sábado, 26 de mayo de 2012

El cerro de La Cruz

   Muchos pueblos tienen su cerro de La Cruz, y lo visitan con devoción cuando llega el día 3 de mayo. Nosotros también tenemos uno, pero nunca sube nadie a llevar siquiera una veladora. Y es que el primero que tiene que hacer punta, es el cura; él tiene la obligación de enseñarnos el camino de la fe, pero no lo hace.
   Asegura el buen hombre, que dentro de la parroquia tenemos la principal, que es la del Cristo crucificado que está en el altar mayor; que no hay necesidad de hacer sacrificios inútiles. ¡Sí... cómo no! Aunque nada se le dice en contra, no nos engaña; bien sabemos que tiene razones egoistas para no inculcarnos el amor a Dios. Y la primera que le detectamos es la pereza; no quiere caminar durante una hora por el monte selvático que hay en la cuesta.
   También miramos claramente que le sobra peso, que no es dado a caminar, y que disfruta todo lo que el buen diente le permite echarse a la boca. Está gordo el señor cura. Entendemos que no es fácil aborrecer las tortillas, ni los antojitos que prueba en las casas que visita, pero ¿no es acaso quien debe enseñar el camino del sacrificio?
   A veces la gente se detiene por fuera de la iglesia y platica de la gula, de la pereza, y de cosas así que parecen vanas cuando se come prójimo. Pero al mirar el cerro tan lejos, y ese terraplén tan largo, de monte espeso y lleno de moscos, vuelve la mirada, se persigna, y entre dientes pero claro, se oye que más de cuatro justos pronuncian: "pobrecillo; no podemos pedirle que entregue el alma por nosotros".
   Nuestro cerro tiene lo suyo. Estando arriba, donde hace muchos años alguien plantó la santa Cruz que no se mira desde el caserío, se descubre que del oriente vienen las montañas como en fila, una detrás de otra, empujando a nuestro cerro. Y parece también, que nuestro cerro se detuvo bruscamente, haciendo que la tierra suelta se viniera rodando, hasta terminar en nada, al nivel del suelo que ya estaba parejo.
   Para su lado norte, donde el río parece lavarle los pies en eterno Jueves Santo, no pasó lo mismo. La caída que marca la piedra, es vertical; se ve como si alguien especial hubiera trazado a plomo esa cara de la montaña, haciendo un precipicio de más de cien metros de altura que causa vértigo.
   Los hombres del campo sabemos lo que implica subir y aventurarse con el cuerpo a punto del desvanecimiento; y conocemos también ese llano que hay allá arriba, como si fuera una cancha de algo, donde alguna vez otras personas hubieran disfrutado algún deporte.
   La subida es otra cosa; no es sino pendiente que inicia de la nada, y sube, y sube, y sube como si hubiera la esperanza de un día hacer camino hasta las nubes, a la luna, al sol.
   Desde que comienza la cuesta, comienzan los resuellos. Los cristianos que aceptan el reto de subir, saben lo que es comenzar con entusiasmo la caminata, y terminar deteniéndose en cada trecho para respirar con desesperación, para descansar y sobarse los músculos acalambrados.
   Una hora de viaje, resoplando, envuelto en la humedad, comentando con voz entrecortada la belleza del paisaje, parece nada como precio; sin embargo, el que sube conoce la tos que viene de la resequedad interna, la sed, los desesperados respiros y el descanso obligado, cuando al fin abre los brazos para recibir el viento fresco y libertino que acaricia suavemente con sabor a brisa, con sabor a miel de florecillas silvestres.
   Desde abajo, las emociones que inspira son diferentes; sobre todo en los amaneceres; cuando retarda la luz quemante del astro rey. En las alboradas que los pobres conocemos, no hay alegría; vida sí, alegría no. La gente que se echa a la calle pierde la calidad de humana. Hombres y mujeres se vuelven sombras fantasmales cuando dejan la cama y salen a buscar el alimento del día; son siluetas amorfas, sin sexo, sin voz, sin rostro en el manto negro del amanecer; son como nubes que caminan silenciosas en los empedrados que no delatan el paso de las visiones fugaces.
   Nuestro cerro se yergue desafiando al sol; y se deja admirar de la gente sensible que le teme, sintiéndolo como una mole a punto de caer sobre el caserío que hay en el plan... Eso lo sabemos los feligreses; por eso no somos tan obstinados con lo de la santa Cruz; claro, entendemos finalmente que un sacerdote está para rescatar almas, no para subir a las montañas; es, después de todo, como el prójimo cuando da un consejo y se queda sin él.

