
   la que se manifiesta airosa
   frente a las pruebas de fortaleza que exige la vida.

   La felicidad pura es ciega ante la maldad;
   es igual que el amor, que hace cometer locuras.

   Sólo aquellos que conocen el verdadero rostro
   de la felicidad, sonríen mientras cruzan el desierto
   doloroso de la adversidad.

   La enfermedad, la pobreza, la vejez
   y el mismo espectro de la muerte,
   no borran el sabor de la dicha
   en los espíritus que una vez conocieron
   la luz divina en la felicidad.

   -Regalo para mis amigas Narcisa "Chicha" Tapia Rangel y su hermana Carmen, la más fuerte y dolida madre que he conocido. Ellas fueron hijas de Jesús Tapia. Un primo de ellas también se llamó Jesús Tapia, pero él fue hijo de Amado Tapia; fue conocido como alfarero, el primo.

jueves, 26 de abril de 2012

Primer corte de plátano

   Como "a cada santo le llega su día", las matas del platanar pronto crecieron; aventaron al aire las cantimploras, sazonaron los plátanos y se pusieron de corte los racimos. Luego, en consecuencia natural, como si las cosas de la vida se revinieran con un propósito deliberado, allí estaba Donato: recibiendo tamaño tapaboca del "tonto", del "renegado", ganándole un jornal y una renta por la bestia de carga.
   Cuántas veces voló el machete caguayán de Roberto de mata en mata, de vástago en vástago, para bajar los racimos lentamente; como si una mano invisible los protegiera de una mala caída. Y en todo estaba Roberto. Cortaba sin dejar de dar indicaciones.
   -No cargues de más, Donato -gritaba-; llévate lo que puedas. Tú también, hijo; cuiden la fruta.
   Aquello que era el primer corte, terminó siendo un día de fiesta. De un racimo corrían a otro, olvidándose del tiempo y del cansancio. Comenzaron en la parte baja, terminaron en lo alto; donde las corrientes de aire comenzaban el deslizamiento hacia el arroyo.
   -¿Cuántas cargas calculas que salgan, Roberto? -preguntaba Donato de cuando en cuando.
   -Yo creo que de tres a cuatro; por eso te pedí que vinieras con bestia -respondía feliz el ahora platanero.
   Roberto no hizo malas cuentas. El corte le dio tres cargas y tres talegas; de aquellas de ixtle colorado, que servían para llevar de quince a veinte kilogramos de carga. Como experto campero buscó hijas secas y majaguas en las matas de plátano. Después, haciendo pequeñas torres de fruta, las empacó de par en par hasta que la operación sumó seis bultos. Cada uno le quedó con cien plátanos grandes, y cada carga con doscientos.
   Una vez que las bestias fueron cargadas con dos bultos cada una, brotó la primera queja.
   -Espero que aguantemos el viaje, Donato; estas talegas pesan.
   Donato no respondió a la voz jadeante del patrón; sólo emitió un pujido que hacía parecer sospechoso el mensaje recibido. Se limitó a sobrellevar el castigo que le producían las correas que servían de asas a la talega, forcejeando para cambiarse la bolsa al hombro descansado. Pero hacer esto mientras las bestias avanzaban, no era fácil.
   Afortunadamente en un "quiso Dios", después de caminar durante hora y media, arreando, resoplando como los mismos animales y llevando la talega como si fuera una penitencia, llegaron a su destino.
   -Ahi están, Emilio -dijo con entusiasmo el nuevo platanero-; tres cargas de buen plátano. Si dices que pagas a cuarenta, a cuarenta pues.
   Tomando el comentario como un reclamo, el comerciante se defendió con una justificación.
   -Así es el negocio, Roberto; no puedo ofrecerte más de cuarenta pesos por cada carga.
   -Está bueno, Emilio; está bueno. Cómo crees que estoy inconforme.
   Para el negocio del plátano, Emilio Verde era el comprador que más próximo tenía Roberto. Y siendo vecino, le inspiraba confianza en el trato.
   Manteniéndose al margen de los acuerdos que tomaban Emilio y Roberto, Donato no perdía detalles, escondiendo la envidia bajo la máscara del testigo circunstancial de una venta común. Disimulado, miró como los billetes del comerciante pasaron a las manos de Roberto: dos de cinco, uno de diez, y ¡dos de cincuenta pesos! Y entre plática y plática, también escuchó claro el compromiso de la compra-venta futura. Por lo pronto, de aquel dinero tocaría quince pesos; diez que eran de su jornal, y cinco por la renta de su animal de carga.
   -Pasado mañana tenemos otro corte -dijo Roberto, sacándolo de las meditaciones-; te espero temprano, Donato.
   -¿Pasado mañana?
   -Así es, Donato; pasado mañana. En caso de que no puedas ayudarme, me avisas.
   Esa fue la despedida de los dos campesinos. A las tres de la tarde, cansado pero emocionado, Donato ya estaba comiendo en casa y platicándole a su mujer la experiencia de la jornada.
   -Hubieras visto, vieja; hubieras visto -dijo sin ocultar la emoción-. Racimos aquí, allá; racimos pa' donde aventaras la mirada; colgando de las matas como si nomás así hubieran salido en el monte... Era un gusto mirar y mirar que nos estaban esperando.
   "Ese Roberto nunca se cansó. Desde que llegamos se fue a doble y doble vástagos, a corte y corte racimos; y su muchacho y yo acarreando sin darnos reposo, sin darle abasto. Luego los billetes, mujer; hubieras visto: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Uno detrás de otro soltó Emilio sin chistar. ¡Ciento veinte pesos!
   -¿Y esta talega?, -interrumpió fríamente la mujer.
   -Ah, la talega. Me la dio Roberto; si buena zanja me hizo en los hombros; están muy delgadas las correas.

