domingo, 30 de septiembre de 2012

Los aprietos

   A pesar de que la tierra era buena, de que el río tenía mucho alimento para la gente de los pueblos ribereños, y que aún el monte era pródigo en carne silvestre... cuando llegaban los males no había siembra, ni fruta o carne de venado que aliviaran las penas, las enfermedades o la misma pobreza de siempre.
   Los que tenían cuamil, se veían forzados a vender la cosecha "al tiempo" para sacar unos pesos; eso significaba, recibir adelantado el pago por la cosecha o parte de ella. Y eso tenía su precio. Por cada kilogramo de maíz que así se vendía, se entregaban dos a la hora de pagar.
   Los que vendían "al tiempo" lo hacían por necesidad, porque la enfermedad de un integrante de la familia exigía realizar un gasto con el dinero que no se tenía; y en esas ocasiones apremiantes, era cuando el campesino vendía de poco en poco y a mitad de precio el producto de su trabajo, cuando apenas andaba tirando la semilla de maíz.
   Por eso, nada más por eso, los deudores cumplían su compromiso de pagar, sonriendo amargamente al despedirse del prestamista; el gesto no era de agradecimiento, sino de reniego. Al establecer el compromiso económico aquellos hombres del campo, no necesitaban firmar ningún documento, ¿para qué?, si tenían la ocurrencia de no pagar, cerraban las posibilidades de los nuevos créditos. Pagaban, no porque fueran cumplidores, no; atrás del acto honrado estaba el temor de otro posible tropiezo en la salud y en la economía.
   Claro que tenía valor la palabra empeñada; en ella estaba centrada la economía, la seguridad de que en la próxima necesidad se recibiría apoyo. Era la palabra símbolo de honradez, de cumplimiento, de hombría; el que la empeñaba y cumplía, era visto como hombre cabal. Para él había consideraciones humanas. El día que de plano una desgracia derrumbaba su ánimo y caía en la desesperación, el mismo pueblo resolvía su apuro, igual que hicieron los mexicanos con sus joyas y sus animalitos, cuando el general Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo.
   Los dos o tres agiotistas que vivían de la necesidad de la gente, nunca tuvieron miedo de que alguien no pagara. Si por mera casualidad salía un "trácala", se corrían la voz para evitarse otro fraude; pero además, cobrando el cien por ciento de interés, lo que uno por ahí dejara de pagar, era cubierto por los que sí cumplían. El márgen de utilidad era tan alto, que un fraude no significaba un riesgo de caer en descapitalización.
   Como se ve, para ser pobre, sólo bastaba una enfermedad o que la familia pidiera los alimentos mínimos del día.
   Si se toma en cuenta que nunca de los nunca, los cuamileros han tenido créditos del gobierno, y que desde siempre han trabajado por su cuenta, es comprensible lo que aquí mal se relata. Sin haber un pago patronal de por medio, los campesinos administran su capacidad de crédito, pidiendo al prestamista escasamente lo que marca la "libreta del fiado" que usa el abarrotero para los comestibles.
   En la tienda no hay "pero" que valga: pagas o pagas. Si por alguna razón el deudor pinta para "transa", simplemente se le cierra el crédito y se deja la cuenta viva en el registro del comerciante. Todavía, cuando pasado el tiempo se cubra el adeudo, el cliente cargará con el estigma de la "trácala", con la desconfianza del fiador que le soltará menos mandado que antes, a cuenta del crédito. Debe quedar claro que, para cumplir en la tienda con el pago de cada semana, primero debe tenerse abierta la capacidad de crédito con el agiotista. A él, como si fuera patrón de albañil, hay que pedirle el "gasto" familiar cuantas veces llegue el fin de semana; todo en calidad de préstamo, desde luego, y a cuenta de la futura cosecha por supuesto.
   Por un lado, el tendero tiene razón al no fiar su producto en un plazo que vaya más allá de una semana; con el dinero que entra debe surtir el negocio. Por el otro, también el prestamista tiene razón: algo tiene que ganar por estar al pendiente de las necesidades de los vecinos; no está para regalar su dinero. Por qué no decirlo; también el jodido (fregado) tiene razón para estar como está. ¿A cuánto se reduce su salario, cuando vende a mitad de precio la cosecha?
   Pensando solamente en la venta que hace, a mitad de precio, ya tiene "para rato" si de vivir pobre se trata. Con lo poco que recibe, tiene para que mal coma su familia. ¿Y la ropa? ¿Y la salud? ¿Y la escuela obligatoria? ¿Y la mentada diversión de la familia?
   En aquellos tiempos... 1950 a 1970 (¿?), el campesino que sacaba 40 ó 60 cargas de maíz, era seguro que salía "tablas" con el prestamista; se debía esto a que, durante la época de la preparación de la tierra, siembra y levantamiento de la cosecha, nadie le pagaba un peso al campesino, por trabajar en lo propio.
   Sígame, lector, en estas fiestas de hambre tan famosas que viven los pobres de Nayarit, Puebla, Tlaxcala, Guerrero, Chiapas, Oaxaca, etc., etc., y etc.
   Afortunadamente "en donde está el diablo, está Dios". ¿Qué hubiera sido de aquellos que viéndose atacados por la enfermedad, y sin tener qué vender, no hubieran encontrado las manos amigas del doctor Odilón Barraza Lachica y del señor Clemente Salazar?
   Este par de hombres pensaban muy diferente de aquellos que se aprovechaban del dolor ajeno. No había desesperados que no conocieran la calidad humana que tenían. Era cosa de llegar, entregar el enfermo y decir:
   -Le traigo el enfermo... pero no tengo dinero.
   Entonces el doctor Odilón, sin dejar de atender al paciente, llanamente contestaba:
   -¿Y quién te está cobrando?
   Con la misma serenidad contestaba cuando alguien insistía.
   -¿No me oyó, "dotorcito"?, le dije que no traigo dinero.
   -Ya tendrás, no te preocupes.
   Pero una vez que llenaba la receta, volvían los temores y los lamentos.
   -¿Y con qué voy a comprar la medicina?
   -No te preocupes; ve a la farmacia y diles que vas de mi parte.
   Era cosa de llegar al negocio de don Clemente, para que luego de leer la nota, éste dijera:
   -Ah, que el doctor; no quiere hacerse rico.
   La verdad de este movimiento humanitario era, que si el doctor hacía una obra buena, fiando o regalando el servicio médico, también don Clemente cerraba los ojos para secundarlo en la acción. No había letras, ni contratos, ni amenazas de nada cuando le tendían la mano al necesitado. Cómo dejar de recordarlos, si gracias a ellos, muchos de los que ahora somos abuelos, les debemos la vida a estos dos hombres de buen corazón.
   Los campesinos no son perezosos, están contra la pared; son víctimas de la eterna "cuesta de enero", de la inevitable "cartera vencida"; son el "cinturón de la miseria" que no desaparecen con promesas ni demagogia sexenales. ¿En qué país no se conoce la pobreza?, ¿en qué país no es común el campesino, el obrero, el desempleado y los "ninis"?
   Al escribir lo anterior, pienso en la traición que se hace al pueblo mexicano con la Reforma Laboral, desde el estrado principal de la nación. ¿Volveremos a esos tiempos de hambre que vivieron nuestros padres y nuestros abuelos?
  