viernes, 11 de mayo de 2012

La fosa

   Inaugurada la escuela primaria "Simón Bolívar" en el año de 1952, los padres de familia se sintieron contentos de tener cinco aulas para los niños, no las dos donde se apiñaran desde siempre, todavía meses atrás. Cinco aulas, en lugar de las dos que tenía la escuela vieja, eran mejor.
   Como anexo sanitario tenía una letrina pegada al cerco perimetral y, a una distancia de diez metros, se ubicaba la fosa séptica. En aquel tiempo en que el anexo sanitario era lo más moderno, nadie reparó en las posibles impropiedades que en lo futuro pudieran aparecer; el beneficio recibido sólo inspiraba la palabra 'gracias'.
   El patio sin cancha cívica, era amplio. Setenta metros de largo tenía por un lado, sesenta en lo ancho. Ahí retozaron sanamente y durante muchos años, los estudiantes de la época. Encantados, roña, el burro, la cebolla, matatena... cuántos juegos tenían los niños para divertirse en la explanada de tierra.
   En 1960, transcurridos ocho años, en el fondo de la letrina parece hervir una espesa nata blanca. Observando bien lo que se mece, se descubre que son gusanos. Los agujeros por donde les llega la luz y reciben el alimento, son enormes para los niños de primero y segundo grado. Además, como si el riesgo de caer como desecho estomacal fuera poco, debido al diámetro de los dichos agujeros, todo el plano que debiera servir para sentarse, está bañado con orines.
   Vista así la realidad, los estudiantes más grandes hacen lo que pueden para hacer buen uso de los anexos. Para los niños más pequeños no hay más remedio que acuclillarse en el terreno plano, sin siquiera hacer el intento por trepar al cajón que usan los niños mayores.
   Recordemos que el anexo ya tiene ocho años de uso; que las tablas ya no están tan firmes como cuando el edificio escolar fue inaugurado; que no son los padres de familia ni los profesores, quienes hacen el aseo de los sanitarios; que en fin, aquél es un mundo surrealista de asquerosidad mayúscula. Sin embargo, no es aquí en donde sucederán los dramáticos acontecimientos que tiempo después sobrevienen.
   En el año que se menciona, 1960, se realizó un trabajo de limpia en la fosa séptica. Eran viejos tiempos, se hacía lo que se podía. Y a decir verdad, conforme a la sincera intención de comprender la idiosincrasia de los funcionarios, que no capacitaron al personal de limpieza; a los mismos funcionarios menores de la Secretaría de Educación, que no orientaron debidamente a los profesores; y por último, a la inevitable curiosidad de los niños, se tomaría como normal y sin aspavientos el trabajo de vaciado de la fosa.
   Desde que la pipa de los desechos entró al patio escolar, los niños suspendieron labores, levantaron la cabeza, y corrieron a mirar de cerca el movimiento de los hombres, aún antes de que se anunciara con el silbato la hora del recreo.
   Vieron cómo se quitaba la tierra que cubría las losas, cómo descubrían los hombres aquella alberca de inmundicia; parados niños y niñas en el bordo de tierra que recién se había hecho, y en torno todos de aquél escenario de asco, seguían paso a paso las acciones de los trabajadores. Pero, ¿en dónde estaban los profesores?
   Claro que estaban lejos; unos en la dirección, otros en las aulas; escondidos del olor putrefacto y de la visión indeseable. Apenas uno se esmeraba en correr a los mirones. Pero era tan débil su voz ante el entusiasmo de los niños; tan poca la influencia que ejercía, que ciertamente deambulaba como esas golondrinas que ilusas vuelan solas, pretendiendo hacer primavera.
   En aquél rectángulo de cuatro metros de ancho, y con otros ocho de largo, los niños que escuchaban el regaño, simplemente se iban a la orilla opuesta. Tomaban distancia del mentor, donde aparentemente ni las miradas llegaban.
   Antes de seguir, cabe muy bien preguntar algunas cosas: ¿Por qué no se suspendieron las clases, para evitarles a los niños el riesgo de un accidente, los olores y la mala visión?, ¿por qué no se dejó aquella actividad para un día inhábil?
   Bueno, se dirá, son los gajes del oficio; es el resultado de la inexperiencia. ¿O será el sometimiento a los criterios oficiales? Pero en todo caso, ¿en dónde queda el sentido común?
   Afortunadamente no pasó nada. No hubo hechos qué lamentar. El anexo que se menciona siguió en funciones. También la fosa séptica. Pero desde luego, fue necesario el servicio de mantenimiento en cada tantos años. Así llegamos a 1983; año más o año menos que nada resta a la importancia del evento que nos ocupa.
   De nueva cuenta entraron los trabajadores al patio escolar. Igual que en el pasado los niños se inquietaron. Se ordenó el toque de receso. Los pequeños siguieron paso a paso los procedimientos laborales de los hombres. Observaron también el maloliente carro. Y como veinte años atrás, los profesores buscaron refugio para la nariz y otros panoramas para la vista. Nadie se responsabilizó de los curiosos, tampoco de los niños que siguieron jugando, indiferentes al evento de vaciado de la porquería.
