domingo, 14 de octubre de 2012

Doña Berna

   DE haber estudiado historia, doña Berna hubiera tenido que abrir muy pocos libros. Tres aspectos relevantes de nuestro pasado fueron los únicos que, por decirlo así, quedaron lejos de su nacimiento: La época Prehispánica, Historia de la Conquista de la Nueva España y la Guerra de Independencia.
   Nacida posiblemente en 1855, ella misma fue historia. Como se podrá dar cuenta el buen lector, vivió durante los años gloriosos de don Benito Juárez. Seguramente supo de forma oportuna, cuando el Benemérito ocupó la silla presidencial y luchó junto a sus correligionarios, por establecer para el país las Leyes de Reforma.
   Siendo niña, alguien debe haberle contado de la Intervención Francesa y del triunfo del ejército mexicano en aquel memorable combate del 5 de Mayo de 1862; también debió conocer algo sobre el Emperador Maximiliano de Habsburgo y la Emperatriz Carlota, así como del fusilamiento internacionalmente conocido, y ocurrido el 19 de junio de 1867, en el Cerro de las Campanas.
   Después, yendo a la par de su tiempo juvenil, tal vez haya escuchado con días o meses de diferencia, algo relacionado con la toma de poder del general Porfirio Díaz, hijo de Petrona Mori, ocurrida en 1876. Claro... con más razón debió saber cómo fue la política nefanda del militar; un dictador que duró tantos años en la primera silla del país, fastidiando al pueblo, no podía pasar desapercibido.
   Y si pudo haber conocido los hechos históricos de su país, que de forma natural a los intereses de aquella sociedad se fueron presentando, con más razón debió enterarse de la peste ocurrida en 1883; porque afectó al territorio donde ella nació y creció, y donde finalmente moriría en edad muy, pero muy avanzada.
   La fiebre amarilla, que así fuera conocida, curiosamente no sería recordada por haberse llevado al más allá a cientos de familias, no; más bien seguiría presente en la memoria del pueblo, por haber terminado con la vida de una artista mexicana de fama internacional, cuyo nombre fue Ángela Peralta, a quien se reconocía en el mundo de la ópera como "El ruiseñor mexicano".
   Ella, la internacional cantante de ópera, la que siendo una joven de veinte años de edad, le cantara a la pareja imperial mexicana en 1865, murió el 30 de agosto de 1883, en Mazatlán, Sinaloa, México, víctima de la fiebre amarilla.
   ¿Cómo fue doña Berna, ganándole años a la vida?
   Fue un misterio. Pero se puede creer que sus padres conocían muy bien las propiedades de la herbolaria regional; que no era un secreto para ellos, que los retoños del granado servían para que los niños dejaran de hacer verde las necesidades, y que los problemas estomacales desaparecían con té de hierbabuena con estafiate.
   La lista de los remedios caseros era larga en los últimos años del siglo XIX, el que ella conoció de niña, luego siendo joven, y estando recién casada. Y se benefició de los efectos curativos seguramente; no se duda. En carne propia debió saber los efectos del epazote, para acabar con las lombrices; debió haber tomado también, el té de guayaba o yerba de la mula para la infección estomacal. Igual debió conocer los baños de asiento que se hacían con pelos de elote, para curar el mal de orín; y las hojas del capomo en té también, que tan bueno fuera para hacer que las mujeres recién paridas, dieran leche suficiente para las crías.
   En toda la etapa de su niñez y juventud, ¿quién podía asegurar que no le hubieran curado los golpes, con emplastos de la yerba llamada "pajarito"?
   Volviendo a la parte histórica, se puede creer que nunca ignoró los hechos de la Revolución Mexicana; ni que este movimiento se iniciara con la intención de derrocar al dictador Porfirio Díaz. Los años de vida le dieron tiempo suficiente, para que se enterara todavía de la Guerra de los Cristeros; también de lo acontecido en el Maximato, cuando el que mandaba "vivía enfrente"; y finalmente, parecería que su existencia matusalenera, debía terminar con los gritos lemáticos de la juventud, ¡dos de octubre no se olvida!
   Pero vayamos al principio del fin. Muertos los padres y abandonada de los hijos, y envuelta en la vorágine de la modernidad del siglo XX, la edad le impidió salir a buscar las hierbas que necesitaba para curar los achaques de la vejez. Los nuevos tiempos le anunciaban la emulsión de Scott, el aceite de hígado de bacalao, la pomada de La Campana, y un reconstituyente de nombre Hemostyl. Estos mejunjes de las nuevas generaciones, ya no entraron en su conciencia, ya no supo para qué servían; cayó por la gracia de Dios, en la etapa infantil y dependiente, propia de la senectud; sin poder curar sus males por mano propia con los remedios tradicionales que conocía.
   Como para morir todos los pretextos son buenos, y ella sin saberlo ya andaba como agua para chocolate, la oportunidad de saludar al Señor se le presentó inofensiva.
   Todo su malestar fue un desgano: había amanecido sin apetito. Probando apenas los alimentos, sobrevivió una semana sin que la fatalidad la alcanzara. Pero alguien de la familia, seguramente bien intencionado, descubrió que doña Berna apenas picaba los alimentos; y se dio a la tarea de buscar un remedio que le alborotara el hambre. Y lo encontró, preguntando allá y aquí entre los hijos que la viejecita había traído al mundo.
   Sin embargo, y sin desearlo, el consejo familiar que buscara la salud de la ancianita, paradójicamente se volvió jurado que sentenciaba a su propia madre, a sufrir la muerte por envenenamiento.
   Todos habían coincidido en comprarle a la progenitora, un reconstituyente. Sí, una simple botellita de Hemostyl que sería suficiente para rescatarla del marasmo.
   La publicidad que el vulgo repetía, decía: "Para la falta de energía, Hemostyl"; "para la falta de apetito, Hemostyl". Y eso le llevaron a doña Berna, confiando en que seguiría las indicaciones pertinentes al tomarlo. No contaron con la imprudencia propia de la edad senil, que le aconsejaría ingerir el medicamento conforme al horario y cantidad que fuera de su voluntad.
   La dejaron sola con su decisión, frente al envase que remediaría su pequeño malestar. Una cucharadita antes de cada alimento sería suficiente para que recobrara las energías y el ánimo; pero los hechos sucedieron de forma muy distinta. "Si una cucharadita es buena, se dijo doña Berna, ¿qué milagros no hará toda la botella?" Y se la empinó; sólo para caer en el acto, con los ojos desorbitados, la boca muy abierta, y las vías respiratorias obstruidas, víctima del sofoco provocado por el alcohol que contenía el Hemostyl. Tenía doña Berna 115 años, cuando tomó la fatal determinación de aliviarse en un tris.
   Había pasado inadvertida en el pueblito donde los hijos crecieron, pero a partir de su repentina muerte, se hizo famosa; muy famosa. Al grado se diría, de que los nietos que ya le pisan las barbas a las nueve décadas de vida, aún recuerdan la desgracia anecdótica y la cuentan a sus nietos y bisnietos, como un bálsamo que mitiga el dolor de la familia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario