domingo, 28 de octubre de 2012

Milagroso préstamo

   Lidia sí sacó cuentas, cuando le preguntó a Roberto por los años que tenían de casados. Habían pasado dieciocho. Su hijo mayor apenas pasaba los dieciséis de edad. Los partos, repetidos año con año, pronto le hicieron sentir que en lugar de hijos paría problemas, hambre, necesidad; y se quedó mirando las camas de los retoños.
   Así como la mesa era de carrizos, también las camas. Miró el techo. Vio palma, más carrizo, algún agujero que ya pedía reparación y, abajo, la tierra que diario pisaba, era de francas hondonadas y elevaciones cubiertas de filosas rocas. El chiname que servía de pared en su jacal, estaba hecho de varas y carrizo.
   Inconscientemente volvió la mirada al rincón que se hacía detrás del metate y del comal. Cerró los ojos. Recordó las veces que había llorado con cada manecer. Los rayos matutinos del sol, como lanzas, habían herido su corazón. Luego su hijo mayor, aquel niño de apenas hablar, preguntando: ¿qué vamos a comer?
   Cómo podría olvidar el día que sintió deseos de estrangularlo, para que ya no se preocupara por los alimentos. "¿Qué vamos a comer?" -había preguntado-. Y ella, en aquel ánimo asesino que la invadía, tuvo la fuerza necesaria para cambiar el dictado de la desesperación.
   -¡Ay, hijo!, ¿para qué te levantas? -pronunció.
   Y un ángel vino en su ayuda seguramente, porque en lugar de buscar el cuello de su niño, se oyó preguntando:
   -¿Haces un mandado, hijo?
   La sonrisa dulce que tenía para su niño al hacer la pregunta, se chorreó de llanto.
   -¿Por qué lloras, mamá? -dijo el pequeño.
   -No lloro, hijo; el humo me molesta -se defendió. Pero a pesar de la negativa, la pregunta de su niño se repetía en su cabeza como un eco perpetuo, incesante, que aceleraba el ritmo de su corazón.
   -¿Quieres hacer un mandado? -repitió, olvidando que aquella palabra era desconocida para el niño. Y el pequeño sólo acató a mirar el rostro de su madre; hasta que ella modificó la pregunta.
   -Busca a don Jesús, el de doña Cirila; dile que me preste cinco pesos.
   ¡Ah, tiempo de penas! El niño, de cuatro años de edad, echó a correr y volvió con una mala respuesta.
   -Dice que no tiene -anunció.
   -Entonces dile a don Emilio; corre.
   El niño, su pequeño Ángel, voló de nuevo y volvió milagrosamente con cinco pesos en la mano.
   Eso había pasado en la primera vez de los apuros. Después la vida se volvería más amable. El billete prestado resolvía el problema económico de cada amanecer. No era mucho dinero, pero aquella Lidia amorosa y desesperada, ya no lloraba; su hijo, al despertar, hacía suyo el problema y la solución, apagando el dolor y el hambre de su familia, sin saberlo siquiera.
   Un año, otro y otro fue lo mismo. De verdad, su Ángel la había rescatado de muchos malos pensamientos.
   ¿Qué eran los cinco pesos en especie?
   Apenas servían para comprar un jitomate, una cebolla, medio kilo de frijol, otro tanto de azúcar y un huevo para la torta que terminaba en caldo; no más. Al medio día ya eran seguros los frijoles caldudos, y por la noche el café.
   En época de lluvias había verdolagas, alguna vez elotes, y tamales, pero también días peores en la dieta. Con "burritos" de sal, que no eran otra cosa que tortillas recién hechas, bañadas en agua de sal, se espantaba el hambre. Luego estaba el "viacrucis" que no tenía comparación: cuando los niños comían guajes o cortaban las hojas tiernas de los ciruelos, para comerlas aderezadas con sal. Qué realidad tan amarga era aquella, cuando los niños hacían su comedero en las ramas de los árboles.
   Los pensamientos de Lidia se espantaron con la salida del sol. A dieciocho años de distancia de las terribles experiencias de hambruna, ahí estaba, pensando en la nueva promesa de bienestar, que silenciosa parecía venir de la tierra quemada donde su marido sembraría el cuamil. ¿En dónde estará Roberto a esta hora? -se dijo. ¿Arrancándole esperanzas a la montaña?

lunes, 22 de octubre de 2012

La cárcel

   En San Luis Potosí, el andador que inicia en la Plaza de Armas, tiene una distancia semejante a la que hay desde la catedral metropolitana al Hospicio Cabañas, en Guadalajara, Jalisco.
   Con esto se quiere decir a los amantes de la historia, que la distancia es mínima, para quien busque el monumento regional de la rebelión social, a la cual incitara Francisco I. Madero en su Plan de San Luis, en 1910.
   Después de hacer un alto en la esquina de referencia cardinal donde se ostenta el nombre de Agustín de Iturbide, y que lo mismo pudiera decir Hernán Cortés, Ignacio Elizondo que Félix María Calleja sin merecimiento alguno de los mexicanos, mi esposa y yo seguimos la ruta sur con decisión. El extremo opuesto del andador nos mostró una fachada carcelaria ya vista en fotografía.
   Delante de nosotros quedó al fin, la cárcel municipal donde Madero fue preso por "conato de rebelión y ultraje a las autoridades" y, donde según cuenta la historia regional, hizo el famoso Plan de San Luis, antes de escapar hacia los Estados Unidos. Los torreones que hay laterales a la puerta de entrada, y los muros de cantera labrada, hacen una fachada extraordinaria que llevan a pensar en un castillo. Y eso es realmente; un castillo especial para los opositores del régimen de Díaz. ¿Quién si no él, podía callar para siempre a unos enemigos con la muerte, y silenciar a otros con encierro o destierro?
   Ahí estaba pues, el monumento de la paz porfiriana, escondiendo su negra historia bajo el nuevo emblema social: Centro de las Artes de San Luis Potosí Centenario (CASLPC).
   Sin embargo, cien años atrás, el centro penitenciario fue emblemático de la política dictatorial. Inaugurado el 5 de mayo de 1890 como flamante centro carcelario moderno, dejó de ser tal hasta 1999. A la par, el también mal llamado Palacio de Lecumberri, abrió sus puertas a los opositores del dictador, el 29 de septiembre de 1900; las Islas Marías se convirtieron en colonia penitenciaria en 1905; y el Manicomio General de la Castañeda terminó siendo cárcel, después de los festejos centenarios de la Independencia.
   Al entrar al edificio los visitantes (20 personas), encontramos una explanada en hondonada que no hacía sospechar las tragedias humanas del pasado. Pero siguiendo la ruta al oriente, cruzamos otra puerta y doblamos hacia la derecha para desembocar en el temible "corredor de la muerte". Este corredor, limitado hacia la calle por una barda de 12 metros de altura, y por una pared al interior del mismo alto, hizo preguntar:
   -¿Por qué lo llaman así?
   "Bueno -respondió el guía-, la barda tiene un ancho de tres metros donde rondaban los guardias, y un cimiento de piedra y cemento con seis metros de profundidad; la otra pared es el techo de una sección de celdas. Arriba estaban los vigilantes con órdenes de tirar a matar a quien se dejara mirar en este despoblado sin autorización. Como ven, se trata de un lugar sin techo, son ocho metros de ancho, no hay puertas de escape ni nada que sirva de parapeto. El reo que llegaba a este sitio, moría por las balas que le llovían".
   Saliendo del corredor (casi acribillados), entramos a un lugar que resultó pintoresco e inapropiado. El escenario que descubrimos parecía plaza pública; había un jardín, tenía bancas, y una torre se alzaba como obelisco. El guía no esperó a que le preguntaran algo sobre el singular escenario.
   -Esa es la torre de control. Si observan bien, desde ahí se pueden vigilar todos los pasillos que resultan de las ocho secciones de celdas. En 1900, este conjunto de torre panóptica y secciones circundantes eran lo moderno en centros penitenciarios; México, gracias al general Porfirio Díaz, fue pionero en la aplicación de estas medidas carcelarias. Argentina, Colombia, Ecuador, España, Perú, Venezuela y Bolivia, también adoptaron este modelo de prisión, moderna en 1900. Diez años después de inaugurarse esta cárcel, se abrieron las puertas del Palacio de Lecumberri; ahí estuvo preso Francisco Villa y fueron asesinados en su parte posterior, el Presidente Francisco I. Madero y el Vicepresidente José María Pino Suárez.
   "Vengan" -dijo nuestro guía, arrancándonos de la meditación-. Nos llevó por un pasillo que permitía mirar las celdas de dos metros y medio de ancho y cinco de largo, donde el régimen porfirista confinaba de 10 a 20 reos. De pronto nos detuvo y dijo: "esta es la celda donde estuvo Francisco I. Madero; aquí hizo el Plan de San Luis". Era la celda número 4 que pudimos haber encontrado, si en lugar de doblar a la derecha para conocer el "corredor de la muerte", al llegar, hubiéramos seguido en línea recta rumbo a las celdas.