   La alberca singular está hasta el tope. No se sabe la profundidad que invade el repugnante elemento. Los hombres dudan; hay incertidumbre en sus rostros. El trabajo nada envidiable les afecta el ánimo. Parados los niños en el bordo de tierra que los trabajadores han hecho, los observan; les notan el desaliento.
   De pronto se oye un grito infantil:
   -¡No; para allá no!
   Pero ya es demasiado tarde. De entre los niños que juegan a los 'encantados', una pequeña cruza veloz la barrera que hacen los niños en el bordo de tierra, y salta. La masa gelatinosa la engulle; la niña desaparece en segundos que parecen eternos, mientras en el público hay suspiros ahogados y expresiones atónitas.
   Dos de los trabajadores se sobreponen al asombro y saltan. Tratan de nadar, pero la ropa se los impide. Se esfuerzan aun así, para apenas recorrer un metro de distancia que hace la diferencia. Tristemente descubren que su impulso quedó insuficiente. Comparado con el vuelo de la niña, que le permitió llegar al centro de la grotesca mezcla, se quedaron cortos.
   Un niño, uno de tantos que pasan como anónimos, corrió a la dirección.
   -¡Una niña cayó en la caca! -anunció, sin detenerse a pensar si era correcto en el hablar.
   Hubo miradas de desconcierto. Tal vez algún profesor pensó en reprender al atrevido, antes de que repitiera el mensaje:
   -"¡Corran! -insistió- ¡corran!" Y mientras, él mismo se devolvió hacia el lugar del accidente.
   -¡La fosa! -gritaron los profesores.
En el lugar del accidente, los trabajadores ya habían llegado al punto de inmersión de la pequeña, justo cuando ésta emergía con la boquita abierta, tratando de respirar desesperadamente, pero tragando también el excremento de la superficie.
   Los profesores no llegaron a tiempo para recibir el cuerpecito de la pequeña. Fueron unos compañeros de los grupos superiores, y un trabajador, quienes tiraron de ella olvidándose de los escrúpulos; sin importarles en aquel momento de urgencia, si se ensuciaban.
   Otros estudiantes corrieron por cubetas de agua; y sin importar a quien le cayera el chorro, las vaciaban en los cuerpos apiñados, mientras los rescatistas aseaban principalmente el rostro de la niña.
   -¡Dueñas! ¡Es la niña del señor Dueñas! -se escuchó decir a quien era su profesor de segundo grado.
   Siguió la confusión. Alguien corrió a notificar a los padres, se apareció un taxista, se la llevaron a la ciudad más próxima... luego al hospital.
   Es imposible describir la consternación de los padres, de los maestros y los niños que se quedaron en la escuela. El resultado lamentable fue una enfermedad pulmonar, y una atención médica constante y de por vida.
   En aquella labor de limpia, igual que veinte años atrás, los profesores supusieron que nada pasaría si el trabajo se realizaba mientras los niños jugaran o estudiaran. Ya sabemos que no fue así. Igual que en la experiencia de 1960, dejaríamos las mismas preguntas: ¿Se podían suspender las clases, para que los niños no corrieran algún riesgo? ¿No era preferible perder un día de clases, que exponerlos a un accidente?
   Si ya con tener sanitarios en malas condiciones, los niños estaban expuestos a contraer una enfermedad venérea, ¿qué más podía esperarse de aquel foco de contaminación abierto?
   ¿Qué se puede agregar a la dramática situación? Tiene mil sugerencias y remedios seguramente, pero sólo podemos calificar los hechos como resultado de la negligencia. ¿De quién? ¿De los profesores? ¿Del sistema educativo, del cual era representante el director? Y por último cabe decir nuevamente, ¿y el sentido común en dónde queda?
   La letrina en cuestión, moderna o no en aquella época, sólo por diferencia de centímetros no tenía la altura de una mesa de comedor. Y, aunque la armazón del cajón estaba alta, no tenía escalones. Por esa razón, la parte donde debían sentarse los usuarios, siempre estaba orinada. Hemos de imaginar entonces, que la sentadera estaba tan alta, como los recipientes de los mingitorios públicos de la actualidad del 2012. Era imposible que un niño desahogara sus necesidades físicas con propiedad.
   Puestos de pie, los niños más pequeños apenas asomaban la cabecita para ver en diagonal el círculo de la taza que era de madera.
   Aquel hueco redondo medía 35 centímetros de diámetro. Estaba diseñado para las personas adultas. Y era, por ventura de aquellos tiempos, el entretenimiento de los niños más grandes, de aquellos afortunados que cursaban quinto y sexto grado.
   ¿Por qué servían de entretenimiento los agujeros?
   Porque allá abajo, a sesenta centímetros de profundidad, como arroz viviente se movían los gusanos. De ahí les venía, tal vez, la curiosidad y el deseo de saber si la inmunda alberca, también albergaba gusanos blancos.

