lunes, 17 de septiembre de 2012

MON

   SI se pudiera candidatear a una persona por sobresalir en el empeño de ser pobre, esa persona elegida sería Mon. Reunía características propias de la obstinación silenciosa. Dándole buena cara al mal tiempo, parecía que un sabio pensamiento le indicaba que el rudo trabajo de las montañas, no era lo suyo. Poe eso, seguramente por eso, era bolero en donde todo el mundo usaba huaraches de correas. Mientras que otros hombres le hacían frente a las tareas, a las cargas de leña o al corte de lo que fuera, por tal de ganar cinco o diez pesos, él se aferraba al cajón de las boleadas.
   Pasarían muchos años, para que al pueblo llegara doña Quina con su bolsa de fayuca, ofreciendo ropa y zapatos a crédito, dejando la tranquilidad del caserón que tenía en Ruiz, para así, con todos sus años y la buena intención de ganarse la vida en el comercio ambulante, recorrer las callecitas del pueblo en domingo.
   ¿Quién era Mon?
   Observándolo bien, se descubría que no era nativo; adoptivo sí, pero nativo no. Caminaba dando grandes zancadas, igual que si anduviera midiendo tareas; pero lo hacía como un juguete eléctrico. Los empujones que se daba en cada paso, más tenían qué ver con el baile de robot que llegaría tiempo después, que con el andar de los humanos.
   En El Venado de aquel tiempo, nadie se preocupó en saber si llegó de Zacatecas o Durango. Tampoco fue importante saber si su nombre era Ramón o Filemón; bastaba al pueblo la palabra "Mon", para saber de quién se trataba. Dentro de lo conocido, sólo estaba la seguridad de que había llegado con su hermano Carlos; lo mismo que su residencia por los rumbos de El Cerrito, de donde salía todos los días a temprana hora, para cumplir su rol social y darle con su presencia al corredor de la tienda de Necho, un toque de especial utilidad.
   Se instalaba en el medio trecho del corredor, en donde los choferes viejos tenían improvisada la terminal de las "corridas". En ese lugar, "Chon" y "Pillo" Flores bajaban el pasaje; también "Chabules", Tomás Arellano y los hermanos Nuño.
   Con el tiempo, la necesidad de cambiar la estafeta a las manos más fuertes y descansadas, hizo que los choferes viejos dejaran la responsabilidad del volante a los hijos. Fue así que aparecieron los nuevos Arellano, "Chemo" (hijo de Chabules), Layo (hijo de Pillo Flores), y Chabelo Guzmán como empleado.
   Aunque esta nueva generación de choferes siguió estacionando por algún tiempo, en donde lo habían hecho los viejos, finalmente se recorrieron diez metros atrás, hacia el poniente; frente al negocio de Manuel Guzmán, que se conformaba de tienda de abarrotes y restaurante. Pero volvamos al tema central.
   En la época de los choferes viejos, la razón por la cual Mon se instalaba en aquel lugar, quedó clara: ahí bajaba el pasaje. Prácticamente le caían del cielo los posibles clientes; pero ¡oh, suerte!, todos calzando huaraches. Con paciencia de santo, él permanecía quieto, mirando los pies de los pasajeros que saltaban a tierra, con la esperanza de que uno solo de tantos apareciera con zapatos, para preguntarle: ¿una boleada?
   Mon ya pasaba del medio siglo de vida, en 1970. Cuando se ponía en pie quedaba encorvado, acusando algún problema en los riñones, o la consecuencia misma de permanecer sentado durante muchas horas en el banco.
   Tenía perfil de hombre público; el ideal se diría: sonriente y comedido.
   Nunca sabía gran cosa de aquello que lo comprometía, o que no fuera de su incumbencia. No era amigo al nivel de la confidencia, pero tampoco enemigo. El carácter bonachón no le granjeaba más amigos, pero tampoco enemistades. Su silencio era en realidad más coraza que solidaridad. De algún modo se advertía en él una discreción interesada, que no servía ni para bien ni para mal.
   Nunca renunció al oficio, a su puesto de trabajo; nunca hizo huelga o se quejó del salario bajo; nunca renegó por la falta de clientes o abundancia de huaraches, pero todos los días tenía su alimento que consumía, en su lugar de trabajo... ahí en el corredor de la tienda de Necho.
   Él, Mon, sonreía cuando alguien insinuaba que don Zenón el churrero, era más trabajador y más fuerte que él. Y esa sonrisa no significaba aceptación ni acuse de una ofensa; era simplemente un gesto impreciso, con el cual quedaba bien ante cualquier circunstancia.
   Mon estaba y no estaba en el lugar de los hechos cuando se ofrecía, porque tenía en la sonrisa y la palabra, la singular habilidad de no comprometerse. Además, mientras que otros con menos de un mal gesto como pretexto, se "enchilaban", él escapaba de las malas situaciones con palabras amables y acertadas en la sana convivencia. En sí, no era de "mecha corta".
   Se antoja sublime el carácter bonachón de Mon, si se considera como es la idiosincrasia de las gentes violentas. Pudo ser prototipo del buen guía espiritual, del evangelizador. Si guardó la distancia entre los vecinos más remilgosos, ¿qué no hubiera hecho por defender el secreto de confesión y por fomentar la armonía entre los prójimos? Quienes lo conocieron habrán de recordar que con nadie se metía; aunque no faltaban los incómodos que le buscaban un reniego, lo menos.
   Tenía palabras mágicas que tranquilizaban, que ahuyentaban las malas intenciones. Jamás echó mano de cuchillo, pistola, piedra o palo, para agredir o siquiera espantar al beligerante. Era en sí, un hombre de paz que vivía del escaso producto de su trabajo; siempre dispuesto para estar, literalmente a los pies del vecino.
   Aquí lo recordamos neutral frente a los conflictos, indiferente también a los efectos de la maldita pobreza.

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