   En el hogar del patrón eventual fue muy diferente la llegada.
   Después de quitar los arreos a las dos bestias, Roberto entró y tomó asiento. Luego, antes de pronunciar palabra alguna, sacó los tres billetes que había recibido como pago del primer corte, y de uno en uno, disfrutando el momento, los depositó con orgullo en las manos de Lidia. Uno era de cinco pesos, los otros dos de cincuenta.
   Ella sonrió feliz, haciendo un gesto que mezclaba alegría y dolor. Y pese a la confusión del sentimiento, aquel gesto de alegría era como un sol radiante abriendo con su luz las nubes de la tempestad; era en sí, amargo agradecimiento a su Dios universal. Lidia no pudo evitar que los ojos se le empañaran con el llanto.
   ¡Cuánto tiempo y cuántas penas se habían acumulado, previos a la hermosa realidad!
   El gesto de alegría, bañado por el llanto que resultaba de la felicidad exacerbada, la dejó quieta, silenciosa; era tanta la emoción.
   -Apartas treinta pesos para el gasto, mujer; lo demás ya es para reponer las gallinas que vendimos -pidió Roberto con orgullo y solemnidad-. Desde este momento... ¡se acabaron las "vacas flacas"!
   Al ver que ella se mantiene ausente, Roberto la abrazó y le dio un beso en la frente para reanimarla, haciendo un descubrimiento que no había notado: huele mal.
   Aunque él tiene aroma semejante, por primera vez en mucho tiempo, respira el rancio olor de la pobreza. En ese olor se resumían las penas y las carencias. Era el que llevaban en la ropa de muchos años de uso, con cientos de sudores acumulados; producto de las pocas lavadas.
   -En la primera compra que hagas -pidió Roberto confidencialmente-, compras un jabón pa' la ropa... y otro pa'l baño; ya parecemos pobres, agregó irónico.
   Su ingenioso comentario hizo el milagro de la acción, motivando la alegría desprovista de los malos recuerdos; y la escuchó hablar.
   -¿Cuándo haces el siguiente corte?
   -Descanso mañana; pasando mañana subimos al cerro otra vez.
   -¿Y después qué va a seguir?
   Haciendo como que confiesa algo muy secreto, Roberto se acercó a Lidia y le habló en el oído.
   -Después de pasado mañana... los cortes buenos se van a repetir así; cada tercer día y durante dos años. ¿Te das cuenta de lo que significa?
   La noticia sorprendente estremeció a Lidia, pero reaccionó contanto el dinero y modificando los planes.
   -Mejor dejo veinte pesos para la comida, y lo demás lo gasto en las gallinas coloradas que vende doña Chona.
   -¡Oye, oye!, -respondió Roberto, juguetón; dándose cuenta de un pequeño detalle-. Ya me devolviste al platanar, ya te estás yendo de compras, pero... ¿no piensas darnos un plato de frijoles? "Semos" dos que llegamos con hambre de la buena.
   -Cuando pasan dos años de cosecha -terminó contando Roberto-, el platanar produce menos; los hijos que crecen alrededor del cajete de la mata vieja, sólo sirven para el replante.

Nota: Primer machetazo, El padre se robó a la María y Primer corte de plátano, son fragmentos de la novela campirana "El cuamilero" del autor David Cibrián Santacruz; dicha obra espera editor y condiciones.

martes, 24 de abril de 2012

Está cañón...