martes, 8 de mayo de 2012

Las tijeras

   Estando recién inaugurada la casa de las cuatro familias que vivían en la cueva, en Rosario Tesopaco, el supervisor de Misiones Culturales en Sonora, Ceferino Corrales, se fue a Nayarit de donde era originario, y según se supo, allá falleció de un acceso muy severo de asma, el cual padecía desde mucho tiempo atrás.
   Este lamentable acontecimiento sucedió, en el periodo vacacional de verano, en 1975.
   Ignorando la pérdida del compañero, volvimos todos los especialistas a la comunidad, atendiendo al oficio de vacaciones que habíamos recibido al final del ciclo 1974-1975. Iniciamos la rutina de las visitas domiciliarias, la organización de los grupos, el registro de las actividades en el diario de trabajo y en fin, todo lo concerniente a las ocupaciones particulares; ensayos, planes de trabajo, reuniones de fin de semana para valorar lo realizado, y por ahí por ahí, ¿por qué no? Una que otra francachela.
   De pronto, cuando menos lo esperaban los misioneros, se presentó en la oficina de la Misión Cultural, una señora que portaba una bolsa de mujer, extragrande; tan fuera de lo normal era aquella bolsa, que seguramente un costal harinero no tenía la misma capacidad que el de la señora. Y conste aquí que no se presentó, más bien llegó preguntando por el jefe de la Misión; y como ya se ha de suponer con 'pinta' de fayuquera, fue tratada con amabilidad pero no como autoridad que era.
   -Bienvenida, maestra -expresó Rosario Pedraza, en cuanto la tuvo enfrente; y la sonrisa que le brindó de verdad pasó como sincera-. ¿Ya le brindaron agua? ¿Un refresco?
   -No, no, no; ahora mando que me traigan.
   Eran las once de la mañana. Aunque se entendía que acababa de llegar, no se le notaba el cansancio; a pesar de que la edad se le notaba por los lados abdominales y le escurría por las arrugas.
   -¿Va a organizar la reunión en este momento? -dijo el jefe-.
   -Sí, claro; para irme a descansar.
   Hasta ese momento de la reunión, los maestros supieron que su nombre era Margarita Martínez Pajares, y que venía en sustitución del profesor Ceferino Corrales. Sin hablar una sola palabra del trabajo, observó minuciosamente a cada uno de los subordinados; y con dos preguntas básicas dio la impresión de conformarse.
   -¿Tú quién eres? ¿Qué especialidad tienes?
   Mucho tiempo le llevó el interrogatorio. Eso de ver al interfecto, como si fuera un caballo que se piensa comprar, como si esperara encontrar algún inconveniente; y luego la anotación que realizaba con demasiada parsimonia, como si obedeciera la voz de alguien diciendo: "tómate tu tiempo"... Aún después de terminar la ronda, inició otra con una observación más profunda, esperando hallar un defecto en la presencia natural de cada trabajador. Esta prueba la pasó Timoteo Cervantes, el maestro de Albañilería, con un "simpático"; Antonio Rojas, maestro de agricultura, con un "coqueto"; Rusel con un "es hora de visitar al peluquero"; Minerva, June y David quedaron en "serios"; pero Esteban Hernández, el maestro de Carpintería, reprobó.
   -¿Y qué te hace pensar -le dijo- que con esos tres pelos que te dejas en el bigote, pareces profesor de Misiones Culturales?
   Todos reímos. Mientras, ella se puso a buscar algo en la bolsa-costal. Sacó una agenda, un rollo de papel sanitario, una toalla, una almohada, un espejo; y por fin allá del fondo, unas tijeras bigoteras.
   -Tenga -dijo- busque un buen espejo y córtese de una buena vez esa cosa; es mala imitación del de Cantinflas.
   Esteban tomó las tijeras, y se fue a cumplir la orden; más rápido que "pero ya". Por su parte la profesora Martínez Pajares, inició un sermón referente a la importancia de la presentación.
   -Ya ve, ya ve; -expresó en cuanto el maestro volvió sin los pocos pelos que tenía de bigote-. ¿Qué le cuesta?
   En adelante la reunión prosiguió tranquila, y al terminar, ella se fue a descansar; el personal en cambio, corrió a escuchar del jefe, la costumbre que tenía la Supervisora de primero preguntar en la comunidad sobre los misioneros, y después llegar a la oficina a enterarse de la otra versión, la de los propios trabajadores.
   -Tenga cuidado -aconsejó tardíamente el jefe-, esas tijeras bigoteras pueden traer algo... me entiende, ¿verdad?
   Serían las tres de la tarde, cuando los misioneros salieron de la oficina. Más tarde había compromisos qué cumplir con los alumnos, y se perdieron cada quien por su rumbo y con el propio interés. Esa noche no hubo derroche de energías; nada de vagancia, durmieron como niños buenos, pensando en todo lo concerniente a la nueva Supervisora. ¿A qué mujer se le ocurría prestar las tijeras como ella lo hizo?... ¡Eran bigoteras! El mostacho de la profesora era menos marcado que el de Frida, pero era bigote...
   Nadie esperaba que Esteban acusara los efectos de la impropiedad, pero sucedió. Al día siguiente se presentó en la oficina, y ni más ni menos, se veía como un Memín Pinguín desarrollado. La infección le había inflamado los labios; pero ahí estaba, serio y cumplidote con tamaño jetón; igual que si hubiera tropezado con la mano de una mujer celosa.
   Como todos lo vimos, no hubo forma de negar el origen de la infección. La llegada de la profesora Margarita Martínez Pajares, no fue buena para Esteban Hernández; el que allá por 1975, fungió como maestro de carpintería, y que por obediente no pensó en otros escondrijos de aquellas tijeras.

domingo, 6 de mayo de 2012

Mis 18 años

   El día que cumplí 18 años, me sentí feliz. Había llegado por fin el momento de rebelarme, de exigir mi derecho a la independencia. Las llegadas al hogar a una hora determinada, los permisos negados, el buen comportamiento que se me imponía, las recomendaciones a mi forma de vestir y al corte de pelo, en fin, el maldito control que de mi tiempo y gustos hacían mis padres, gracias a la Patria Potestad que era su derecho, pasaba a la historia; a la bendita historia de los menores de edad.
   Ese día, recuerdo, me levanté temprano, fui donde mi padre, lo levanté en vilo para hacerle sentir la fuerza de mi juventud y, estando él en las alturas, pendiendo de mis brazos ya "adultos", le dije, como si en él mirara al enemigo derrotado:
   -Ya soy mayor de edad.
   Una sonrisa enigmática fue la respuesta. Su gesto misterioso no fue aceptación de los hechos que yo suponía como triunfo, ni reclamo por verse como niño de brazos, ridiculizado por un estúpido ignorante, y una frase aún recuerdo de aquel anecdótico momento: "para ser mayor de edad -dijo mi padre-, te falta juicio".
   Hasta entonces comprendí el desdén de su mirada, la que había interpretado como enigmática.
   Después de volverlo al piso, caminamos inexplicablemente hacia la salida del enorme patio donde yo había crecido, y donde él había fincado los muros de mi hogar. Desde allá me hizo volver la mirada.
   -Mira -ordenó sereno-; allá está el refugio que tu madre y yo construimos para los hijos que Dios nos mandó. Si ya lo quieres abandonar, aquí comienza el camino de tu libertad.
   Y al decir "el camino de tu libertad", comprendí porqué me había llevado a los linderos de su propiedad y porqué me señalaba el horizonte infinito: allá en otro lugar estaban mi autonomía, mi libertad, mis decisiones buenas o malas. Pero guardé silencio.
   -No padre, no comprendes -repliqué-; ya soy adulto, necesito libertad, sí, para llegar cuando yo lo decida a este que es mi hogar; pero también necesito dinero suficiente para divertirme, para salir con los amigos a fumar y beber, sin perder el control de mi tiempo y mis gustos.
   -No hijo -respondió mi padre-; el que no comprende eres tú. En el refugio que tu madre y yo hicimos hay una responsabilidad gigantesca que protege a los menores de edad. Darte un hogar, alimento, salud, educación y controlarte... eso es Patria Potestad; ¿sabes para qué es? Para hacerte hombre de bien.
   Su mano aún señalaba el horizonte de un mundo que yo no podía conquistar. Como estudiante, todavía necesitaba el apoyo de mi familia.
   "¿Te vas o te quedas?" -dijo, mientras tendía su brazo derecho sobre mis hombros, y amigablemente me conducía al hogar. "No comas ansias, hijo -me aconsejó con cariño-; una vez que termines tu carrera, no vas a tener necesidad de hacer ninguna tarugada, para recordarme tu mayoría de edad".

