martes, 23 de abril de 2013

Tiempo de inocencia

   ¡Qué rápido pasa el tiempo!
   Cuatro décadas hace que vagaron como ánimas en pena por las calles de Rosario Tesopaco, seis hombres y una mujer, cargando su propia desgracia de inocencia acumulada.
   Antes y después de 1973 fueron ampliamente conocidos. Pero... ¿qué es la inocencia?
   La respuesta simple, eufemística, sería: falta de conciencia. Sin embargo, las personas afectadas por la falta de conciencia, llevan sobre sí el peso de una desgracia mayor a lo que significa la falta de intelecto. Al no sufrir por lo que se llamaría "mal presente", y no mortificarse por lo que sucederá el día de mañana, se dan tiempo para sonreírle a la vida, para admirar la belleza... pero dejan en manos de una madre y los hermanos, el dolor y las amarguras que no sospechan siquiera, cuando se echan a la calle sin preocupación alguna.
   Cuántas veces los ojillos que se apostaban como vigilantes en las famosas ventanillas mironas, sólo vieron pasar en horas de la tarde dormilona, a los protagonistas de la inocencia, de la vigilia, del insomnio vespertino que los mantenía despiertos y ambulantes.
   En la terminal vieja, siempre estuvo José María "Choro", dispuesto para cumplir los mandados desde el amanecer. Que "ve a las tortillas"; que "apúrale por la carne"; que "ya te estás yendo por el azúcar"... "ah, y cuidadito y te quedes por ahí", se escuchaba decir a doña Luz Olea, mamá del "Choro". Y José María, hombrón de casi dos metros de altura y cuarenta años de vida, respondía: "Ya voy amá", o "Ay, amá; cómo crees... ni que fuera chamaco". Lo cierto es que él era el "morrongo" de su mamá.
   Otro hombre que vivía en la terminal vieja, era "Mani", cuñado de doña Luz. Tenía menos estatura, pero estaba más cargado de años. La edad y los males ya lo obligaban al arrastre de los pies, cuando iba de un lugar a otro en la casa que fue su hogar. Su hermano Óscar Gracia, esposo de doña Luz Olea, se divertía cuando escuchaba de él la única palabra inteligible que pronunciaba: "Monita".
   Carente del intelecto como bendición de Dios y la propia naturaleza, tenía como vocabulario una serie de pujidos incomprensibles y la esporádica sonrisa, que anunciaba la interpretación de pocas ideas. Pero cuando una muchacha bajaba del camión sierreño y llegaba a tomar agua, había que ver cómo se le iluminaban las pupilas, haciendo que los jugadores de paco y los cafeceros preguntaran: "¿Cómo la ves, Mani?"...
   -"Monita", respondía.
   Aquella pregunta, aquella respuesta, y la carcajada de la concurrencia que en estruendosa manifestación de alegría se daba luego, hacía que la joven mirara al impertinente, sólo para que en su rostro se dibujaran estados de ánimo distintos: molestia, asombro, placer.
   -No'mbre, señorita -se escuchaba luego-; está inocente, pero cómo sabe de belleza.
   Mientras que esto sucedía en la terminal, "Chavita" Hadar pasaba las horas en el taller mecánico de la familia; ubicado éste al poniente del pueblo. Pero una vez que se cansaba de estar en aquel sitio, se iba a la casa por la calle Juárez o la Álvaro Obregón, como si llevara la idea de irse para Cedros. Chavita, joven todavía, descansaba de la rutina cuando recogía pelotas o bates para el equipo de béisbol de Rosario; pero esto era exclusividad de los días domingos, cuando había juegos.
   Debido a la incapacidad mental que le vino seguramente de una enfermedad, no pudo estudiar; el problema de salud que había tenido en la infancia tierna, también le impedía desarrollar alguna actividad laboral o deportiva. Sin embargo, era entusiasta y asistía como ayudante al equipo "Vaqueros", cada vez que había juego de béisbol.
   Otro personaje conocido de los rosarenses era Enrique "De Cedros". Cuando se aparecía con su voz tronante, hacía quedar mal a quienes se decían orgullosos nativos de Sonora sólo porque hablaban fuerte; porque aquello que se platicaba en una esquina, se escuchaba en la siguiente.
   Para Enrique, los presumidos hablaban en secreto. Su voz llegaba clara no sólo a la siguiente esquina. Era tan fuerte su hablar, que a dos y tres cuadras se escuchaba lo que decía; y aún espantaba a la chiquillada que corría temerosa, sospechando en los gritos amenazantes la violencia de Enrique. Siendo de buena estatura, 1.80 tal vez, de tez roja y todo él rebosante de salud física, hablaba incoherente y pasaba el tiempo vagando en las calles.
   Qué distinto se miraba Ventura Amparano; un desdichado inocente que sabía de buenos modos y reconocía los hogares donde le daban alimento. Su sitio predilecto era la puerta de la casona familiar de la profesora Dolores Valle. Cuando ella salía para decir "qué pasó, Ventura", siempre recibía la misma respuesta: "tú no; la muchacha". Y cuando la "muchacha" se aparecía, él decía en su seco y lacónico hablar: "un taco; quiero un taco".