domingo, 14 de octubre de 2012

Doña Berna

   DE haber estudiado historia, doña Berna hubiera tenido que abrir muy pocos libros. Tres aspectos relevantes de nuestro pasado fueron los únicos que, por decirlo así, quedaron lejos de su nacimiento: La época Prehispánica, Historia de la Conquista de la Nueva España y la Guerra de Independencia.
   Nacida posiblemente en 1855, ella misma fue historia. Como se podrá dar cuenta el buen lector, vivió durante los años gloriosos de don Benito Juárez. Seguramente supo de forma oportuna, cuando el Benemérito ocupó la silla presidencial y luchó junto a sus correligionarios, por establecer para el país las Leyes de Reforma.
   Siendo niña, alguien debe haberle contado de la Intervención Francesa y del triunfo del ejército mexicano en aquel memorable combate del 5 de Mayo de 1862; también debió conocer algo sobre el Emperador Maximiliano de Habsburgo y la Emperatriz Carlota, así como del fusilamiento internacionalmente conocido, y ocurrido el 19 de junio de 1867, en el Cerro de las Campanas.
   Después, yendo a la par de su tiempo juvenil, tal vez haya escuchado con días o meses de diferencia, algo relacionado con la toma de poder del general Porfirio Díaz, hijo de Petrona Mori, ocurrida en 1876. Claro... con más razón debió saber cómo fue la política nefanda del militar; un dictador que duró tantos años en la primera silla del país, fastidiando al pueblo, no podía pasar desapercibido.
   Y si pudo haber conocido los hechos históricos de su país, que de forma natural a los intereses de aquella sociedad se fueron presentando, con más razón debió enterarse de la peste ocurrida en 1883; porque afectó al territorio donde ella nació y creció, y donde finalmente moriría en edad muy, pero muy avanzada.
   La fiebre amarilla, que así fuera conocida, curiosamente no sería recordada por haberse llevado al más allá a cientos de familias, no; más bien seguiría presente en la memoria del pueblo, por haber terminado con la vida de una artista mexicana de fama internacional, cuyo nombre fue Ángela Peralta, a quien se reconocía en el mundo de la ópera como "El ruiseñor mexicano".
   Ella, la internacional cantante de ópera, la que siendo una joven de veinte años de edad, le cantara a la pareja imperial mexicana en 1865, murió el 30 de agosto de 1883, en Mazatlán, Sinaloa, México, víctima de la fiebre amarilla.
   ¿Cómo fue doña Berna, ganándole años a la vida?
   Fue un misterio. Pero se puede creer que sus padres conocían muy bien las propiedades de la herbolaria regional; que no era un secreto para ellos, que los retoños del granado servían para que los niños dejaran de hacer verde las necesidades, y que los problemas estomacales desaparecían con té de hierbabuena con estafiate.
   La lista de los remedios caseros era larga en los últimos años del siglo XIX, el que ella conoció de niña, luego siendo joven, y estando recién casada. Y se benefició de los efectos curativos seguramente; no se duda. En carne propia debió saber los efectos del epazote, para acabar con las lombrices; debió haber tomado también, el té de guayaba o yerba de la mula para la infección estomacal. Igual debió conocer los baños de asiento que se hacían con pelos de elote, para curar el mal de orín; y las hojas del capomo en té también, que tan bueno fuera para hacer que las mujeres recién paridas, dieran leche suficiente para las crías.
   En toda la etapa de su niñez y juventud, ¿quién podía asegurar que no le hubieran curado los golpes, con emplastos de la yerba llamada "pajarito"?