   Mi nieto dice que estoy viejo, que soy antiguo y que no tengo porqué aconsejarle sobre las cosas que suceden en este tiempo.
   Y yo quisiera, valiéndome de argucias y oportunidades, decirle que gracias a Dios y a las buenas costumbres soy viejo, y que quiera o no, cada generación es moderna en su tiempo.
   Hay virtudes también como el amor... que vale siquiera para uno mismo y por la vida, que no caducan.
   No sé... tal vez por medio de una carta que lleve mi sentimiento y preocupación; o cuando esté dormido, para que escuche mis lamentos como una oración, quisiera compartirle sin rodeos lo que viví cuando tenía su edad.
   Cuando yo fui joven -quisiera decirle-, estudié eso que llaman escuela primaria, cuando era común llegar sólo a segundo año; y todavía, ¡imagínate hijo, mi hambre de saber...! Aprendí a escribir en máquina, en esa época en que usar la Olivetti hacía sentirse astronauta. Es que no todos los jóvenes tenían máquina y sabían usarla.
   Poner hojas, cambiar la cinta, usar letras mayúsculas y signos de puntuación, mover el rodillo para dar espacio y sangría, todo eso era lo máximo. Mi padre, que fue quien la compró, se quedaba con la boca abierta cuando yo escribía.
   Ahora que tú tienes 'compu' y que miro cómo te desempeñas, me siento igual de orgulloso que mi padre. Ya lo sé, hasta con una carrera corta, los estudiantes de ahora me hacen sentir ignorante; pero eso no es lo que me preocupa, hijo, sino la cuestión moral que puede perjudicarte.
   En mi tiempo de soltero, hubo un hombre que presumía la capacidad de su mujer para besar. Se sentía privilegiado frente a los que no conocíamos los efectos de la pasión; y orgullosamente nos alborotaba la envidia. Pero a tanto y tanto picar la cresta, no faltaba quien lo callara con cinco palabras: "Pues yo como santo Tomás". Y con ese bozal cerraba la boca y se perdía.
   Pero como la felicidad no se puede esconder, volvía a las andadas.
   -¡Qué bonito besa mi mujer! -repetía.
   Hasta que después de tanto cacarear aquí y allá, encontró a un vecino que lo aplacó.
   -Oye, le preguntó: ¿nació enseñada tu mujer, o sabes la cantidad de babas que saboreó para hacerte hablador?
   Ay, hijo. Antes decíamos "tengo novia", y con eso espantábamos a la competencia. Luego que decíamos quién era, así pasaba. Y si una muchacha decía "tengo novio", también lo hacía para que no le comieran el mandado. Qué diferente es ahora. Si tú dices "tengo una amiga", hasta el mejor amigo te pide un condón para ir a platicar con ella. Tantito abres la boca, y parece que riegas miel para espantar a las abejas.
   Lo malo, hijo, es que ya en el matrimonio te asalten los escrúpulos y llegues a sospechar: en la habilidad para hacer el amor, se hacen presentes los amigos que tuvo la mujer. Si un día llegaras a presumir la experiencia amatoria de la esposa que te toque, ¿cuántos amigos te dirían "yo la enseñé"?
   Pero eso es lo menos que te puede suceder. Esto que yo quiero decirte, tiene que ser antes de que seas víctima de la promiscuidad, antes de que una enfermedad sexual te castre o te quite la vida.
   ¿Soy antiguo? ¡Sí; soy antiguo como todos los abuelos! Por eso miro claramente que un condón no te da seguridad. Cuando alguien te lo ofrece, te da una invitación para que vayas al mundo libertino, para que pierdas el respeto que merecen las buenas tradiciones.
   Dame una oportunidad, hijo; ¡sólo una!, para decirte esto que pienso. Y si notas la diferencia entre las novias de ayer y las "amigas" de ahora, si te convence la necedad de este viejo anticuado y me dices... "está cañón", prometo ya no molestarte.
   ¿Sabes que tú y tus amigos van en el mismo barco de esta confundida sociedad?
   ¿Sabes también, que las personas que se salvan cuando un barco se hunde, es porque reciben ayuda de los marineros que van en una embarcación mejor equipada?
   ¡Cuántas cosas tengo que decirte!

NOTA: Este cuento fue leído por primera vez, el 24 de abril de 2012 en el Tecmilenio de Cd. Obregón, en el XIX aniversario de APALBA.