Paciente metódico

   (Es hora de reir e imaginar)
   De que tuvo suerte don Lauro Loera, la tovo. Nadie lo duda. Tenía 69 años de edad, cuando por un infarto casi se va al carajo, a cortejar a la más huesuda y paseada de las damas.
   Después de salir bien de la cirugía urgente que le practicaron, quedó convencido de cuidarse, y puso esmerada atención a las recomendaciones.
   -Mire, don Lauro -le dijo el doctor-, si quiere vivir en el mundo de los mil diablos todavía, es necesario que tome la medicina como se lo indico. Además, evítese la ingesta de los siguientes alimentos: carne, en primer lugar; ni de vaca, cerdo, chiva o lagartijas por favor. Olvídese también de comer tortillas de maíz, de harina, pozole, menudo, tortas ahogadas, taquitos de cabeza, de machaca o cecina, huevos, pizzas, tortas de lo que sea y sodas; no pruebe camarones, ostiones y todo lo que se parezca. Incluya en esta lista sal, azúcar, cigarros y alcohol.
   -Oiga, doctor -interrumpió don Lauro-; queda muy claro que tengo prohibido comer... pero dígame, ¿puedo hacer el amor?
   El galeno sonrió al pensar en esa preocupación tan humana que manifestaban sus pacientes, al llegar el momento de la dieta. Todo podía faltarles, menos el amor.
   "Hombre, don Lauro -dijo luego, sin dejar de sonreír; aunque no movido por la amabilidad, sino por acordarse de la edad del paciente-, qué bueno que lo pregunta. Hacer el amor no está prohibido, porque de algún modo le ayuda a los pacientes como sustituto del ejercicio; es como si usted caminara tres kilómetros... nomás no se esfuerce mucho".
   Al año regresó don Lauro para su chequeo médico, y confesó con cierta mortificación:
   -Doctor -dijo-, creo que necesito vitaminas.
   -¿Por qué, don Lauro?
   -Mire. Traté de caminar los tres kilómetros que me indicó, y no pude; aunque cada tercer día lo intenté, siempre me quedé a la mitad del camino.
   "No se preocupe, don Lauro -lo tranquilizó el doctor-; las estadísticas dicen, que los pacientes de setenta años siempre se quedan a medio camino; no pueden con los tres kilómetros recomendables".
   -Entonces -indagó don Lauro-, ¿es normal eso?
   "Muy normal, don Lauro; muy normal -concluyó el médico-. Si gusta camine menos, o quédese con la intención; también se vale querer y no poder".

Mi puestecito

   "Frente a la esquina noreste del mercado municipal (Cd. Obregón, Sonora), mis papás tuvieron su puesto de revistas, allá por 1980; cuando el edificio no estaba remodelado. Eh, tiempos; yo todavía no iba a la escuela, y ya andaba en el negocio. Ahí crecí; en el puesto que era de mis padres".
   Así abre su memoria Juan. Al verlo, se descubre en él a una persona joven que apenas se encamina a la plenitud de la vida. Se diría que está cuajando como hombre adulto; pero sus palabras lo delatan ya, con los pies bien puestos en la realidad del mundo.
   "En ese tiempo -continúa-, atendía mi hermano Jorge Luis Barraza. Pero se nos enfermó de un derrame cerebral y quedó incapacitado para trabajar en los últimos diez años de su vida. Falleció en el 2007.
   "Muchos años duró este puesto por la calle No Reelección, casi esquina por la 5 de Febrero. Estuvo por fuera de la mueblería Apodaca, donde ahora está Santory".
   A la pregunta "desde cuándo está en la 5 de Febrero", responde:
   "Desde que fue remodelado el mercado. No recuerdo bien si fue en 1990 ó 1992. Quienes estuvieron al frente del negocio en aquellos años, fueron mis hermanos Jorge y Carlos. Luego que Jorge se enfermó en 1997, yo me quedé como ayudante de Carlos. Así fui aprendiendo a trabajar".
   Juan, el nuevo locatario, abre su corazón.
   "No fue fácil hacerme responsable, no; me gustaban los bailes como a todos los jóvenes. Y es que, como Carlos se quedaba a cumplir como se debía, yo me hacía "vivo" dejándolo solo; siempre era así, por el vicio de los bailes.
   "Si tocaba La Brisa, allá iba; que si el Bacanora, Laberinto o La Concentración 'Conce', era lo mismo: yo nunca faltaba a los bailes. Qué me importaba el puesto. Yo me divertía. Y como Juanito Ortega, el de la Conce, era mi conocido porque daba clases de flauta en la "Federal 2" que está en la colonia Benito Juárez, yo me sentía importante con los saludos que recibía.
   "Pero un día me jalaron las orejas; me llamaron la atención en serio. Y es que yo me estrené como papá en 1992, cuando apenas tenía 17 años. Qué sabía de obligación. Estaba muy joven.
   "Andas mal -me dijeron-. ¿No miras todo lo que tu niña necesita?, ¿no te das cuenta de que tiras el dinero de ella? Piensa, hijo, piensa. Pañales, ropa, leche, zapatos; luego su salud, cobijitas... ¿qué no necesita la niña?
   "Con el jalón de orejas, primero; y después porque Carlos se fue para Guadalajara a buscar trabajo, yo me quedé al frente de este puesto de revistas, con ánimo de no darles problemas a mis papás; don Ramón y doña María".
   Juan Dimas Barraza, recuerda así su época juvenil:
   "Estando ya en edad de bailar, me aloqué. No lo voy a negar. Fui de cerveza, de cigarros y baile; lo normal en aquel tiempo. Pero cuando se trató de tener responsabilidad, me alinié por la derecha y cambié los gustoas por la familia.
   "Antes abría tarde y cerraba temprano, por culpa de los bailes. Y todavía, si me daba la gana no abría. Ahora no. Ya me di cuenta de que un horario cumplido hace memoria en las gentes que pasan por aquí, y que esa constancia en el puesto hace clientes.
   "Estoy aquí, como único responsable del puesto, desde el 2007. Ahora abro hasta en días nublados o de brisa".
   Precisamente, el día de esta entrevista, caía una brisa pertinaz, corroborando el cumplimiento de Juan con su trabajo y sus clientes.
   "Si no atiendo el negocio como se debe -dice-, no come mi familia. Debo respetar el horario".
   -¿Te das cuenta, Juan? -le dije, antes de retirarme-. Para que seas responsable, y hables de cumplimiento y obligaciones como la gente mayor, hubo dos personas que te guiaron bien.
   "Claro -respondió-, me jalaron la rienda cuando fue necesario. Gracias a mis viejos soy como soy".
   Tal vez Juan no lo sabe; yo tampoco se lo dije: es un ejemplo viviente de transición joven-adulto que debiera repetirse en las nuevas generaciones de jóvenes.

