miércoles, 26 de septiembre de 2012

"Chuca" el chicharronero

   No estaría completa ni la intención siquiera de hacer esta breve crónica, sin la mención justa de tres hombres especiales; los cuales por su característica física y por su esmerado desempeño en campos laborales tan singulares, dejaron tras de sí un ejemplo claro, de que se puede sobrevivir aún llevando a cuestas la pesada cruz de la marginación y las limitaciones del cuerpo. Ellos son: "Chuca", don Zenón y Heliodoro "Chino" Espinoza. Hablemos de Chuca.
   Aunque propiamente no era viejo, preparar los chicharrones en el raso del sol a las once de la mañana, lo tenía disecado. Este hombre trabajó para don Víctor Casas, primero, y posteriormente para Matías, hijo de don Víctor.
   A eso de las diez de la mañana acomodaba las piedras del fogón, y después de asentar el caso sobre las rocas y la leña, procedía a avivar el fuego, dándose tiempo para echar dentro del enorme recipiente, la pedacería de carne que se convertiría en sabrosos chicharrones.
   Hablemos del chicharronero. Hay que imaginarlo sin camisa, de piel negra, requemada por el sol, pegada a las costillas como forro de tela sobre la armazón de un mueble de fierro o madera tosca. Estudiar anatomía en un cuerpo así, hubiera sido "pan comido" para los estudiantes menos avanzados en la carrera de medicina; pero bueno, el buen Chuca, carecía además de la gran mayoría de sus dientes y se veía forzado a mover la mandíbula cual rumiante. Sin ser anciano estaba encorvado, usaba sombrero de lona y grasoso, doblado por todos lados, debido a la necesidad de echarle aire al fogón. El caso es que por una y muchas razones, el dichoso sombrero, poco o nada lo protegía de los rayos quemantes del sol de medio día.
   Para su mala suerte siempre sucedía: ni una infeliz nube lo protegía del sol en su pedazo de cielo matutino. Lo que Dios le daba de luz solar, se le multiplicaba a la hora de batir y más batir con la pala, durante más de hora y media, mientras le daba vueltas al caso y a la fogata. Se le multiplicaban el sol y el calor, así como decía el cura de la parroquia, que las obras buenas que realizaban los hombres justos, Dios las premiaba con ciento por ciento.
   Con él, eso de que "Dios da el doble de lo que para otro se desea", fue incomprensible.
   Una de dos: alguna vez abrió la boca para caer en esa mala tentación de los malos deseos para el prójimo, o estaba pagando como justo la falta de otro pecador. Esto último es lo más probable que sucediera. El caso es que Chuca recibía mansamente el doble del calor merecido, sin deberla ni temerla.
   En la esquina contraria al molino de nixtamal, estaba la tienda de Manuel Guzmán; y era en la sombra que hacía el edificio en cuestión, donde a la media mañana instalaba mesa, leña, piedras y caso, según él suponía, escondido del sol.
   En ese lugar hacía su trabajo en silencio absoluto; como si fuera una máquina programada y enemigo de los parlanchines. Lo más que se le escuchaba cuando alguien lo importunaba en sus labores, era un pujido que podía ser un reniego, un sí o un no. Después de eso, seguía moviendo la mandíbula como si masticara chicle, aunque bien se sabía que no era chiclero ni tenía razón para jugar con la sospecha de la gente.
   Chuca desapareció. De su nombre de pila nadie supo. Si un día murió con esa edad que se le recuerda o se fue a vivir a otro lugar, no se supo. Tal exista rastro de tierra quemada en donde él ponía la fogata; tal vez llegue a descubrirse un día, que la tierra quedó salada con el tanto sudor que le escurría; pero eso será cuando alguien se proponga descubrir el sitio donde Chuca dejó su energía bajo los rayos de otro sol, pero igualmente bochornoso y quemante, al que nos vuelve su recuerdo.
   Este es ciertamente, un recuerdo que vuelve constante con el aroma de los chicharrones; un recuerdo que grita el sacrificio realizado por Chuca, para satisfacer al paladar de los clientes.

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