miércoles, 26 de septiembre de 2012

"Chuca" el chicharronero

   No estaría completa ni la intención siquiera de hacer esta breve crónica, sin la mención justa de tres hombres especiales; los cuales por su característica física y por su esmerado desempeño en campos laborales tan singulares, dejaron tras de sí un ejemplo claro, de que se puede sobrevivir aún llevando a cuestas la pesada cruz de la marginación y las limitaciones del cuerpo. Ellos son: "Chuca", don Zenón y Heliodoro "Chino" Espinoza. Hablemos de Chuca.
   Aunque propiamente no era viejo, preparar los chicharrones en el raso del sol a las once de la mañana, lo tenía disecado. Este hombre trabajó para don Víctor Casas, primero, y posteriormente para Matías, hijo de don Víctor.
   A eso de las diez de la mañana acomodaba las piedras del fogón, y después de asentar el caso sobre las rocas y la leña, procedía a avivar el fuego, dándose tiempo para echar dentro del enorme recipiente, la pedacería de carne que se convertiría en sabrosos chicharrones.
   Hablemos del chicharronero. Hay que imaginarlo sin camisa, de piel negra, requemada por el sol, pegada a las costillas como forro de tela sobre la armazón de un mueble de fierro o madera tosca. Estudiar anatomía en un cuerpo así, hubiera sido "pan comido" para los estudiantes menos avanzados en la carrera de medicina; pero bueno, el buen Chuca, carecía además de la gran mayoría de sus dientes y se veía forzado a mover la mandíbula cual rumiante. Sin ser anciano estaba encorvado, usaba sombrero de lona y grasoso, doblado por todos lados, debido a la necesidad de echarle aire al fogón. El caso es que por una y muchas razones, el dichoso sombrero, poco o nada lo protegía de los rayos quemantes del sol de medio día.
   Para su mala suerte siempre sucedía: ni una infeliz nube lo protegía del sol en su pedazo de cielo matutino. Lo que Dios le daba de luz solar, se le multiplicaba a la hora de batir y más batir con la pala, durante más de hora y media, mientras le daba vueltas al caso y a la fogata. Se le multiplicaban el sol y el calor, así como decía el cura de la parroquia, que las obras buenas que realizaban los hombres justos, Dios las premiaba con ciento por ciento.
   Con él, eso de que "Dios da el doble de lo que para otro se desea", fue incomprensible.
   Una de dos: alguna vez abrió la boca para caer en esa mala tentación de los malos deseos para el prójimo, o estaba pagando como justo la falta de otro pecador. Esto último es lo más probable que sucediera. El caso es que Chuca recibía mansamente el doble del calor merecido, sin deberla ni temerla.
   En la esquina contraria al molino de nixtamal, estaba la tienda de Manuel Guzmán; y era en la sombra que hacía el edificio en cuestión, donde a la media mañana instalaba mesa, leña, piedras y caso, según él suponía, escondido del sol.
   En ese lugar hacía su trabajo en silencio absoluto; como si fuera una máquina programada y enemigo de los parlanchines. Lo más que se le escuchaba cuando alguien lo importunaba en sus labores, era un pujido que podía ser un reniego, un sí o un no. Después de eso, seguía moviendo la mandíbula como si masticara chicle, aunque bien se sabía que no era chiclero ni tenía razón para jugar con la sospecha de la gente.
   Chuca desapareció. De su nombre de pila nadie supo. Si un día murió con esa edad que se le recuerda o se fue a vivir a otro lugar, no se supo. Tal exista rastro de tierra quemada en donde él ponía la fogata; tal vez llegue a descubrirse un día, que la tierra quedó salada con el tanto sudor que le escurría; pero eso será cuando alguien se proponga descubrir el sitio donde Chuca dejó su energía bajo los rayos de otro sol, pero igualmente bochornoso y quemante, al que nos vuelve su recuerdo.
   Este es ciertamente, un recuerdo que vuelve constante con el aroma de los chicharrones; un recuerdo que grita el sacrificio realizado por Chuca, para satisfacer al paladar de los clientes.

lunes, 24 de septiembre de 2012

La verdad oculta

   ¿Quién desea cumplir 15 años, pensando que su mundo color de rosa se volverá negro?
   ¿Quién desespera por ser mayor de edad, para gastar las energías en labores ajenas al placer?
   ¿Quién busca la jubilación, porque sueña en propiedad una fosa?
   ¡¿Quién?!
   A pesar de todo, se va la fantasía y deja al descubierto la veta de la realidad.
   A pesar de todo, el hombre se hace adulto y conoce la responsabilidad.
   Y la jubilación anhelada... muestra las páginas de la vida insospechada.
   ¡A pesar de todo!
   La vida dulce o amarga, es requisito de la muerte; nacer es comenzar a morir.
   ¿Por qué hay quien hace de la vida un suspiro?
   ¿Por qué hay quien acelera el paso para llegar a su final?
   ¿Por qué el derroche de energía... de paz?
   ¿Por qué?
   ¡Cuántos capullos mueren antes de ser flores!
   ¡Cuántas flores pierden el polen, en tempranos vendavales!
   ¿Por qué la maldita prisa de morir, de conocer la dicha y la tranquilidad en una fosa?
   ¿Por qué apurar el paso, si la muerte sola ha de llegar?