sábado, 5 de mayo de 2012

A mi Bandera

   Cuando miro que pasa la Bandera Mexicana, ondeando frente a los niños de la escuela, siento cosas bonitas en el corazón, que no puedo explicar; yo sé que para sentir así uno tiene que ser buen mexicano, tener conciencia de patriota, o estar en tierras extrañas para entender la emoción que arroba y hace suspirar. Pero, ¿quién desde otros cielos y otros mares puede decirme "sufro y lloro cuando pienso en el suelo que me vio nacer"?
   El águila devorando la serpiente me recuerda la promesa que el dios Huitzilopochtli hiciera a los aztecas, dándoles como señal de la tierra prometida, el escudo que orgullosamente lleva en el centro la bandera que yo admiro. Los hombres que un día salieron de Aztlán, tenían destino.
   Aunque el color blanco significa la fe y la pureza de los sentimientos de aquellos hombres que forjaron la patria que me heredaron; aunque la esperanza de una vida mejor en la campiña mexicana, se representa en el verde, es la franja roja la que me estremece.
Ahí está la sinceridad de aquellos mexicanos que me precedieron, y también la tragedia de mi patria; al ofrendar su propia sangre para legarnos con amor un México más justo y libre de ambiciones, no sospecharon la corrupción, enfermedad que carcome los cimientos de mi suelo patrio en la actualidad. ¡Qué desgracia! Si los depositarios de los ideales se enferman, la justicia social se hace mentira; la panacea anhelada en las revoluciones que sirvieron de laboratorio, se vuelven demagogia.
   En el rojo se esconde el espíritu de Hidalgo, quien supo que la prédica pulpitaria no era suficiente para hacer que se reconocieran los derechos humanos de los esclavos. Los buenos mexicanos lo saben, por sí solas, la libertad y la igualdad valen el sacrificio hecho por Hidalgo, apoyado por los mexicanos que se unieron al deseo de conquistar lo que tres siglos atrás perdiera Cuautémoc con la frente en alto.
   Por eso Allende, Aldama, Jiménez, Abasolo, Morelos, doña Josefa, Guerrero, con el don de la ubicuidad, también desfilan ante mí cuando miro la Bandera Mexicana.
   Guardar silencio, cruzar el brazo derecho para dejarlo horizontal sobre el pecho, haciendo que los dedos apunten hacia el corazón, ¿qué sacrificio es ante la savia de la vida que derramaron los héroes de mi Patria?
   Don Benito Juárez sigue a los héroes de la Independencia. Sus Leyes de Reforma me llevan a pensar en las grandes injusticias existentes; en las luchas que, por hacerse del poder, tenían los Liberales y los Conservadores. Me recuerda también, que hubo un ejército francés, vencido por el improvisado grupo de soldados mexicanos, en aquel glorioso 5 de Mayo de 1862, en la Batalla de Puebla. Y cuando pienso en la Batalla de Puebla, el General Ignacio Zaragoza parece decirme: "Las armas mexicanas se han cubierto de gloria".
   Cabizbajo, tal vez avergonzado, camina Maximiliano de Habsburgo, llevando como estigma la historia que repite el Cerro de las Campanas, en el Estado de Querétaro.
   Mientras pasa la Bandera, yo la saludo en silencio, pensando en los héroes que me recuerda, en su escudo, en el mensaje de sus colores; pienso en las tantas formas de saludar que tiene la gente; en el respeto que inspira cada saludo; en la alegría que transmite el acto, y entonces me digo: ¿Por qué no habría de sentir lo mismo por ese lienzo que guarda la historia de los que me dieron Patria? ¿Por qué no he de sentirme orgulloso cuando toco la Bandera que envolvió el cuerpo de Juan Escutia?
   Si el saludo que doy lleva respeto, y en ocasiones la palabra "hermano"; si cuando doy un abrazo, hago distinción y entrego afecto... tal vez no aprendí bien la lección democrática que nos dejara don Francisco I. Madero; me digo.
   El militar se yergue y coloca su mano derecha en la sien del mismo lado; los deportistas chocan las manos o ponen su brazo derecho en el pecho, cuando están ceremoniosos; delante de los muertos, la gente guarda silencio y se descubre la cabeza; las aves cantan jubilosas cuando saludan al nuevo día... ¿Por qué no he de guardar silencio y saludar como se debe al emblema de los mexicanos?
   ¡Soy mexicano! En la Bandera se eterniza el tiempo de los héroes, se congelan las imágenes de los hombres que admiro... y me piden tan poco en los honores.

