sábado, 22 de septiembre de 2012

El "Chino" Espinoza

   ¡Qué cosas pasan en la vida!
   Chuca no temía deshidratarse cuando se trataba de hacer chicharrones en el raso del sol; requemado y sude y sude, siempre cumplía con su labor. Don Zenón por su parte, dejó la churrera hasta que de plano el peso de los años agotó su corazón; y el "Chino"Espinoza, con la polilla de la edad encima y la ceguera total como pilón, nunca dejó de trabajar para ganar el pan de sus hijos Víctor y Albino. Desde luego, el de él mismo también.
   Jamás se vio en la necesidad de pedir caridad. Tampoco la ceguera le dio motivo para quedarse quieto; y ¡vaya!, igual que don Zenón se codeaba con el siglo. Fueron coetáneos, y tal vez lo único que los diferenciaba eran las trabas físicas; pues mientras que el uno era alto y la edad lo obligaba al arrastre de los pies, el Chino era chaparrito, invidente, y confiaba en su bastón para caminar con paso firme.
   ¡Qué voluntad tenía el Chino!
   Desde las tinieblas de su mundo brotaban fe y entusiasmo para ocuparse en algo, y así ganarse la vida; para cumplirle a su familia; y lo consiguió.
   Claro, pudiera decir alguien, el municipio le ayudó con el permiso para la venta de alcohol. Ese no es el punto. Ni siquiera se puede considerar que fuera la causa de que dos o tres fueran viciosos. El chiste es, fue y será, cómo atendió su negocio: llenando botellas de boca estrecha, y complementando la atención con extrema habilidad a la hora de recibir la paga con un billete.
   Vivía el "Chino", a una o dos casas al oriente del cine "Flores". El dueño de este negocio fue el señor Panchillo Flores; y era en este lugar (el cine), en donde allá por 1970, Ramón Fernández presentaba peleas formales de box.
   Volvamos al tema. Aunque la pieza que habitaba tenía puerta normal y una ventana de doble hoja por donde podía colarse buena luz al momento de abrir, él se empeñaba en mantener cerrado su pequeño mundo y, encima de eso, no bajarse los lentes oscuros, por los cuales se ganaba diarias y pesadas burlas de parte de los imprudentes clientes que lo frecuentaban.
   -Ponte los lentes, Chino -le decían-, no vaya a ser que hagas una tarugada por no ver lo que haces.
   El Chino se defendía con profundas y sinceras mentadas de madre. De ahí no pasaba. La verdad del caso era, que la luz no era necesaria para él. Tampoco le molestaba; y por alguna razón que apenas él sabía, se desempeñaba mejor en plena oscuridad.
   En eso de llenar "pachitas" (botellas de un cuarto de litro), "medias" o botellas de un libro, era un campeón. Ladeando el botellón especial que servía como depósito, hacía pasar por el centro de la boca, desde la primera hasta la última gota de licor a su nuevo envase. Una sola gota no echaba fuera de lugar. Y este hecho, también le granjeaba malos reconocimientos.
   -¡Ay, buey! -manifestaban los clientes que no le conocían tal habilidad-; si esta puntería hubieras tenido cuando joven, te hubieras llenado de hijos como de quelites.
   Eso de que, hasta el sonido le anunciara la llegada del alcohol al cuello de cada botella que llenaba, era un misterio incomprensible que despertaba el deseo de ponerlo a prueba a la hora de pagar. Muchos fueron los clientes que se dieron a la tarea de recortar papel de envolver, conforme al tamaño de los billetes, y fracasaron en la intención de hacer tonto al Chino.
   Otros utilizaron periódico, y lo mismo sucedió. Le ofrecían "gato por liebre" poniendo en sus manos billetes de baja denominación y exigiendo cambio de uno de más valor, y también se equivocaron. El Chino era un experto cuando se valía del sentido del tacto.
   Alguna vez alguien le preguntó:
   -Oye, Chino; y las monedas... ¿también las reconoces?
   -Saca tus cuentas -contestó.
   El Chino salía a la calle, en ocasiones, y caminaba apoyado en su bastón. Pero también se valía de pronto, del hombro de su hijo Albino. Así, cuando se topaba con algún maldoso, recibía la broma insana.
   -¿A dónde llevas a tu chamaco, Chino?
   -Él es el que me lleva, ¿qué no ves?
   La mordacidad de los comentarios nunca le faltó. Debido a la ceguera, desarrolló el sentido del tacto al nivel que se menciona; pero haciendo a un lado la extraordinaria habilidad, hay un punto a su favor que vale la pena rescatar.
   Cuando otros hombres se abaten por la falta de un pie, de una mano, del oído o la vista, el Chino sintió vergüenza de caer en la posible mendicidad y se esmeró, como se ve, en hacer una lucha que lo sacara del apuro; cosa que logró gracias a la voluntad que muchos le conocieron.
   Este comentario de David Cibrián (cliente esporádico), es un reconocimiento a su lección de vida; un tributo pequeño si se quiere, pero que es bien merecido, puesto que a pesar de la mucha edad y el impedimento que se menciona, trabajó hasta los últimos minutos de su vida para hacer de los hijos hombres de bien; enseñando que a la pobreza pueden sumarse otras calamidades, pero que la fuerza real de los hombres está en las ideas, esas que impulsan a luchar contra la adversidad.

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