domingo, 23 de septiembre de 2012

Plaza de los Fundadores

   Hablemos de San Luis Potosí.
   Por su estructura arquitectónica, la Plaza de los Fundadores no impacta. Se trata de una explanada en donde se realizan actos cívicos importantes. Pudiera decirse que es una cancha deportiva; no lo es, claro, pero eso parece a simple vista.
   Ubicada sólo dos cuadras al poniente de la Plaza de Armas, sorprende que en lugar de un obelisco o algún monumento de especial presentación, los visitantes encuentren la dicha explanada desierta, y sobre ésta un estrado de cemento que adelanta el uso del espacio y un muro donde está el asta bandera y el nombre de la plaza.
   Precisamente, para mayor constancia de hechos, el día que la visité se realizaba oficial y públicamente la quema de una bandera nacional. El gobernador Marcelo de los Santos y un pequeño contingente de colaboradores, hacían acto de presencia ante una veintena de grupos escolares privilegiados, que asistían para presenciar y ser parte del evento cívico, pero también, para recibir en aquella ceremonia un estandarte de renuevo para las instituciones que representaban.
   De ese modo, conforme al estilo cómico de Cantinflas en su "Bolero de Raquel", mi esposa y yo nos vimos involucrados por primera vez, no sólo en una ceremonia cívica tan importante, sino también estrechando las manos de los funcionarios estatales y compartiendo como público selecto el estrado. Era notorio, demasiado notorio, que algún desacuerdo había entre el pueblo sanluisense y el representante oficial del estado, en ese periodo gubernamental.
   Estando pues, entre los funcionarios "lepes", pudimos ver que al poniente estaba el edificio Ipiña, obra arquitectónica hecha de cantera labrada y fachada admirable, que fuera construida por el ingeniero Octaviano Contreras, de 1903 a 1912, por encargo de su suegro José Encarnación Ipiña.
   Hacia el norte de la explanada, la Universidad Autónoma de San Luis, conserva en su muro frontal una cruz de piedra, que indica el lugar histórico y preciso donde se fundó la ciudad.
   Fue ahí, en esa ceremonia pública, en donde me enteré de que la ciudad tenía posibilidades de ser nominada Patrimonio Cultural de la Humanidad y que en breve llegarían los Visitadores que enviaba la UNESCO, para observar y calificar aquel Centro Histórico que aun estaba como candidato para tan digna mención.
   "Visitadores -me dije. Pronto tendremos una acción semejante a la que realizó Porfirio Díaz para celebrar el Centenario de la Independencia, afectando a la clase trabajadora que no puede darse el lujo de tener un día de descanso; porque si lo hace, no hay comida para la familia.
   Así fue "mesmamente"; así justamente pasó. A los pocos días desaparecieron paleteros, casetas de los boleros, limosneros, fotógrafos ambulantes, chicleros y franeleros; todos los hijos de la vecindad "se fueron". Hasta el único y pintoresco globero que se veía en la Plaza de los Fundadores, se perdió. Y si no pudieron trabajar quienes humilde pero honestamente se ganaban la vida, ¿qué podían esperar las sexoservidoras que rondaban el "callejón del amor" a dos cuadras de la Plaza de Armas, y las pobres mariposas que también revoloteaban a las puertas mismas de la catedral?
   Mientras una cuadrilla de trabajadores municipales se dedicaba a quitar los chicles y las manchas de las calles adoquinadas, había otra que resanaba, y aún otra de uniforme policiaco que cuidaba diariamente, día y noche, de que las "muchachas de la glotonería sexual", no se acercaran por esos rumbos que visitarían los Visitadores... perdonando el dislate narrativo, que no el social de Marcelo de los Santos. ¿No habría mejor propuesta para la clase marginada?
   La mácula social tiene años sobreviviendo en el Centro Histórico y... después del reconocimiento como Patrimonio Cultural de la Humanidad, todo volvió a la normalidad del disimulo oficial.

sábado, 22 de septiembre de 2012

El "Chino" Espinoza

   ¡Qué cosas pasan en la vida!
   Chuca no temía deshidratarse cuando se trataba de hacer chicharrones en el raso del sol; requemado y sude y sude, siempre cumplía con su labor. Don Zenón por su parte, dejó la churrera hasta que de plano el peso de los años agotó su corazón; y el "Chino"Espinoza, con la polilla de la edad encima y la ceguera total como pilón, nunca dejó de trabajar para ganar el pan de sus hijos Víctor y Albino. Desde luego, el de él mismo también.
   Jamás se vio en la necesidad de pedir caridad. Tampoco la ceguera le dio motivo para quedarse quieto; y ¡vaya!, igual que don Zenón se codeaba con el siglo. Fueron coetáneos, y tal vez lo único que los diferenciaba eran las trabas físicas; pues mientras que el uno era alto y la edad lo obligaba al arrastre de los pies, el Chino era chaparrito, invidente, y confiaba en su bastón para caminar con paso firme.
   ¡Qué voluntad tenía el Chino!
   Desde las tinieblas de su mundo brotaban fe y entusiasmo para ocuparse en algo, y así ganarse la vida; para cumplirle a su familia; y lo consiguió.
   Claro, pudiera decir alguien, el municipio le ayudó con el permiso para la venta de alcohol. Ese no es el punto. Ni siquiera se puede considerar que fuera la causa de que dos o tres fueran viciosos. El chiste es, fue y será, cómo atendió su negocio: llenando botellas de boca estrecha, y complementando la atención con extrema habilidad a la hora de recibir la paga con un billete.
   Vivía el "Chino", a una o dos casas al oriente del cine "Flores". El dueño de este negocio fue el señor Panchillo Flores; y era en este lugar (el cine), en donde allá por 1970, Ramón Fernández presentaba peleas formales de box.
   Volvamos al tema. Aunque la pieza que habitaba tenía puerta normal y una ventana de doble hoja por donde podía colarse buena luz al momento de abrir, él se empeñaba en mantener cerrado su pequeño mundo y, encima de eso, no bajarse los lentes oscuros, por los cuales se ganaba diarias y pesadas burlas de parte de los imprudentes clientes que lo frecuentaban.
   -Ponte los lentes, Chino -le decían-, no vaya a ser que hagas una tarugada por no ver lo que haces.
   El Chino se defendía con profundas y sinceras mentadas de madre. De ahí no pasaba. La verdad del caso era, que la luz no era necesaria para él. Tampoco le molestaba; y por alguna razón que apenas él sabía, se desempeñaba mejor en plena oscuridad.
   En eso de llenar "pachitas" (botellas de un cuarto de litro), "medias" o botellas de un libro, era un campeón. Ladeando el botellón especial que servía como depósito, hacía pasar por el centro de la boca, desde la primera hasta la última gota de licor a su nuevo envase. Una sola gota no echaba fuera de lugar. Y este hecho, también le granjeaba malos reconocimientos.
   -¡Ay, buey! -manifestaban los clientes que no le conocían tal habilidad-; si esta puntería hubieras tenido cuando joven, te hubieras llenado de hijos como de quelites.
   Eso de que, hasta el sonido le anunciara la llegada del alcohol al cuello de cada botella que llenaba, era un misterio incomprensible que despertaba el deseo de ponerlo a prueba a la hora de pagar. Muchos fueron los clientes que se dieron a la tarea de recortar papel de envolver, conforme al tamaño de los billetes, y fracasaron en la intención de hacer tonto al Chino.
   Otros utilizaron periódico, y lo mismo sucedió. Le ofrecían "gato por liebre" poniendo en sus manos billetes de baja denominación y exigiendo cambio de uno de más valor, y también se equivocaron. El Chino era un experto cuando se valía del sentido del tacto.
   Alguna vez alguien le preguntó:
   -Oye, Chino; y las monedas... ¿también las reconoces?
   -Saca tus cuentas -contestó.
   El Chino salía a la calle, en ocasiones, y caminaba apoyado en su bastón. Pero también se valía de pronto, del hombro de su hijo Albino. Así, cuando se topaba con algún maldoso, recibía la broma insana.
   -¿A dónde llevas a tu chamaco, Chino?
   -Él es el que me lleva, ¿qué no ves?
   La mordacidad de los comentarios nunca le faltó. Debido a la ceguera, desarrolló el sentido del tacto al nivel que se menciona; pero haciendo a un lado la extraordinaria habilidad, hay un punto a su favor que vale la pena rescatar.
   Cuando otros hombres se abaten por la falta de un pie, de una mano, del oído o la vista, el Chino sintió vergüenza de caer en la posible mendicidad y se esmeró, como se ve, en hacer una lucha que lo sacara del apuro; cosa que logró gracias a la voluntad que muchos le conocieron.
   Este comentario de David Cibrián (cliente esporádico), es un reconocimiento a su lección de vida; un tributo pequeño si se quiere, pero que es bien merecido, puesto que a pesar de la mucha edad y el impedimento que se menciona, trabajó hasta los últimos minutos de su vida para hacer de los hijos hombres de bien; enseñando que a la pobreza pueden sumarse otras calamidades, pero que la fuerza real de los hombres está en las ideas, esas que impulsan a luchar contra la adversidad.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Empleos del campo