viernes, 4 de mayo de 2012

Los concesionarios

  Con este apartado se termina de justificar el título que se ha creído conveniente para la obra total (Estampas de El Venado). De hecho, el acto de un seudo representante de los intereses del pueblo, corona la serie de males que se han venido enumerando.
  No es preciso ni siquiera escribir su nombre, aunque su ejemplo sirva para conocer otra de las causas que hacen reverdecer el estado de pobreza de las familias marginadas.
  Muy al principio de este trabajo, se citan dos acontecimientos que hacen volver la mirada al pasado reciente que interesa. Uno de ellos fue la erupción del volcán Ceboruco, ocurrida el 21 de febrero de 1870; el otro es, el nacimiento de Amado Nervo, en Tepic, el 27 de agosto de ese mismo año.
  Agregaríamos, antes de entrar en materia, que hay dos versiones históricas que informan sobre la explotación de la mina de El Zopilote. La primera tiene como año de inicio, 1870; la segunda (según informa INEGI en un apartado de minería) afirma que el tiempo de explotación ocurrió desde 1885 a 1910. Y justifica el término de los trabajos, con la falta de seguridad que resulta del movimiento social llamado Revolución Mexicana.
  Puesta así la historia regional, no se comprende cómo, en la primera versión de la historia de la mina, el autor o los autores pasan por alto lo ocurrido en 1883, cuando la epidemia de la fiebre amarilla así como la muerte de Ángela Peralta por esa causa, son eventos propios del interés internacional.
  Se creería por lo menos, que dicha epidemia hubiera diezmado la población de operarios mineros, provocando con ello trastorno laboral y económico a la empresa de los hermanos Delius; pero no se tienen datos del evento, ni de las consecuencias.
  La otra versión parece más confiable. Porque al dejar asentado un periodo de explotación de la mina, con inicio en 1885, y con un término en 1910, se libera automáticamente de la influencia de la peste, y se atiene a los efectos de la Revolución Mexicana para suspender labores; porque resulta "incosteable la inversión".
  Con todo, 1870 sigue siendo un año importante dentro de la crónica que nos ocupa. Al retirarse de la región los hermanos Delius, quedó trillado el camino de la sierra; por lo menos hasta El Zopilote.
  Una vez que se suspende la explotación, ¿qué se esperaría de los cientos de trabajadores desocupados? Muchos bajan a lo plano y se establecen en El Venado. Antes era una comunidad de paso; no importaba la tierra; ahora se descubre la fertilidad, y son muchos los mineros que se vuelven campesinos.
  Observando bien, estos nuevos campesinos quedan con arraigo a partir de 1910. Esta es la razón de que no aparezcan ni siquiera como comerciantes en el pueblo viejo que era El Venado.
  Suspendida entonces la explotación de la mina, queda una brecha amplia que ya no necesitan los arrieros y los atajos de bestias en que regularmente se transportaban el oro y la plata, al puerto de San Blas. Ese camino será aprovechado, tiempo después, para iniciar el negocio de transporte de pasaje.
  En 1940, aproximadamente, aparecen las corridas "tropicales", estableciendo la ruta de El Venado a Ruiz. Pero la actividad que inicia, no es así de simple como parece.
En ese año no hay todavía, carros especiales para el pasaje. Los "doble rodado" que se conocen, están diseñados para el transporte de carga; tienen 'redila', carecen de asientos, y no tienen techo para proteger de las frecuentes lluvias. Sin embargo, el ingenio hace que se den los cambios necesarios. De pronto aparecen las primeras corridas tropicales. Tienen asientos, capacete (techo), y lona en los costados, además de la que cubre la parte posterior que es área de carga ligera.
  No tienen puertas de seguridad. Y ante la necesidad de cobrar, surgen los "changos". Son jóvenes y fuertes, ágiles; los que aferrándose a las barras metálicas que sostienen el techo, van de banca en banca, igual que los changos al pasar de rama en rama. Como no hay carretera de asfalto, el viaje es lento y permite realizar dichas maniobras.
  Lo que actualmente se conoce como carretera de dieciséis kilómetros, tenía ciertamente unos metros más de largo. Pero siendo la brecha de baja velocidad, y estando llena de trampas, se invertían de ocho a diez horas para realizar el viaje de El Venado a Ruiz. ¿Cuáles eran las trampas?
  Con tanto brinco, polvo, piedras y lodazales, podía fallar el sistema eléctrico, o descomponerse alguna pieza mecánica. Lo menos que podía suceder, era una ponchadura o caer en un atascadero.
  Tratándose de atascaderos, había ono en el "Peladiente"; otro en el arroyo de "Tacuachi"; entre La Jarretadera y la carretera nueva, el llano tenía dos; antes de la entrada a La Laguna del Mar estaba otro; y por último, pasando el dicho caserío estaba el pilón.
  Las pinchaduras eran muy frecuentes. Una espina podía ser suficiente para provocar el percance; una piedra, una rama... hasta solas las llantas, comenzaban a desinflarse cuando llegaba la hora mala. ¿Y por qué pasaba esto? Ser pioneros en el transporte tenía su precio.
   Se carecía de vulcanizadoras en el camino y en la región. Suficientes no se conocían en Ruiz, ni en Tuxpan o Santiago Ixcuintla. Duraban las llantas, hasta que de plano ya no admitían parche alguno; no era fácil prestar el servicio de transporte. Eran los mismos choferes, quienes a mitad del camino se veían forzados a desmontar la llanta averiada; y luego, a improvisar un taller de desponchado.