   Volviendo a la parte histórica, se puede creer que nunca ignoró los hechos de la Revolución Mexicana; ni que este movimiento se iniciara con la intención de derrocar al dictador Porfirio Díaz. Los años de vida le dieron tiempo suficiente, para que se enterara todavía de la Guerra de los Cristeros; también de lo acontecido en el Maximato, cuando el que mandaba "vivía enfrente"; y finalmente, parecería que su existencia matusalenera, debía terminar con los gritos lemáticos de la juventud, ¡dos de octubre no se olvida!
   Pero vayamos al principio del fin. Muertos los padres y abandonada de los hijos, y envuelta en la vorágine de la modernidad del siglo XX, la edad le impidió salir a buscar las hierbas que necesitaba para curar los achaques de la vejez. Los nuevos tiempos le anunciaban la emulsión de Scott, el aceite de hígado de bacalao, la pomada de La Campana, y un reconstituyente de nombre Hemostyl. Estos mejunjes de las nuevas generaciones, ya no entraron en su conciencia, ya no supo para qué servían; cayó por la gracia de Dios, en la etapa infantil y dependiente, propia de la senectud; sin poder curar sus males por mano propia con los remedios tradicionales que conocía.
   Como para morir todos los pretextos son buenos, y ella sin saberlo ya andaba como agua para chocolate, la oportunidad de saludar al Señor se le presentó inofensiva.
   Todo su malestar fue un desgano: había amanecido sin apetito. Probando apenas los alimentos, sobrevivió una semana sin que la fatalidad la alcanzara. Pero alguien de la familia, seguramente bien intencionado, descubrió que doña Berna apenas picaba los alimentos; y se dio a la tarea de buscar un remedio que le alborotara el hambre. Y lo encontró, preguntando allá y aquí entre los hijos que la viejecita había traído al mundo.
   Sin embargo, y sin desearlo, el consejo familiar que buscara la salud de la ancianita, paradójicamente se volvió jurado que sentenciaba a su propia madre, a sufrir la muerte por envenenamiento.
   Todos habían coincidido en comprarle a la progenitora, un reconstituyente. Sí, una simple botellita de Hemostyl que sería suficiente para rescatarla del marasmo.
   La publicidad que el vulgo repetía, decía: "Para la falta de energía, Hemostyl"; "para la falta de apetito, Hemostyl". Y eso le llevaron a doña Berna, confiando en que seguiría las indicaciones pertinentes al tomarlo. No contaron con la imprudencia propia de la edad senil, que le aconsejaría ingerir el medicamento conforme al horario y cantidad que fuera de su voluntad.
   La dejaron sola con su decisión, frente al envase que remediaría su pequeño malestar. Una cucharadita antes de cada alimento sería suficiente para que recobrara las energías y el ánimo; pero los hechos sucedieron de forma muy distinta. "Si una cucharadita es buena, se dijo doña Berna, ¿qué milagros no hará toda la botella?" Y se la empinó; sólo para caer en el acto, con los ojos desorbitados, la boca muy abierta, y las vías respiratorias obstruidas, víctima del sofoco provocado por el alcohol que contenía el Hemostyl. Tenía doña Berna 115 años, cuando tomó la fatal determinación de aliviarse en un tris.
   Había pasado inadvertida en el pueblito donde los hijos crecieron, pero a partir de su repentina muerte, se hizo famosa; muy famosa. Al grado se diría, de que los nietos que ya le pisan las barbas a las nueve décadas de vida, aún recuerdan la desgracia anecdótica y la cuentan a sus nietos y bisnietos, como un bálsamo que mitiga el dolor de la familia.