viernes, 20 de abril de 2012

Tiempo musical

   El sábado 29 de enero del 2005, por fin pude visitar al señor Miguel Alcalá Herrera, quien ha sido conocido por los vecinos de El Venado, Nayarit, como "Tumbatejas". Al verlo, sé que estoy ante un afortunado de la vida pero también, delante de un hombre de trabajo. Cierto, oficialmente es un anciano, tiene 83 años, pero sus sentidos están como en sus mejores tiempos. Hace dos años fue operado del corazón en un hospital de Estados Unidos, pero su voz y su mirada corresponden a la persona activa y sana que conocí allá por 1968, cuando me integré por espacio de tres años al mariachi "Los piteros" que él representaba. De hecho el grupo no tenía nombre, y ni falta que hacía, todo mundo sabía quienes eran los integrantes y la música que tocaban; no en balde se habían organizado en el año de 1940.
   ¿Quiénes fueron los primeros integrantes del mariachi?, es la primera pregunta que se me ocurre. Él avienta la mirada al infinito, como queriendo ver en el vacío los rostros amigos de la aventura musical y comienza a mover los dedos de las manos; yo, libreta y pluma en mano, sigo todos sus movimientos. Su esposa Elena Delgadillo y su hija "Micha" también lo observan.
   "Mira... -dice por fin-; los primeritos, primeritos, fuimos seis. Me acuerdo que estaban Nicolás Muñoz, el "Borrego"; mi compadre Beto Cibrián; Tomás Firmas el que se casó con Chayo Fernández; Fulgencio "El Pullas", que según dicen era hijo de Filomena; Cuco Fernández, que venía de La Puerta de Platanares, y yo, Miguel Alcalá. Después fueron desfilando muchos, hasta que por... más o menos en 1976, el negocio quedó en la familia y metimos tarola, tololoche y acordeón.
   -¿Y de esos que fueron desfilando, ¿de quiénes te acuerdas?
   -Ah, bueno; 'ora lo verás. Con nosotros llegó a tocar Pilo Luna, que venía de Peñas; Víctor Muñoz, que venía desde El Zopilote; Enedino, él era de Santa Fe; también nos ayudaba "Golondrino", pero él venía de Tierra Generosa, un pueblito que está cerca de Acaponeta; y los hermanos Cildo, Nico y Luis Gala, que eran de Paso Real del Bejuco.
   -Oye Miguel, yo sé que hubo muchos clientes; pero te haz de acordar de los principales, ¿quiénes fueron?
   -Mira... en Rosamorada teníamos a Ramón Rosas que nunca nos fallaba; siempre que se le ofrecía, nos hablaba. Indalecio González y Emerio Salas, eran clientes buenos de San Pedro Ixcatán; había otro de ahí mismo, pero ese, ya que se pasaba un poquito se ponía "gorila". Una vez, en lugar de pagarnos sacó el cuchillo y dio en seguirnos; pero después que se le pasó la borrachera, nos pagó y se olvidó del arranque; ese era Juan "Carero". En San Juan Corapan teníamos otro cliente muy bueno; era el cora Sabás, un hombre muy trabajador. Cada tercer día le entregaba como quince cargas de plátano macho a Pancho "Pipas" y, claro, a veces se daba el gusto de pasearse hasta que gastaba el último peso. Aquí en El Venado teníamos dos: ellos eran Manuel Guerra y Severo Salas.
   -Y en esas paseadas, cuando la música era para estar contentos, ¿cuáles canciones pedían los clientes?
   -Fueron muchas, vale; pero las que nuca dejaban de pedir... "La iguana", "El Tarachi", "El troquero", "Zopilote remojado" y el son "La culebra".
   Después de esa respuesta, hay un breve espacio en el que interviene la familia, recordando el cambio del medio ambiente y las consecuencias sociales. Vino a colación la fuga de cianuro en la mina de El Zopilote que, en 1987 envenenó la fauna acuática del río, dejando para siempre un canal de agua muerta como herencia de los vecinos ribereños. También se acordaron de lo sucedido tres o cuatro años después en un aserradero de la sierra. "Una lluvia inusual -comentaron- provocó una fuga de trementina que escurrió hasta el río, ocasionando la coloración del agua y la muerte de muchos peces que, desde el entronque del arroyo Tenamache hacia arriba, todavía existían". Desde luego, no recordaron alguna sanción para los responsables, como había sucedido con lo de la mina.
   -Una pregunta, Miguel; anécdotas, ¿recuerdas alguna de las tantas que el mariachi pudo tener?
   -Bueno, una vez que fuimos a Yago, un cliente nos recibió de mal pelo. "Hijos de su... ¡Qué feos están, cabrones!" Y yo le contesté: pero si nadie se quiere casar con usted, mi amigo. No me contestó, se quedó mirando a Nicolás que era el último de la fila, y soltó una carcajada. "¡Y mira este! Hasta parece comejenera". Y no era que fuéramos espantos; Nicolás tenía huella de viruela, pero no era para tanto.
   El señor Miguel Alcalá Herrera trabajó en su juventud como trompetista en la banda de Cruz Lizárraga y, al establecerse en El Venado, se casó con Elena Delgadillo, hija de don Lucio; este don Lucio era hermano de Lucía Delgadillo, la que fue mamá de Benito "Cachuni" viejo. A este "Cachuni" se le recuerda, porque un dieciséis de septiembre jugó carreras con don Cornelio, quien dicen que dijo: "los dos tenemos panza de albañil... estamos parejos; pero vamos corriendo descalzos". Los dos fueron albañiles, es muy cierto; tenían panza como de embarazo de nueve meses, también es cierto; y que eran amigos de parranda, todo el pueblo lo sabía. Así que la carrera de doscientos metros en día de fiesta, fue una novedad que dejó gratos recuerdos.
   Don Cornelio fue marido de Susana y yerno de Lutarca Muñoz. A su vez, Lutarca fue hija de doña Pachita Vidal, la que llegó junto con don Efigenio Barajas, su último marido, más allá de los cien años de edad... pero volvamos al tema.
   La gente de El Venado asegura, que lo de "Tumbatejas" le vino porque pitaba fuerte. Otros dicen que pitaba feo. Lo cierto es que siendo el ejido de reducido y tranquilo caserío, cualquier trompetista podía despertar al pueblo en la madrugada. Tampoco hay testimonios de la caída de las tejas; lo único que queda como verdad, es que al señor Alcalá lo conocen desde siempre como "Tumbatejas" y al mariachi como "Los Piteros". Más todavía. El principal recuerdo anecdótico es de don Miguel; se daba natural cuando se quitaba la corneta de la boca; porque teniendo el instrumento en una mano, y el pañuelo rojo tan de él en la otra, al tiempo que se subía los pantalones con los codos, preguntaba: ¿cuál me eco? Los posibles clientes sonreían. Ante tal señal y tamaña pregunta, no faltaba quien se defendiera diciendo:"¡Échate a mi compadre¡"
   ¿Qué música era la que divertía a los viejos parroquianos? Aquí recordamos unos fragmentos.
  