   Aquella muchacha, que no era otra más que la joven profesora María Rita Valle, se daba la vuelta, hacía dos o tres tacos, se los entregaba y... En muchas ocasiones Ventura comía sentado en la banqueta, o bajo la sombra del árbol de la fortuna que estaba a un lado de la puerta, por tal de seguir cerca de la muchacha; en otras, se iba simplemente sin decir adiós ni gracias. Ah, pero si alguien que no fuera de su simpatía se le atravesaba, abría su mano izquierda, separaba el dedo pulgar lo más que podía, unía piel a piel los cuatro restantes, y... a través de la abertura preparada, con el dedo índice de la mano derecha disparaba: "¡chinga tu madre; chinga tu madre!"
   Quienes alguna vez habían recibido el "amable" saludo de Ventura, tenían en "Vitoriano" una sombra venturosa de paz o experimentaban el escalofrío más estremecedor. Eso era realmente Vitoriano; una sombra que diariamente deambulaba sin hablar, sin levantar la mirada más de la cuenta, sin mirar más allá de su destino inmediato; aquella sombra taciturna, de paso lento y edad avanzada, donde ponía la vista plantaba el pie.
   La gente podía mirarlo llevando una carretilla de leña o carbón, pero también espantando las moscas que lo seguían, procurando las manchas de la sangre fresca de su ropa. Por más que sensatamente se pensara que cargaba en la ropa el rastro de un trabajo honesto, su mirar adusto, su andar solitario, su estampa en sí, inspiraba otros sentimientos. ¿Por qué no se cambiaba la ropa, después de ayudar a los tablajeros?
   Otra persona que vivía en franco desamparo, era doña Petra Villegas. Ella, de edad avanzada, solitaria, trabajadora como Vitoriano, también vagaba por las calles de Rosario Tesopaco empujando una carretilla. Movía en ella carbón, leña, comestibles, y daba la impresión en ocasiones, de que aquella herramienta de trabajo, aún estando vacía, pesaba por los mitos que a la dueña le adjudicaban. Tanto era así, que los niños le temían y preferían mirarla de lejos.
   Dos versiones opuestas había en su pasado. La primera era jocosa, divertida. Se refería ésta a su etapa de trabajadora, a su vida como restaurantera. Se decía que: "Muy allá, cuando los camioneros le dejaban clientes todos los días, y que no se daba abasto para atenderlos, que era muy... bueno, ¿qué podía hacer ella sola para darle atención a tanto comensal?
   "Un día, un cliente se quejó del mal servicio. -Petra, le dijo, hay una cucaracha en el caldo que me serviste. Y Petra, solícita y amable, fue hacia el cliente, se asomó dentro del plato, aceptó la situación y tranquilizó al hombre diciendo: Mira nomás... y tantas que le quité".
   Pero ese era el lado amable en la vida de doña Petra. No era ese el motivo por el que los niños le temían.
   Corriendo como rumores insanos, no se ignoraban los amores que le habían dado fruto en su pasada juventud. El mito comenzaba: "No se niega, Petra era muy trabajadora; y también guapa. Pero la primera vez que se enamoró, pronto descubrió que el embarazo era un estorbo para su trabajo. Se dio cuenta también de que el niño que venía no le convenía. ¿Qué iba a ser de su restaurante?, ¿de qué iba a vivir?
   "Todos los clientes la miraron gorda, sin dejar de trabajar. Después, de un día para otro la vieron flaca, recién aliviada; ¿y qué se pensó si no?... Alguien le cuidaba la cría. Pero enamorada que era de la vida, volvió a embarazarse y los clientes la vieron engordar de nueva cuenta; y se repitió la historia. Apareció flaca el día sospechado, no guardó cuarentena, y se volvió a pensar que alguien le cuidaba la criatura.
   "Un año, luego otro y otro, siempre lo mismo; gorda, flaca, trabajando; los niños que podían ser ocho, diez o doce... nadie los conocía; nunca nadie dijo: conozco uno. Tampoco los padres respectivos supieron dar cuenta de nada. Hasta que al fin se corrió el rumor de que los cuerpecitos de los niños recién nacidos, habían aparecido en la fosa de la letrina que ella tenía en el patio".
   Sin embargo, aunque la gente aseguraba como cierta la versión de los infanticidios, doña Petra, la Petra de siempre seguía ahí, trabajando para ganarse los alimentos del día; pero ahora cansada, sin el restaurante, sin los años mozos, sin marido y sin hijos, se le miraba ir detrás de la carretilla, cargando con la mala fama que le dieron los vecinos del pueblo, sin darse cuenta de los temores que inspiraba entre la chiquillada.
   Ella, José María "Choro", Chavita Hadar, Enrique "De Cedros", Ventura Amparano, Mani Gracia y Vitoriano, tenían la desventura en común; el negro destino, el triste presente, parecían darles el aire taciturno e indiferente de los desvalidos. Desde aquí, en la lejanía de los cuarenta años transcurridos, ¿quién se habrá preguntado siquiera una vez, sobre las preocupaciones de los padres y los hermanos de ellos, que tal vez desearon vivir más años para protegerlos en el tiempo de su inocencia?