   Experiencias formativas para los hijos de los campesinos.
   Ganar dinero suficiente para vivir con dignidad, es el sueño eterno; pero muy pocos fueron, hasta 1970 todavía, los que viviendo honradamente, alcanzaron la tranquilidad económica tan anhelada.
   Cuando el señor Pedro Rodríguez "Pelucas" fue sembrador de cacahuates, la chiquillada cruzaba el río San Pedro para ir a trabajar en su parcela. En la desgrana pagaba a veinte centavos la "medida", cuyo equivalente en español eran cinco litros de cacahuate.
   No se ganaba mucho porque abundaban los trabajadores; el empleo era más bien para niños, para principiantes en eso de "ladrarle a las tortillas" (gordas). Lo más que alguien podía desgranar eran diez medidas; y como se pagaba a veinte centavos, la mañana se iba por dos pesos. Cuánta diferencia había entre los veinte centavos que se recibían por la desgrana de una medida, y el botecito sardinero de cacahuates tostados, por el que se pagaba la misma cantidad.
   Otro de los trabajos de entrenamiento, era la desgrana de maíz. Si eran mazorcas de cuamil, resultaban más fácil de desgranar que las que se cosechaban en tierra plana (las parcelas de tierra plana se conocían como "veranos"). Pero fueran de cuamil o de verano, se pagaba a veinte centavos la "medida" desgranada.
   La razón de lo fácil o lo difícil estaba en la clase de maíz; eso era más que sabido. Mientras que en las montañas se cultivaba el híbrido, de grano blanco y fácil de desprenderse, en los veranos se usaba el planeño, que era más duro porque la semilla plana se aferraba con más fuerza al olote.
   Aunque los adultos llevaran su desgranadora hecha de olotes, no ganaban más de seis pesos. Los niños en cambio, cuando mucho ganaban un peso y se quedaban con las manos ampolladas; esto se debía a que realizaban la desgrana con las manos limpias, "a la brava".
   Lo bueno para las familias era, que si mandaban al desgrane a dos o tres niños, sacaban para comprar algo de alimento.
   Un poco mejor pagado era el corte de café. Sólo que para esto, se tenía que ir a los cerros, a encaramarse (subirse) en las matas para cortar bolitas chapeteadas. Uno de los preferidos como patrón era el señor Francisco Acosta, porque su cafetal estaba cerca, en los cerros del arroyo "Malpaso".
   Lo menos que un niño podía ganar, eran cuatro pesos; y como el gusto de la chiquillada era andar arriba de los árboles, se divertían y ganaban dinero al mismo tiempo.
   Con los mangos ya era diferente. Los buenos cortadores usaban gancho especial. Pero el trabajo que realizaban otros interesados, en los pocos árboles de su propiedad, no producía más de cuatro o cinco mil mangos, los cuales se vendían a treinta o cuarenta pesos el millar. Sin embargo, lo que era común al realizar esta faena, queda en la historia como juego; porque mientras que el esposo dirigía el gancho para alcanzar los racimos, la señora se auxiliaba con un niño, para cachar con una manta los mangos que se venían como piedras y sin rumbo fijo. Igual que se ve a los bomberos que salen en las películas de Cantinflas, así bailaban la señora y su hijo cuando corrían tras la fruta.
   Pero esta era la parte divertida; lo difícil estaba en el acarreo. Siendo los mangos sazones como rocas, lo más que un animal de carga podía llevar a cuestas, eran ochocientos en un viaje; cuatrocientos en cada costal. Quien le cargara la mano a la bestia, corría el riesgo de perder animal y fruta en un barranco. Los compradores locales de ese tiempo fueron: Isabel Carvajal y Francisco Acosta. Desde luego, también se aparecían los comerciantes zafreros haciéndole competencia a los locales.
   En el caso de la ciruela, no había mucho interés por parte de los cortadores. Había razón para ignorar la oferta de trabajo. Las características vidriosas (frágiles) de las ramas del ciruelo eran un riesgo, y además se debía tener una escalera apropiada. Al final de tan brevísima temporada, mucha fruta se perdía porque los dueños no alcanzaban a cosecharla. Su precio era igual al de los mangos, pero se vendían en jabas (rejas de tablillas).
   Para la muchachada "varejona" (adolescentes) no tenía importancia la pizca del cacahuate, las desgranadas, ni el corte de café o de mango; lo que le llamaba la atención eran las cargas de leña. Se iban al monte en parejas; porque a la hora de cargar al animal, el uno echaba la leña y el otro sostenía la rienda. Pero además, el de la rienda cuidaba que el tercio acomodado no se cayera durante la cargada.
   Su falta de interés en las otras actividades era comprensible. Sin ampollas en las manos y sin tanta competencia ni presiones, podían ganar los cinco pesos que valía la carga todavía en 1970... medio salario campesino de aquel tiempo.
   La actividad de los leñadores no era fácil. Por lo pronto, el viaje de ida y vuelta ya consumía tiempo; la cortada de los leños se convertía en el punto central y requería ser arisco, desconfiado. Las varas que estaban tendidas sobre la tierra, con cáscara o sin ella, tenían alacranes escondidos. Por eso, antes de partir cualquier lata, era obligado rasparla con el machete, limpiarla bien para no llevar a casa bichos peligrosos.
   De todas las ocupaciones propias de los hombres del campo, quizás la más representativa sea la que ha trascendido como "tarea". Es una actividad que compromete todo el día. Aunque la paga era de diez pesos en 1970 todavía, y alcanzaba ese dinero para que una familia mal se alimentara, no era fácil emplearse. Aparte, una cosa era limpiar milpa en el cuamil o en el verano, y otra muy distinta ir al platanar o al piñal. Mientras el cuamil y el verano inspiraban confianza porque lo más peligroso eran los alacranes, en el platanar se podían encontrar además, víboras al pie de los macollos de las matas o avispas trabadoras escondidas en las hojas del banano.
   En los piñales el riesgo era mayor. Se puede asegurar que el problema de las espinas era insignificante. Podía suceder, que después de la jornada, y aún de la cena, cuando se ofrecía el "sobame mujer", apareciera la molestia de la garrapata piñera, o no pasara nada. Pero eso sí, durante la jornada laboral era difícil no tener preocupación. Meter los pies en aquella hojarasca que hacía colchón hasta de treinta centímetros, hacía pensar muchas cosas. Un alacrán, un ciempiés, una tarántula o una víbora, eran posibles en aquella pudrición de hojas.
   Si el cansancio terminaba con las sobadas de espalda, podían recuperarse las energías; pero si alguna garrapata hacía de las suyas, se pegaba en la raíz de las pestañas o en los oídos; y de esto se venía la trasnochada del matrimonio. Porque los ácaros con punta de flecha, pegados en los rincones corporales que se mencionan, de verdad causaban problemas. Bueno, peor sucedía cuando se prendían de las partes nobles; triste experiencia por los diez pesos que se ganaban por una tarea de limpia.
   Estas eran las "ofertas" de empleo cuando lo máximo a ganar eran los diez pesos; y todavía el trabajo era eventual. Así estaban los tiempos de malos, cuando apareció la zafra del tabaco, en donde le pagaban 19 pesos al cortador, lo mismo al acarreador (burro), 21 al empacador y 24 al caporal o jefe de cuadrilla. Las cuadrillas se componían de quince trabajadores: un caporal, dos empacadores, cuatro burros y ocho cortadores.
   Aquello de que el machete "guaco" fuera para los piñales y los platanares, o que el "caguayán" para los veranos y la leña, no valía; para donde se fuera había que cargar con los dos machetes. ¡Y todo por no estudiar!
   La formación de cada campesino en el trabajo, comenzaba, como ya lo vimos, desde la más tierna infancia. Los niños se adiestraban en las duras tareas del campo, acumulando conocimiento como si fueran los adquiridos en las aulas de una escuela, para pasar de un grado a otro. Con esto se quiere decir, que quien aprendía la pizca de cacahuate, pasaba a la desgrana del maíz híbrido y del planeño, sin olvidar la lección pasada.
   Ir creciendo en experiencia, significaba retener lo vivido en cada etapa formativa, junto con las mejores técnicas de trabajo. Así por ejemplo, si en las primeras desgranas los niños conocían las ampollas, después aprenderían no sólo a utilizar la piedra o el trozo de madera, sino aún a usar la rueda de olotes como desgranadora. Y manejar este implemento, ya era como la presunción de saber hacerlo para ganar más sin sufrir las ampollas de los novatos.
   El corte de café, mangos, aguacates y ciruelas, ofrecían la posibilidad de nuevas experiencias y nuevos retos. No sólo se trataba de ganar más, sino de aplicar la malicia para conocer los riesgos y las posibilidades de éxito en la empresa. Llegado el momento de ser el responsable de cosechar, también se debía conocer la resistencia de la bestia de carga y cómo cargar los costales de fruta.
   No era casualidad entonces, que la muchachada se inclinara por las cargas de leña. El desarrollo de las habilidades implicaba ejercicios apropiados en cada etapa de la vida. Un leñador conocía los riesgos que había en las cáscaras de la madera muerta, sabía cómo hacer la carga, pero, por necio e inverosímil que parezca, hasta la distancia que había para ir a la leña, tenía sentido para los leñadores. El regreso era sobreentendido para las dos de la tarde, aproximadamente.
   Si la tarde caía y el trabajador no aparecía, era indicio de que algo malo había sucedido. Aquí es donde las preocupaciones hacían decir: "si nomás fue a la leña, tu; ya sabe que no puede llegar más tarde".
   Y es que para hacer ese negocio, no era necesario llevar bastimento. Se llevaba el bule del agua, dos machetes o uno por lo menos; pero nunca la talega del bastimento. ¿Cómo podía el hombre llegar al oscurecer, si nomás iba por unos leños?
   "Empleos del campo" tiene en sí, una mera connotación informativa que pretende señalar los inicios rústicos de los campesinos, y el nivel de riesgos que conocen cuando al fin son adultos.
   Quede esta crónica, como un mensaje de pesar y reconocimiento para todos aquellos trabajadores que suspiran por estar en la tierra "de las oportunidades", pero también, por los que allá en la distancia de cientos y miles de kilómetros, lloran por volver a la patria olvidada.