   La iguana.
¡Que iguana tan fea...!    ¡Ea!
¡Que se sube al palo...!  ¡Ea!
¡Y se sarandea...!          ¡Ea!
¡Pone su huevito...!        ¡Ea!
¡Y luego se apea!          ¡Fea, fea, fea!
Iguana fea ¿para dónde vas?
Voy para el puerto de San Nicolás...

   El Tarachi.
El tarachi es muy activo / sabe la seca y la meca
en su casa no le falta / la carne ni la manteca
upa... upa... upa, upa y upa.

Upa me decía mi nana / cuando le robé el tabaco
no a todos les está el puro / ni a los ancianos el saco
upa... upa... upa, upa y upa.

   El troquero.
Soy troquero me gusta ser borracho
soy parrandero y me gusta enamorar
gano dinero pa' gastar con mis amigos
en la cantina no me gusta panterear.

Sirvan las otras de cerveza, yo las pago
y que me toquen "Los Piteros" mi canción
por Dios santito que pa' mí la pulpa es pecho
es lo que me hace que me duela el corazón.

   Con el fin de aquilatar el ambiente musical de 1970, tiempo en que los "Piteros" estaban por tocar las notas finales como organización de mariachi, es necesario recordar a Toño Sanabia, quien tenía su conjunto norteño en El Venado. En Ruiz había una banda en donde tocaba Chinto, el que daba bola en el Jardín de Las Madres; apoyado por el sindicato de los filarmónicos, don Severo Medina y Pánuco armaban su mariachi; estaba también el trío de los hermanos Barbosa, (reconocidos por la calidad de su música romántica) y el mariachi de Pancho Castellón que, con su clarinete hacía recordar a Román Palomar; y por si esto fuera poco, en la música moderna estaba La Explosión. En estas alturas del tiempo, Cildo Gala, Juan 'Perros' Galindo, Merced, Manuel Ocampo y el "Güilo" como integrantes del mariachi de Castellón, de pronto se escontraban a Los Piteros por la calle México, de Ruiz; y si ellos y los Barbosa eran de la huipa, la banda era de cantina o de fiestas familiares, igual de 'talones' pues. Por otra parte, en los casinos que por ese 1970 comenzaban a desbancar a los espacios abiertos de los bailes populares, se dejaba escuchar La Explosión. Ahí tocaban Miguel Salazar, el 'Cuichi' Orendáin, Miguel 'Guabina', Eugenio 'Geño', Arturo García, Clemente Luna y 'Venado', cuyo nombre verdadero era Bernardo García.
   El chofer de esta organización musical era don José Salazar, quien se decía, se ganó a pulso el sobrenombre de "El muchacho alegre", ya que por cualquier cosa se ponía de mal humor y echaba 'rayos y centellas'... ¡Madres, pues!
   En Tuxpan había dos grupos muy buenos; uno era la orquesta Los Compadres y el otro el mariachi Los Cardenales, donde por muchos años Cruz Delgadillo, cuñado de don Miguel Alcalá tocó el guitarrón. Frente a esta ola musical de gente reconocida nació el conjunto Los Jadem, donde Jacinto Hernández Rojo era el vocalista; Agustín Dueñas, el baterista; Manuel del Hoyo Fernández tocaba el requinto; Eleno Huipe Cervantes era el del saxofón y David Cibrián Santacruz, se encargaba del bajo.
   Increible resulta pensar que hubiera trabajo para tantos grupos, pero lo había. Jadem, La Explosión, 'Los Piteros', Toño Sanabia, don Severo, Pancho Castellón, los Barbosa, la banda, los Cardenales y los Compadres, alegraban los días de aquellos años previos y posteriores al 1970. Trabajo no faltaba. Y un dato curioso quedó para la historia local, cuando los Jaden recién integrados, fueron contratados para tocar en el edificio del PRI municipal que en 1972, se ubicaba en contra esquina de la Presidencia. La gente de Ruiz, acostumbrada al trabajo de La Explosión, permaneció a la expectativa, algo escéptica. Así, los Jadem comenzaron la tocada con una pista sin bailadores, y en la cantina, los únicos que echaban porras eran Layo Flores y Chabelo Guzmán (su verdadero apellido era Jáuregui), quienes eran amigos de volante en las "corridas" (transporte de pasaje), pero también en las parrandas. Después de las primeras canciones, tanto los bailadores como los tomadores prácticamente se vaciaron de la calle al interior del PRI Municipal, y la fiesta se normalizó como buena. El reconocimiento al trabajo de los músicos desconocidos se dio con hechos.
   Comparado lo que aquí se cuenta, con la realidad musical del 2010, es notoria la diferencia, aunque establecer mejores o peores tiempos no sea la intención en esta crónica de los setentas.