Trabajo presentado en el suplemento cultural de DIARIO del YAQUI, el 24 de marzo del 2013.

miércoles, 17 de abril de 2013

Ya no soy campesino

  Ya no soy campesino.
  Pero... ¿cómo explicar que vengo de allá
  donde anónimos viven aún
  los hombres que con ruda voz
  sembraron en mi corazón la milpa?

  ¿Cómo decir en la ciudad culta
  que la faz rústica del paria,
  se ilumina de felicidad
  cuando empuña la coa
  para abrir la madre tierra
  donde siembra la esperanza?
 
  El botánico no entiende
  lo que es fuera de ciencia;
  el hombre citadino sabe de la masa,
  y piensa en dinero quien la vende,
  pero ignoran los pechos que se inflaman
  al mirar la semilla que germina.

  Allá en la montaña milenaria
  está la historia de la milpa.
  Allá la vi abriendo su alborada,
  buscando el cielo, su horizonte.
  La tierna hoja embajadora de la vida
  hizo huella en mi pecho campesino.

  Qué orgullosa la caña estiraba;
  ¡cañejote allá en el campo!
  Qué alegres se mecían hojas esmeraldas;
  ¡tazol allá en el campo!
  Y luego espiga, corona de reina,
  pregonera del jilote.

  Así la vi.
  La milpa siempre reina me dio su tierno elote.
  Después, en vejez prematura,
  vencida por tiempo incorruptible,
  la chala humilló el cuerpo
  repitiéndose ofrenda milagrosa.

  Y pasados angustiosos meses,
  desde que rústicos maestros
  hicieran cama para el grano,
  gloriosa llegaba la cosecha.
  Arrale, desmonte, quema,
  hacíanse recuerdos muy lejanos.

  ¡Cómo gritar que soy otro!
  Que siendo hombre de campo
  me nacen suspiros añorantes
  y sufre desterrado el corazón
  al oir de mi hacha canto repetido
  cual mancuerna de mazorca semillera.

  Allá en las montañas milenarias
  donde aves jubilosas parloteaban
  donde limo y brisa hermanaban,
  asoma para el mundo diario sol.
  Allá duermen los recuerdos...
  del joven campesino que yo fui.

  Trabajo dedicado a los esforzados campesinos
  del mundo; en cualesquier aldea donde se
  encuentren. Jueves 1 de marzo del 2012;
  22:00