Miedo a la pobreza

   Nadie sabe los brincos que se han de dar en la vida, ni donde rodando habrá de llegar. Narcisa Tapia Rangel tuvo miedo a la pobreza y prácticamente huyó de ella. Se casó con Emeterio Montoya cuando ya era una mujer hecha y derecha; tenía veinticuatro años.
   Hemos de recordar -antes de proseguir-, que en los viejos tiempos las muchachas se iban con el novio en cuanto cumplían trece o catorce años; se casaban al llegar a la estatura y peso mínimo para recibir la semilla de la humanidad.
   Al año siguiente pues, hizo viaje junto con su esposo a Ciudad Obregón (1941); encuentran una región agrícola en prosperidad y ponen una tienda. Cuando al año siguiente son alcanzados por su hermana Carmen, recién casada ésta con Vicente Ortega, deciden poner una tortillería a un costado de la tienda y, así, contando con ayuda extra nació "La Sultana del Norte" por la calle "6 de Abril" y callejón Ecuador.
   En 1970, doña Narcisa tuvo la idea de invitar a su paisano Salvador Echeverría a que organizara una pastorela y la presentara en la capilla de Guadalupe para ese diciembre de 1970. El padre Esparza estaba de acuerdo, los ensayos podían hacerse en el patio de la casa y, por los pasajes no había problema, su esposo Emeterio apoyaba el proyecto. De este modo fue, cómo a partir del mes de noviembre, el barrio que se menciona adelantó el espíritu navideño de esa temporada de dicha, bajo la atenta mirada de don Salvador y de su esposa Julia Mercado.
   Todo marchó bien desde 1941 a 1972, año en que los movimientos económicos del país y la muerte inesperada de don Emeterio, trajeron cambios radicales. Narcisa cerró los negocios, vendió una casa, luego la otra, y a pesar de la lucha por sobrevivir con dignidad valiéndose de su propio esfuerzo, fue agobiada por las deudas contraídas con anterioridad.
   Igual que los viajeros recién llegados son portadores de noticias frescas, así los ancianos llevan en la memoria el retrato de otro mundo. Escucharlos cuando no se está capacitado, puede ser un martirio sólo comparable al sentimiento del mal estudiante que se siente frustrado dentro del aula; sin embargo, las historias de las personas privilegiadas como doña Narcisa y doña Carmen Tapia, son interesantes y enlazan su vivencia a la de gente más joven, permitiendo con ello hacer un recuento desde principios del siglo XX. Este hecho es el que quisiéramos rescatar. La voz de estas hermanas nos pone frente al pasado, cual si apenas ayer sus ojos hubieran atrapado las imágenes; escuchemos.
   -Yo nací -dice doña Narcisa- un ocho de noviembre de 1916, y ella (su hermana Carmen) el veintisiete de febrero de 1922.
   Al momento de entablar conversación queda evidente el desamparo que las cobija. El hogar es una casita de renta que consta de sala (convertida en dormitorio), recámara y cocina; las tres pequeñas piezas están en línea recta. A la hora de amesarse, se bloquea el tráfico en la cocina, donde la despensa guarda los escasos productos que reciben de los vecinos.
   No es necesario preguntar sobre la condición física de las hermanas, cuando se ve a la mayor moviéndose con dificultad en una andadera. Narcisa tiene ya noventa años y, alzándole un poco la voz se puede llevar una plática regular con ella; en cuanto a la vista pasa lo mismo. Agrandando los trazos de la escritura, ella puede leer. Carmen casi es igual de afortunada. Tiene lucidez de pensamiento, buena vista conforme a su edad (85 años), pero ya está sorda y tiene a su cuidado una hija (Rosa) que padece síndrome de Down. Ella es la causa de los sonidos guturales que se escuchan. La hija enferma que ya tiene sesenta años y que en alguna ocasión un médico le auguró quince años de vida solamente, pudo haber sido el sostén de las dos ancianas, pero en tales condiciones más la consideran como una penitencia llevada con resignación.
   -¿Cómo llegaron a esta ciudad? -pregunto, intentando romper el apretujamiento del corazón con el desvío de la voz y el pensamiento, puesto que la mirada no evita el cuadro doloroso.
   -Yo nací en El Venado en 1916, mi madre tenía un comedor a donde llegaban los trabajadores de la mina. Cuando ya andaba por los quince o dieciséis años, mi padre nos llevó a Santiago Ixcuintla; no quería que me quedara con algún pobretón. Geño Cibrián me mandaba cartitas; y hasta Cuín el jorobadito me seguía por todas partes. Decía mi mamá: no le hagas caso a ningún huerterp, hija; no te van a mantener con fruta todo el año.
   "Allí en Santiago me casé en 1940 con Emeterio que iba de Chilapa; luego, por la recomendación de un amigo de mi esposo, fue como llegamos a Obregón y pusimos una tienda. En 1942 se vino Carmen, también casada. Ella tuvo dos hijos: Javier y Rosa. Yo no tuve familia porque mi marido era estéril; y aquí estamos".
   Mientras Narcisa habla, Carmen le observa los labios. Por su mirada se comprende que va al tanto de lo que se dice. El Javier que sale en la conversación, es el hijo mayor de Carmen. Él fue quien las llevó a vivir en una casa de la colonia Campestre de Ciudad Obregón, un lugar amplio y bonito; pero les cayó de nuevo la mala suerte. Una embolia severa hizo que Javier dependiera de sus propios hijos, y fueron ellos los que decidieron dejarlas en esa casita de renta donde recuerdan sus vivencias. El remate del infortunio vino con la diabetes que le acaeció a Javier; entonces sí, las hermanas quedaron a la deriva.
   Yo sé que hay un vacío de esperanza llenado por la frustración.
   -Hubo un tiempo -dice Narcisa-, en que la renta fue de trescientos pesos, pero luego que el casero nos vio en estas condiciones de pobreza, nos la dejó en ciento cincuenta. Nos asustamos cuando murió el dueño, pensando en lo que pasaría; pero vino el hijo y nos prometió que todo iba a seguir igual, que con ese dinero de la renta él se encargaría de pagar el agua.
   -Bueno -dije-, por la renta y el agua ya no nos preocupamos, pero ¿y la comida?, ¿con qué la compramos?
   -La profesora Lupita nos trae doscientos pesos cada quince días -respondió Narcisa.