   De algún modo, lo que Mario Alcalá nos cuenta posteriormente en lo que titulamos El Costal, tiene qué ver con la crónica regional que nos ocupa; si no, ¿cómo nos explicaríamos el nuevo panorama del río San Pedro envenenado?
   Ni Elena su esposa, ni Micha y Mario como hijos, osaron interrumpir a Miguel Alcalá en su larga exposición de recuerdos. En lo que engarruñó los ojos queriendo ver lo pasado, se trajo del olvido a los músicos de La Puerta, El Zopilote, Peñas, Santiago Ixcuintla; a los Gala de Paso Real del Bejuco, al "Golondrino" de Tierra Generosa,  Enedino que venía de Santa Fe y por supuesto a "Polín", quien se decía sordo pero arrugaba la cara a la hora de afinar, en cuanto aparecía el mínimo desajuste entre los instrumentos. Con su acordeón tocaba polkas, sones, rancheras, corridos, danzones y valses; nada de aquello que el grupo tocaba, le resultaba imposible a su bufón de botones.
   -Ese Polín -dijo, ya para cerrar el espacio de los recuerdos- de verdad era gallo.
   El silencio que se vino fue interrumpido con una reflexión: "del cuarenta al setenta y seis, con el mariachi -expresó su esposa-; después siguió con el conjunto de la familia. Qué aguante para andar de pueblo en pueblo, de cantina en cantina".
   -Oye vale -intervino Mario-, ¿no te han contado el último minuto del río?
   La pregunta cayó en la divagación del grupo, como un "yo también tengo cosas para contar". La señora Alcalá, Artemiza y el entrevistador volvimos la mirada hacia Mario, que tan voluntario se ofrecía para dar su versión sobre la muerte del río San Pedro, por envenenamiento.
   "Ese día, allá por 1987, yo tomé el visor, el arpón y un costal, y me fui derecho a la desembocadura del arroyo del capomal; en esa corriente calma que se hace arribita, ahí fui y me metí. En cuanto libré unos macollos de batamote que había en la media playa, tiré mi costal sobre una piedra y le encimé la ropa. El agua estaba limpia, vale, tranquila, el viento soplaba de pronto y la enchinaba, pero yo sabía que debajo de la superficie, no había dificultades para ver. Qué iba a pensar en lo que me esperaba cuando me fui metiendo a paso lento.
   Me di tiempo de lavar el visor, de remojarme sin prisas para no sentir lo frío del agua; y todavía eché una mirada para todos lados, en aquel silencio y soledad de media tarde... ¿O era la mañana alta?
   El caso es, que antes de ponerme a pescar, tomé agua; estaba fresca, dulce, pesada; llenadora como la de los arroyos. Mejor que a los mismos crudos me fue cayendo; hasta un escalofrío me puso china la piel. Qué iba a sospechar lo cerca que andaba de que me pasara lo mismo que a los animales del río. El gusto tuve de meterme a ver las piedras de la corriente y las últimas faramallas de las truchas. No podía imaginar que los golpes que daba, fueran las últimas aporreadas para llamar a los peces; bueno, si me harté de agua, ¿qué más ignorancia podía tener del peligro?
   Si ahora me dijeran que los pescados que yo buscaba estaban espantados porque sentían el mensaje de la muerte, y que por eso no se acercaban, lo creería; aquella soledad era igual de inesperada, que las calles vacías de gente en días de fiesta.
   Tuve que salir; bueno, pararme. El agua me llegaba a la cintura. Volví a lavar el visor dando tiempo al reposo; eché un vistazo a la salida del sol, deseando que algún pescadito asomara la cabeza para hacerle una seña, para decirle "ven, aquí estoy"; y de pronto... ¡Milagro! Empiezo a ver aletas por encima del agua.
   ¿Son lisas... o constantinos? -pensé-, aquí son muy escasas las lisas... los constantinos buscan la sombra y la comida que cae de las jarretaderas. Bueno, pues ¿qué son? Y ahí estoy, atento como perro venadero; y los animales acercándose, nadando de lado por encima del agua. Parecían jugar a nadar con una mano, mientras echaban la otra para afuera; y yo mirando, como si aquello fuera una película.
   De pronto ya no eran dos, ni tres; eran diez, veinte, más; manchando de lado a lado la corriente; y yo como tarugo, nomás mirando. Era como si las mismas estrellas se hubieran convertido en pescados juguetones; todos hechos bola venían bajando como en peregrinación, y poquito a poco me pasaban por los lados, llevados por la corriente mansa.
   De repente, acordándome de lo que me tenía en el río, dejé el arpón y el visor en el costal y allá voy, corriendo a sacar animales atarantados. Pero luego de recoger unos pocos, pensé: ¿y si me los quita el dueño? Porque ni más ni menos, los pescados andaban como si les hubieran echado un bombillo, desparramados y dando vueltas encima del agua. Pero también descubrí que estaba lejos la corriente de la isla, que de haber algún trueno, debían haberlo echado más arriba; en los Pirules por lo menos.
   Entonces sí, a lo desesperado comencé a sacar pescados. Y tenía más de medio costal de animales cuando miré un robalo; medía como un metro de largo. Hasta miedo me dio, pensando que fuera otra cosa. Así estaba de grande y pesado el desgraciado; y yo temblando de emoción y de temor... no creas vale, se me arrugó más el Alcalá en ese momento.
   Ese día salí corriendo del agua, lamentando haber llevado un solo costal. Todavía encaminado para la casa le echaba miradas al río, pensando si era mentira lo que pasaba; pero nada, si hasta con la panza pa' arriba iban algunos pescados".
   Conclusión. En esa ocasión, ni la familia Alcalá Delgadillo ni todas las que comieron pescado hasta decir basta, sufrieron ni indigestión ni efecto de veneno alguno. Sería que no les tocaba, suerte o inmunidad, el caso es que pasaron la prueba de la 'ruleta rusa'.
   Al día siguiente, las orillas y los recodos del río blanqueaban de animales muertos, apretujados como si tuvieran miedo, pero ya sin razón para escapar de nada; toneladas de carne se repartieron a lo largo del río San Pedro.
   Al tercer día, el río todo era una peste de animales muertos; pero no sólo eran pescados; había garzas, gallinetas, patos cormoranes, tildíos, patos pipichines, tortugas y hasta una cantidad inmensa de buitres que se habían engolosinado con tanta carroña. Hasta los martines pescadores dejaron de echar clavados, por haber degustado un platillo con veneno.
   Al cuarto y quinto día, aparecieron burros en la playa, vacas, caballos y cerdos; todos muertos y bien hinchados, sin que hubiera zopilote alguno que les hiciera el favor de probarlos. El dramático efecto dominó se fue extendiendo en el río, hasta dejar solamente soledad y silencio de muerte, como efecto del cianuro que por "accidente" escurriera al arroyo Tenamache, de la mina El Zopilote en 1987.

jueves, 19 de abril de 2012

Cuatro de a caballo

      Dejando la cama en plena madrugada, Esteban Hernández, Timoteo Cervantes, Antonio Rojas y David Cibrián, se estiraron para espantar la modorra y echaron un vistazo a través de la ventana; ya era la hora indicada.
   Habían acordado con Álvaro, salir con la claridad del amanecer hacia Yécora.
   Cuando Álvaro llegó con las bestias ensilladas, apenas cruzaron el saludo correspondiente y los cuatro montaron con decisión, a pesar de que no eran expertos. Esteban venía de Mexicali, un horno seguramente creado por el diablo; Timoteo era de Veracruz y tampoco era de a caballo; Antonio, quien todavía olía a pañales con sus diecisiete años de edad, había terminado la instrucción secundaria a unos kilómetros de Torreón, y tampoco sabía de caballos; y el último que era David, había montado burros en pelo, pero de eso a sentir la silla bajo los muslos y llevar el ritmo de la cabalgadura, había mucha distancia.
   Los perros se inquietaron con el ruido que hacía la caravana, y ladraron para espantar las sombras que pasaban a esa hora tan impropia.
   "Ya verán -dijo Álvaro-, a eso de las cuatro o cinco de la tarde llegamos a Yécora". Nadie respondió. El tac-tac de las herraduras era el único ruido que descubría la presencia de alguien saliendo de Maycoba.
   El grupo bajó desde el manantial que había al pie de la montaña y enfiló hacia la iglesia, siguiendo la ruta del panteón para bordear el arroyo, antes de perderse entre los pinos.
   Sin exigir más conocimiento de los jinetes que el equilibrio, guiándose con el instinto, las bestias echaron los pasos hacia la salida. A poco más de una hora, los primeros rayos del sol se estrellaron en las crestas de las montañas. El bosque cambió de color; las aves dejaron los nidos y toda la campiña cobró vida ante los ojos de los viajeros.
   Debajo de los pinares apareció la espesura del pasto, en donde los cervatillos se escondían de los cazadores; en la distancia también se escuchaba esporádico el escándalo de los guajolotes silvestres; uno a uno los secretos de la montaña fueron quedando al descubierto: la brecha, las laderas, los barrancos y los pinos que igual que centinelas responsables, cuidaban las montañas.
   Cuando las bestias se aplicaron en remontar la cuesta, los jinetes inexpertos se prendieron de la cabeza de la silla y abandonaron el solaz del espíritu por garantizar la integridad física.
   Cuatro horas les llevó alcanzar lo plano del terreno en la cima de las montañas. Fueron cuatro horas de sentir bajo las extremidades el resuello de la bestia, urgida de llegar a su destino para tomar un descanso.
   Una vez alcanzado el terreno plano, aparecieron pequeñas laderas que hacían del camino subidas o bajadas leves y amables, las cuales dieron respiro a los animales y a los esforzados viajeros.
   Entonces la distracción volvió y el placer iluminó los rostros; los pinares calmos inspiraban paz y el silencio en sí no presagiaba mal fario. Pero de pronto, al pasar frente a unos peñascos que se escondían a quince metros de distancia, a la vera del camino, piafaron los dos caballos que iban adelante, aquellos que montaban Esteban y Timoteo. La desesperación fue tal, que ignorando la rienda echaron veloz carrera con franca intención de volverse a Maycoba. Nadie supo como bajaron los jinetes de aquellos animales sin juicio. Lo cierto fue, que casi en sincronía con el retobo y el corcoveo de las bestias, los dos misioneros saltaron a tierra firme, mientras el resto de la comitiva sólo miraba a los afectados, sin comprender lo que sucedía.
   Esteban echó al aire un grito horrible; al mismo tiempo se contorsionaba. Timoteo se espantaba algo que a la distancia nadie atinaba a descubrir; Álvaro en claro desconcierto, no encontró qué hacer. Sorprendido como estaba, parecía responder a la urgencia pero sólo movía la cabeza, las manos, y pelaba los ojos con desesperación. Por fin, al ver pasar las cabalgaduras sin rienda y sin jinetes, coceando y corcoveando, comprendió lo que pasaba y gritó:
   -¡Araparas!
   Aunque los misioneros sintieron que les estaban hablando en otro idioma, comprendieron que aquello significaba peligro, corran, huyan; pero ¿hacia dónde? Esteban seguía brincando y gritando como poseído del demonio; Timoteo manoteaba hacia algo, sin perder la concentración.
   -¡Ah, jijo!  ¡Ah, jijo! -repetía sin descanso, dándose vuelta hacia donde aquella cosa le buscaba el cuerpo. No podía distraerse ni correr, porque significaba el abandono de la defensa.
   Antonio y David se bajaron de los caballos afianzando la rienda, mirando al frente, hacia atrás, y al rincón de las enormes piedras desde donde se escuchaba que salían unos bichos como proyectiles. El zumbido ya era perceptible.
   Conforme las monturas cedieron, las hicieron retroceder poco a poco, alejándose del centro de batalla. El dolor de Esteban era tan intenso, que ya no se daba tiempo para gritar, para desahogar en ayes el efecto del castigo; y abrevió su lamento en un sinónimo que si bien era menos impactante, en la realidad física significaba mayor sufrimiento.
   -¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! -repetía incesante-.
   Así estaba el panorama cuando Álvaro volvió media hora después, trayendo de la rienda las dos bestias que habían escapado. Luego, entre todos apresaron a Esteban que seguía bufando y retorciéndose fuera de control. Una vez desabotonada la camisa y bajado el pantalón, le descubrieron una especie de abeja gigante atrás del muslo derecho, prendida a la piel como perro de pelea. El espesor del bicho era de centímetro y medio, tal vez un poco más; pero tan largo como una avispa. Y por su color amarillo podía ser un caramelo, un dulce de piña o naranja; sin embargo, en esa pesadilla era una simple arapara, una avispa de piedra que al picar provocaba fiebre y dolores espantosos. Una arapara prendida en el muslo, otra en la espalda, y una más atrás de la oreja izquierda, eran el infierno mismo para Esteban.
   Más adelante del camino, creyendo que un hormigueo en la nuca fuera el resultado de la sugestión, David pidió que le buscaran. La realidad puso a todos en movimiento: una arapara trataba de llegar a la piel de la cabeza. Milagrosamente, el pelo largo y enmarañado lo había salvado del castigo.
   Esta es una aventura real de los cuatro misioneros de a caballo; historia que en 1973 llevó a Esteban a la cama, con una fiebre que duró cuatro semanas. Llegar a Yécora en esta ocasión ya no fue un objetivo laboral, se convirtió en una prioridad, en una urgencia; ya que ahí se buscaría alivio para el compañero maestro de la Misión Cultural Rural No. 127, la cual se había creado en Maycoba, el 16 de julio de 1973.

Uniendo sexos

   Ya lo sé, uniendo sexos nace gente
   y al hombre le vienen dos opciones:
   se hace responsable de repente
   o se rinde al dios de las pasiones.
   Del placer y del instinto
   nace o crece la inconsciencia
   pero antes de hacer premeditado
   lo que todo animal por una especie
   ¿se puede tener un minuto razonado?
   La bestia, tantas veces denostada
   por su instinto prosaico de la vida
   es sublime si aparea en temporada
   si del celo obligado no se olvida
   frente al hombre de vana trascendencia.
   Ah, el hombre de vasta inteligencia
   que transita los espacios siderales
   que descifra el lenguaje de otros seres
   que se jacta como ente de razones
   ¡Cuánto diera por tener "intelecto" de la bestia!
   Uno va al amparo de la fama ya obsoleta
   promiscuo, irredento de placeres
   la otra, de historia ya estigmatizada,
   camina francamente bestia
   ignorando el estatus que le truecan.
   ¿Quién es hombre?, ¿quién la bestia?
   ¿Quién merece maldiciones?
   ¿Quién respeta las leyes de la especie?
   ¿Quién es quién en el instinto?
   Quién es quién en la razón?
   ¡Ya lo sé! Uniendo sexos nace gente
   o surgen seres despreciables
   más irracionales que la bestia
   en la negra historia de los hombres.
   ¡Ya lo sé!