domingo, 30 de septiembre de 2012

Los aprietos

   A pesar de que la tierra era buena, de que el río tenía mucho alimento para la gente de los pueblos ribereños, y que aún el monte era pródigo en carne silvestre... cuando llegaban los males no había siembra, ni fruta o carne de venado que aliviaran las penas, las enfermedades o la misma pobreza de siempre.
   Los que tenían cuamil, se veían forzados a vender la cosecha "al tiempo" para sacar unos pesos; eso significaba, recibir adelantado el pago por la cosecha o parte de ella. Y eso tenía su precio. Por cada kilogramo de maíz que así se vendía, se entregaban dos a la hora de pagar.
   Los que vendían "al tiempo" lo hacían por necesidad, porque la enfermedad de un integrante de la familia exigía realizar un gasto con el dinero que no se tenía; y en esas ocasiones apremiantes, era cuando el campesino vendía de poco en poco y a mitad de precio el producto de su trabajo, cuando apenas andaba tirando la semilla de maíz.
   Por eso, nada más por eso, los deudores cumplían su compromiso de pagar, sonriendo amargamente al despedirse del prestamista; el gesto no era de agradecimiento, sino de reniego. Al establecer el compromiso económico aquellos hombres del campo, no necesitaban firmar ningún documento, ¿para qué?, si tenían la ocurrencia de no pagar, cerraban las posibilidades de los nuevos créditos. Pagaban, no porque fueran cumplidores, no; atrás del acto honrado estaba el temor de otro posible tropiezo en la salud y en la economía.
   Claro que tenía valor la palabra empeñada; en ella estaba centrada la economía, la seguridad de que en la próxima necesidad se recibiría apoyo. Era la palabra símbolo de honradez, de cumplimiento, de hombría; el que la empeñaba y cumplía, era visto como hombre cabal. Para él había consideraciones humanas. El día que de plano una desgracia derrumbaba su ánimo y caía en la desesperación, el mismo pueblo resolvía su apuro, igual que hicieron los mexicanos con sus joyas y sus animalitos, cuando el general Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo.
   Los dos o tres agiotistas que vivían de la necesidad de la gente, nunca tuvieron miedo de que alguien no pagara. Si por mera casualidad salía un "trácala", se corrían la voz para evitarse otro fraude; pero además, cobrando el cien por ciento de interés, lo que uno por ahí dejara de pagar, era cubierto por los que sí cumplían. El márgen de utilidad era tan alto, que un fraude no significaba un riesgo de caer en descapitalización.
   Como se ve, para ser pobre, sólo bastaba una enfermedad o que la familia pidiera los alimentos mínimos del día.
   Si se toma en cuenta que nunca de los nunca, los cuamileros han tenido créditos del gobierno, y que desde siempre han trabajado por su cuenta, es comprensible lo que aquí mal se relata. Sin haber un pago patronal de por medio, los campesinos administran su capacidad de crédito, pidiendo al prestamista escasamente lo que marca la "libreta del fiado" que usa el abarrotero para los comestibles.
   En la tienda no hay "pero" que valga: pagas o pagas. Si por alguna razón el deudor pinta para "transa", simplemente se le cierra el crédito y se deja la cuenta viva en el registro del comerciante. Todavía, cuando pasado el tiempo se cubra el adeudo, el cliente cargará con el estigma de la "trácala", con la desconfianza del fiador que le soltará menos mandado que antes, a cuenta del crédito. Debe quedar claro que, para cumplir en la tienda con el pago de cada semana, primero debe tenerse abierta la capacidad de crédito con el agiotista. A él, como si fuera patrón de albañil, hay que pedirle el "gasto" familiar cuantas veces llegue el fin de semana; todo en calidad de préstamo, desde luego, y a cuenta de la futura cosecha por supuesto.
   Por un lado, el tendero tiene razón al no fiar su producto en un plazo que vaya más allá de una semana; con el dinero que entra debe surtir el negocio. Por el otro, también el prestamista tiene razón: algo tiene que ganar por estar al pendiente de las necesidades de los vecinos; no está para regalar su dinero. Por qué no decirlo; también el jodido (fregado) tiene razón para estar como está. ¿A cuánto se reduce su salario, cuando vende a mitad de precio la cosecha?
   Pensando solamente en la venta que hace, a mitad de precio, ya tiene "para rato" si de vivir pobre se trata. Con lo poco que recibe, tiene para que mal coma su familia. ¿Y la ropa? ¿Y la salud? ¿Y la escuela obligatoria? ¿Y la mentada diversión de la familia?
   En aquellos tiempos... 1950 a 1970 (¿?), el campesino que sacaba 40 ó 60 cargas de maíz, era seguro que salía "tablas" con el prestamista; se debía esto a que, durante la época de la preparación de la tierra, siembra y levantamiento de la cosecha, nadie le pagaba un peso al campesino, por trabajar en lo propio.
   Sígame, lector, en estas fiestas de hambre tan famosas que viven los pobres de Nayarit, Puebla, Tlaxcala, Guerrero, Chiapas, Oaxaca, etc., etc., y etc.
   Afortunadamente "en donde está el diablo, está Dios". ¿Qué hubiera sido de aquellos que viéndose atacados por la enfermedad, y sin tener qué vender, no hubieran encontrado las manos amigas del doctor Odilón Barraza Lachica y del señor Clemente Salazar?
   Este par de hombres pensaban muy diferente de aquellos que se aprovechaban del dolor ajeno. No había desesperados que no conocieran la calidad humana que tenían. Era cosa de llegar, entregar el enfermo y decir:
   -Le traigo el enfermo... pero no tengo dinero.
   Entonces el doctor Odilón, sin dejar de atender al paciente, llanamente contestaba:
   -¿Y quién te está cobrando?
   Con la misma serenidad contestaba cuando alguien insistía.
   -¿No me oyó, "dotorcito"?, le dije que no traigo dinero.
   -Ya tendrás, no te preocupes.
   Pero una vez que llenaba la receta, volvían los temores y los lamentos.
   -¿Y con qué voy a comprar la medicina?
   -No te preocupes; ve a la farmacia y diles que vas de mi parte.
   Era cosa de llegar al negocio de don Clemente, para que luego de leer la nota, éste dijera:
   -Ah, que el doctor; no quiere hacerse rico.
   La verdad de este movimiento humanitario era, que si el doctor hacía una obra buena, fiando o regalando el servicio médico, también don Clemente cerraba los ojos para secundarlo en la acción. No había letras, ni contratos, ni amenazas de nada cuando le tendían la mano al necesitado. Cómo dejar de recordarlos, si gracias a ellos, muchos de los que ahora somos abuelos, les debemos la vida a estos dos hombres de buen corazón.
   Los campesinos no son perezosos, están contra la pared; son víctimas de la eterna "cuesta de enero", de la inevitable "cartera vencida"; son el "cinturón de la miseria" que no desaparecen con promesas ni demagogia sexenales. ¿En qué país no se conoce la pobreza?, ¿en qué país no es común el campesino, el obrero, el desempleado y los "ninis"?
   Al escribir lo anterior, pienso en la traición que se hace al pueblo mexicano con la Reforma Laboral, desde el estrado principal de la nación. ¿Volveremos a esos tiempos de hambre que vivieron nuestros padres y nuestros abuelos?
  

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