   Seguramente las hermanas Tapia adivinaron lo que aquél su paisano imprudente estaba por preguntar, porque ahondaron más en la información. "Javier no puede ayudarnos; los nietos apenas viven; lo poquito que los hijos pueden hacer, lo hacen por su papá".
    -¿Se acuerda usted doña Narcisa, de una epidemia que hubo en El Venado?
   -A mí no me tocó -responde-, pero mi papá decía que la fiebre amarilla arrasó con todo; que mucha gente viva todavía, fue enterrada para que no contagiara.
   -Oiga, y cambiando un poco, ¿usted conoció el zapote que estaba en el patio de la casa de Geño Cibrián?
   -Sí, David; pero no era zapote, era zapotillo.
   La seguridad en la respuesta no quedaría sólo en el nombre de los árboles. Doña Narcisa acomoda sus manos como si en ellas tuviera una toronja, y aclara:
   -El zapote da un fruto de este tamaño; en cambio el zapotillo, apenas echa una fruta amarilla que es poco más grande que una ciruela.
   El zapotillo fruto tiene la forma de una nuez, pero es un poco más grande; su color amarillo es vivo, tirando más al anaranjado; en cambio el fruto del zapote, va al amarillo pastel, deslavado, pálido. Yo lo sabía; pero escuchar esto de labios de doña Narcisa, era otra cosa.
   -Pues ha de saber, que adentro de ese zapotillo o lo que haya sido, Geño, el que le mandaba cartitas, encontró un guardadito de monedas de oro; era dinero antiguo.
   A punto estaba de contarle el triste fin del tesoro, cuando me interrumpió con un inesperado "no me tocaba", a la vez que yo pensaba en los incomprensibles acontecimientos. Doña Narcisa huyó de la pobreza, y lúcida, muy lúcida vino a dar a ella, justo cuando carecía de energía para luchar. Geño por su parte, tuvo el placer de soñar otra vida que no fuera la del pobre, al lado de su esposa Chuy Acosta, aunque de ahí no pasó.
   Dejé que doña Narcisa echara un suspiro, que compartiera con su hermana una mirada de clara decepción. No quise darle otro motivo de frustración con la historia total de aquel tesoro, y entré de lleno a las preguntas biográficas.
   Jesús Tapia Guzmán fue su papá. Era hermano de Amado y Matías. Este don Jesús conoció cuatro hijos: Narcisa, Francisca, Carmen y Alejandro. Narcisa todavía lamenta la muerte de Francisca en alumbramiento, cuando a los veinte o veintiún años, el fruto que le venía en parto le arrancó la vida. Amado Tapia, hermano de su papá, tuvo un hijo de nombre Jesús, el cual era sordo y se dedicaba a la alfarería; vivía cerca de la laguna "chacuanera" y fue vecino de Geño.
   De otra parte, su mamá fue Rosa Rangel, quien tuvo una hermana de nombre Isabel y un hermano llamado Gregorio, como único hombre de la familia. Cuenta doña Narcisa, que su mamá llegó de Colima y su papá de Talpa; que se conocieron en El Zopilote, donde estaba la mina, y que ahí se casaron; luego se bajaron a vivir en El Venado.
   Entre recuerdos nostálgicos sigue contando que conoció en El Zopilote a don Abundio Lamas y en El Venado a don José Solís, igual que a los ricos de ese tiempo: don Hilarión Quintero, Antonio Manzano y José Solís. "De mi tiempo recuerdo a Salvador Echeverría; era hijo de María de la Rosa. Él ensayaba la pastorela de todos los años. Tenía dos hermanos de nombre Carmen y Jesús; este Jesús nunca se casó porque... bueno, no le gustaban las mujeres".
   En 1932, cuando Narcisa tenía quince años, sus papás se fueron a vivir a Santiago, ya lo dijimos. El temor de don Jesús Tapia Guzmán queda claro en las tantas veces que repite: "no eres carne de puerco, para que te atores en cualquier gancho". De quince o dieciséis años pues, dejó El Venado doña Narcisa. Conoció la juventud de otra gente. Recuerda a un "Chabules" Flores, a Paulina Casas y su hermano Víctor. "Todos éramos jovencitos" -dice-. Al mencionar a Pancho Flores, hermano de "Chabules", agrega: era el matancero que cada ocho días vendía carne de res o de venado.
   Al llegar a este punto se detiene, y es ella la que pregunta por segunda ocasión.
   -¿Saben por qué se llama El Venado, nuestro pueblo?
   Carmen y yo nos miramos. Imagino la espesa vegetación de aquellos tiempos, la abundancia de chichalacas, tejones y venados; estoy a punto de contestar, o lo hago... no lo sé; cuando ella rompe el silencio.
   -Les cuento -dice-. Por toda la calle principal, allá arriba, frente a la casa de las Briseño, vivían don José Ramírez y su esposa Marciala, papás de María, Luz y Esther.; pues ahí cerca de unos mangos, había un tepetate que tenía grabada la figura de un venado que estaba echado y con las manitas dobladas... según supe en aquellos años, por eso el pueblo se llama El Venado.
   Una cosa queda cierta con el testimonio de doña Narcisa. Su papá vivió de cerca la epidemia de la fiebre amarilla; el estilo español de los techos aleronados en la calle principal que semejan el caso de una hacienda, evidencian la posible huida de unos habitantes y la posterior ocupación por nuevos y temerarios inquilinos. La historia del zapote cobra vigencia; vuelven los recuerdos de otras realidades, de temores pasados, donde la pobreza daba consejos y sugería cautela antes de tomar pareja. Finalmente se ve la estupefacción ante los años y la suerte venida, el sufrimiento que se vive con impotencia cual nefasta cirugía de estatus económico, realizada sin anestesia.
   Doña Narcisa y su hermana Carmen murieron en el año 2010, siendo huéspedes del asilo San Vicente, después de haber sobrevivido durante muchos años, al amparo de la caridad de los vecinos, en su último domicilio de Ciudad Obregón, Sonora. La primera falleció en el primer mes del año, y la segunda meses depués. Rosita, perdida en su inocencia, siguió con el deseo de escapar del asilo para ir a su casita; pero ahora buscando a su mamá y a la tía. Las paredes del asilo parecieran ser para ella, las rejas de una prisión que le impiden encontrar la libertad, el cálido abrazo de una madre, y el íntimo abrigo de un hogar.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

¡¡Conozco la pobreza!!

   Hace tiempo... cosa de dos o tres años tal vez, un hombre... de esos que llaman de congreso, me sorprendió cuando dijo: "a mí no me cuentan de la pobreza..."
   ¡Ah! -pensé-, un funcionario que sale del mundo de la miseria, donde el llanto, el hambre y el dolor van de la mano todos los días, debe ser diferente a los que no asisten a las reuniones; mejor todavía, que esos que saben congelar iniciativas importantes para el pueblo, o que saben de marrullerías y fastidiar con palabras altisonantes a los que no piensan igual que ellos.
   No voy a negarlo, sentí de pronto como si hubiera dicho "siéntate"; y me senté, me senté esperanzado frente al televisor, anhelando una palabra de aliento.
   "Les decía -oí decir-, a mí nadie me cuenta de la pobreza. ¿Y saben por qué?, porque yo la conocí en su más cruda manifestación..." Ah -me dije-, sabe lo que es despertar en las mañanas porque duele el vientre, no por saludar al nuevo día.
   Cómo hubiera yo querido presumir el pasado ominoso, hablar con la energía de aquel hombre, y mover enfáticamente el dedo índice como él, sólo para decir "a mí... a mí"; y moverlo también hacia los lados, cual manecilla de metrónomo en ritmo lento, o badajo de campana pueblerina anunciando duelo... para decir "no".
   Pero no; yo no estaba para presumir la pobreza, yo conocía la maldita pobreza en el cuerpo, en la mesa, en el recibo aquel de la luz que puntualmente llegaba, antes del corte acostumbrado; desde el nacimiento mismo la conocía, cuando a dale y dale succionando el pecho de mi madre, también le succionaba la vida, mientras ella con su llanto escurriente me daba sin saberlo, alimento rebajado.
   Sentado frente al televisor, esperaba del funcionario exitoso la noticia alentadora que mitigara el dolor de mis hijos; que sacudiera por un día siquiera la zozobra de mi hogar, de mi familia.
   Como eco de mi propio pensamiento, siguió su arenga: "yo la conocí, la tuve de frente, real y amenazante; la conocí cuando fui director de Solidaridad, responsable de los recur... ¡clic!
   El chasquido interrumpió la declaración. Una vez más habían cortado la luz por falta de pago; una vez más me consolaría hablando con resentimiento:
   -Mientras no nos falte alimento y salud... no hay problema.
   Me levanté, dejé el asiento. Llevar la pobreza en el alma como una desesperación constante, como un grito de terror en los oídos, no era lo mismo que ser funcionario y mirar desde la cómoda oficina, el hambre y la desgracia del hermano. Yo... yo sí conocía la pobreza. Aquél hombre de la pantalla no. Por más que gesticulara y moviera el dedo con pasión, también era funcionario.
  

lunes, 17 de septiembre de 2012

MON

   SI se pudiera candidatear a una persona por sobresalir en el empeño de ser pobre, esa persona elegida sería Mon. Reunía características propias de la obstinación silenciosa. Dándole buena cara al mal tiempo, parecía que un sabio pensamiento le indicaba que el rudo trabajo de las montañas, no era lo suyo. Poe eso, seguramente por eso, era bolero en donde todo el mundo usaba huaraches de correas. Mientras que otros hombres le hacían frente a las tareas, a las cargas de leña o al corte de lo que fuera, por tal de ganar cinco o diez pesos, él se aferraba al cajón de las boleadas.
   Pasarían muchos años, para que al pueblo llegara doña Quina con su bolsa de fayuca, ofreciendo ropa y zapatos a crédito, dejando la tranquilidad del caserón que tenía en Ruiz, para así, con todos sus años y la buena intención de ganarse la vida en el comercio ambulante, recorrer las callecitas del pueblo en domingo.
   ¿Quién era Mon?
   Observándolo bien, se descubría que no era nativo; adoptivo sí, pero nativo no. Caminaba dando grandes zancadas, igual que si anduviera midiendo tareas; pero lo hacía como un juguete eléctrico. Los empujones que se daba en cada paso, más tenían qué ver con el baile de robot que llegaría tiempo después, que con el andar de los humanos.
   En El Venado de aquel tiempo, nadie se preocupó en saber si llegó de Zacatecas o Durango. Tampoco fue importante saber si su nombre era Ramón o Filemón; bastaba al pueblo la palabra "Mon", para saber de quién se trataba. Dentro de lo conocido, sólo estaba la seguridad de que había llegado con su hermano Carlos; lo mismo que su residencia por los rumbos de El Cerrito, de donde salía todos los días a temprana hora, para cumplir su rol social y darle con su presencia al corredor de la tienda de Necho, un toque de especial utilidad.
   Se instalaba en el medio trecho del corredor, en donde los choferes viejos tenían improvisada la terminal de las "corridas". En ese lugar, "Chon" y "Pillo" Flores bajaban el pasaje; también "Chabules", Tomás Arellano y los hermanos Nuño.
   Con el tiempo, la necesidad de cambiar la estafeta a las manos más fuertes y descansadas, hizo que los choferes viejos dejaran la responsabilidad del volante a los hijos. Fue así que aparecieron los nuevos Arellano, "Chemo" (hijo de Chabules), Layo (hijo de Pillo Flores), y Chabelo Guzmán como empleado.
   Aunque esta nueva generación de choferes siguió estacionando por algún tiempo, en donde lo habían hecho los viejos, finalmente se recorrieron diez metros atrás, hacia el poniente; frente al negocio de Manuel Guzmán, que se conformaba de tienda de abarrotes y restaurante. Pero volvamos al tema central.
   En la época de los choferes viejos, la razón por la cual Mon se instalaba en aquel lugar, quedó clara: ahí bajaba el pasaje. Prácticamente le caían del cielo los posibles clientes; pero ¡oh, suerte!, todos calzando huaraches. Con paciencia de santo, él permanecía quieto, mirando los pies de los pasajeros que saltaban a tierra, con la esperanza de que uno solo de tantos apareciera con zapatos, para preguntarle: ¿una boleada?
   Mon ya pasaba del medio siglo de vida, en 1970. Cuando se ponía en pie quedaba encorvado, acusando algún problema en los riñones, o la consecuencia misma de permanecer sentado durante muchas horas en el banco.
   Tenía perfil de hombre público; el ideal se diría: sonriente y comedido.
   Nunca sabía gran cosa de aquello que lo comprometía, o que no fuera de su incumbencia. No era amigo al nivel de la confidencia, pero tampoco enemigo. El carácter bonachón no le granjeaba más amigos, pero tampoco enemistades. Su silencio era en realidad más coraza que solidaridad. De algún modo se advertía en él una discreción interesada, que no servía ni para bien ni para mal.
   Nunca renunció al oficio, a su puesto de trabajo; nunca hizo huelga o se quejó del salario bajo; nunca renegó por la falta de clientes o abundancia de huaraches, pero todos los días tenía su alimento que consumía, en su lugar de trabajo... ahí en el corredor de la tienda de Necho.
   Él, Mon, sonreía cuando alguien insinuaba que don Zenón el churrero, era más trabajador y más fuerte que él. Y esa sonrisa no significaba aceptación ni acuse de una ofensa; era simplemente un gesto impreciso, con el cual quedaba bien ante cualquier circunstancia.
   Mon estaba y no estaba en el lugar de los hechos cuando se ofrecía, porque tenía en la sonrisa y la palabra, la singular habilidad de no comprometerse. Además, mientras que otros con menos de un mal gesto como pretexto, se "enchilaban", él escapaba de las malas situaciones con palabras amables y acertadas en la sana convivencia. En sí, no era de "mecha corta".
   Se antoja sublime el carácter bonachón de Mon, si se considera como es la idiosincrasia de las gentes violentas. Pudo ser prototipo del buen guía espiritual, del evangelizador. Si guardó la distancia entre los vecinos más remilgosos, ¿qué no hubiera hecho por defender el secreto de confesión y por fomentar la armonía entre los prójimos? Quienes lo conocieron habrán de recordar que con nadie se metía; aunque no faltaban los incómodos que le buscaban un reniego, lo menos.
   Tenía palabras mágicas que tranquilizaban, que ahuyentaban las malas intenciones. Jamás echó mano de cuchillo, pistola, piedra o palo, para agredir o siquiera espantar al beligerante. Era en sí, un hombre de paz que vivía del escaso producto de su trabajo; siempre dispuesto para estar, literalmente a los pies del vecino.
   Aquí lo recordamos neutral frente a los conflictos, indiferente también a los efectos de la maldita pobreza.