  Es posible que al recordar tantas "broncas", los viejos choferes y concesionarios dejen escapar algún suspiro, o una carcajada lo menos; tal vez una palabrota de buen peso, como desahogo de pasadas presiones.
  Prosigamos. Luego de hallar el orificio del percance, de reparar el daño, de acomodar la famosa corbata y volver a su lugar la cámara, venía el último y verdadero esfuerzo: inflar la llanta.
  Con una bomba manual que llegaba hasta las rodillas, el chango comenzaba la faena. Uno... dos... tres... treinta... ¡treinta y cinco bombazos a ritmo desesperado!
  Después entraba al quite el chofer; repetía el chango; volvía el chofer; se turnaban seis veces, ocho, diez; lo que fuera necesario, hasta que tanto el agotamiento como la presión de la llanta los vencían. Eran tiempos en que las llantas se compraban en Guadalajara; y como ya se mencionó: se carecía de talleres eléctricos, mecánicos y vulcanizadoras. Por tal razón, eran el chofer y el concesionario quienes debían resolver los imprevistos.
  Aunque dejar tirado el pasaje nunca fue el propósito, los percances sí alargaban con frecuencia el tiempo de los viajes. Sin embargo, era tan bien comprendido el riesgo cotidiano, que antes de lanzar alguna protesta los usuarios, esperaban con paciencia la compostura, o ayudaban echando ramas y piedras cuando de una atascada se trataba.
  Hasta hubo una anécdota extrema que, circulando de boca en boca entre los del gremio caminero, llegó al público. Alguna vez un chofer se vio tan comprometido (se dice), que al no tener parches ni pegamento para reparar la ponchadura, hizo lo menos pensado (hasta entonces) para resolver y seguir el viaje: rellenar de hierba la llanta. Se trataba de no quedarse tirado, y de no destrozar la rueda. Y así llegó a su destino; pero a vuelta de rueda.
  Los primeros concesionarios y los choferes de aquellas veteranas y difíciles rutas, eran respetuosos del rol de trabajo que tenían. Lo que sigue corresponde a ese orden; precedidos los operadores de su respectivo patrón permisionario:
  1) Francisco Flores Garay: Durante muchos años fueron sus operadores Ascensión Flores "Chon" y Jesús Ruiz Alegría.
  2) Alfonso García Gómez: Tuvo como operadores a un señor de nombre Catarino, a Higinio Sánchez y Chon Arellano.
  3) Isabel Flores Garay (Chabules): Los primeros trabajadores que tuvo, fueron Ignacio Flores "Nacho", y Anselmo Flores 'Chemo' (su hijo).
  4) Amador de la Torre Rodríguez: Los primeros operadores que fueron responsables de su corrida, se llamaron: Martín Topete y Francisco Morales.
  5) José Nuño Flores: Tuvo dos trabajadores: Francisco Nuño Flores y "Chabelo" Jáuregui Guzmán.
  6) Elpidio Flores Montes: Los primeros operadores de su corrida fueron Eladio Flores (su hijo), y César Flores (su sobrino).
  7) Tomás Arellano García: Los primeros choferes que tuvo fueron: Chon Arellano y Juan Orozco. Después lo apoyaron sus hijos Miguel y Luis Arellano Moreno (nuestro informante de esta gran historia).
  Aunque las rutas de aquellos años siguen siendo las mismas, ya no se recorren todos los días, ni con las viejas corridas. A raíz de que un seudo representante del pueblo, se sacó la lotería con la silla de máxima autoridad en el estado, "ocurrieron" cambios importantes para el gremio de transportistas. Dicho señor, promovió el "cuidado ecológico" del estado, cancelando concesiones a quienes trabajaban con unidades de modelo atrasado; pero al mismo tiempo, permisionó para nuevos transportistas, rutas cortas para combis; las cuales prestarían servicio más continuo y más cómodo. Esa fue la gran mentira: dotar al pueblo de un transporte nuevo, contínuo y cómodo, por cuestiones económicas y de interés público.
  Nunca dijo el empresario, "yo vendo carros; me conviene vender carros. Con la estrategia de la cancelación de viejas concesiones, y la creación del nuevo padrón de permisionarios, todos ganamos; principalmente yo". Esto no lo dijo el gobernante-empresario, pero así sucedió.
  De las siete concesiones que se mencionan, sólo quedaron dos: La de Antonio Nuño Flores, y la de Tomás Arellano García.
  Como testimonios del cambio siguen Juan, Luis y Miguel Arellano Moreno; así como Luis Nuño Lara y Enrique Flores Ruiz, recorriendo los caminos de las comunidades más apartadas y marginadas. Así es la guía de rutas actualizada:
  San Juan Bautista, Santa Fe, Mojocuautla (Las Juntas), Toponohuaxtla, Puerta de Platanares, Acatán de las Piñas, El Tigre, El Tambor, Cantón de Lozada, Pancho Villa, Pescadero, San Pedro Ixcatán, San Miguel del Zapote, El Maguey, Jesús María, Santa Teresa, San Juan Peyotán, Guasamota y la mismísima capital de Durango; pero esta plaza sólo tiene ruta los días jueves.
  Lo que sigue es resultado de una gestión taimada; la cual afectó económicamente a las mayorías, ayudó a unos cuantos, pero enriqueció más a uno solo: 1999-2005.
  Mientras las combis hacen recorridos cortos (como taxis), en las rutas que dejaron vacantes los concesionarios viejos, el pueblo sufre las consecuencias del mal gobierno, pagando más caro el servicio de transporte. En la actualidad del 2012, se pagan 20 pesos de pasaje, para ir de El Venado a Ruiz.

  Agradezco la información histórica de los permisionarios a mi amigo Luis Arellano Moreno, y aclaro a la vez, que los ajustes políticos y del costo del transporte comentados, son del autor de esta nota.