jueves, 6 de septiembre de 2012

La sangre de Atotonilco

   Alguna vez, caminando por la callecita principal de Atotonilco, escuché que mi guía ocasional soltaba un lamento a la vez que suspiraba. "Pobre Atotonilco -soltó-. Cuando se habla de esta vieja hacienda, se dice que fue el camino que siguió el Ejército Insurgente; que fue de aquí, de esta humilde parroquia que es vestigio de épocas de bonanza, de donde el cura Hidalgo tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe. No se sabe más, salvo que dicho estandarte se encontraba cerca de la pila bautismal.
   ¡Qué cruel resulta la historia cuando es lineal, cuando se aparta de la tragedia sangrienta que sufren los héroes anónimos llamados contingente... masa humana... populacho!
   Y es que, cuando se dice "guerra", se entiende que hay una lucha de exterminio, en donde cada uno de los contrincantes sobra para el otro, en este mundo; que la muerte llega como una consecuencia natural... pero "guerra" y "muerte" son palabras huecas que no conmueven; nada dicen de la tragedia que significa ser parte involuntaria del movimiento y sufrir en carne propia la herida, la mutilación y el proceso de morir lentamente o de un tiro en la frente.
   "¿Qué le falta a la historia para ser justa?" -pregunté, haciendo alarde de ignorancia.
   Le falta precisar el sufrimiento de los seres que pierden la vida; ayunarlos de salud, de felicidad; de alimento, de agua... de oxígeno; y en cambio llenarlos de dolor hasta el hartazgo, hasta verlos desfallecer sin aliento para quejarse de nada, ni siquiera para esbozar un rictus de dolor. Esa historia que no hace héroes, sino huérfanos y viudas y pueblos fantasmales; esa historia que no trae gloria sino desgracia... es la que debiera exhibirse ante los países belicosos, para que conozcan el fruto de su "arte", de la superioridad estúpida, de su "valentía".
   Aquí, en este Atotonilco silenciado, donde corren los vientos que prometen vida, ya no hay pechos donde puedan guarecerse; ni siquiera para inflamarlos de la vana esperanza de progreso.
   Un día, después de que hubieron pasado las huestes del Padre de la Patria, bendecidos por la Reina de los mexicanos, también se llevaron a los padres y esposos que anhelaban la libertad que 300 años atrás les había sido arrebatada; sólo iban los hombres que podían luchar por el sagrado derecho de la libertad, llevando en la mano palos, ondas, y la escasa herramienta de trabajo que poseían.
   Se fueron los fuertes, los valientes que ofrendaban desde ya la propia vida. Atrás, en este caserío de silencio que lastima, quedaron los ancianos de lerdo caminar, las madres compungidas, los niños inocentes... inermes, vulnerables, ignorantes de la sed de sangre que movía al ejército realista. ¿Qué podían temer los indefensos ancianos? ¿Qué más podía mortificar el corazón de las madres, que la ausencia de los hijos o el esposo? ¿Qué podían esperar los inocentes niños de pecho, hijos de la esclavitud?...
   Aquí, en este Atotonilco enlutecido, el ejército de carrera que formara el temible Calleja en San Luis Potosí, se cubrió de gloria en su primera victoria, dejando la huella escarmentadora cuando iba tras los insurrectos.
   Uno por uno... hombres y mujeres fueron degollados por los fieros criollos y peninsulares, que así protegían la ínsula lejana de Fernando VII. Ancianos, mujeres, niños, todos de mano y pecho limpios, derramaron su sangre de héroes anónimos, antes que los mismos insurgentes de "línea" que llegaron a la Alhóndiga de Granaditas; fue la misma que corrió por estas callecitas sombrías que hoy recorremos.
   Esta carta de presentación fue la misma que recibieron miles de mexicanos, del héroe español llamado Félix María Calleja. Y sin embargo, ante el sanguinario Iturbide que durante su infancia se divirtiera cortándole las patas a las gallinas, sólo por verlas caminar en los muñones, el futuro Virrey Calleja, fue principiante en la barbarie.
   Después de vaciar la sangre inocente de los cuerpos, y hacer que corriera por la pendiente como agua de lluvia, el ejército triunfante, sin tener una baja qué lamentar, se dedicó a regar sal sobre la savia humana ya seca, con el deseo vehemente de que jamás brotara en aquel lugar, la semilla de la libertad.
   Este episodio que sabe a leyenda, tristemente no se escucha en las aulas, donde miles de niños y jóvenes pudieran conocer que la guerra es sinónimo de sufrimiento, no fábrica de héroes donde locos y enfermos de poder desconocen lo que es la humanidad y la justicia.