jueves, 6 de septiembre de 2012

La sangre de Atotonilco

   Alguna vez, caminando por la callecita principal de Atotonilco, escuché que mi guía ocasional soltaba un lamento a la vez que suspiraba. "Pobre Atotonilco -soltó-. Cuando se habla de esta vieja hacienda, se dice que fue el camino que siguió el Ejército Insurgente; que fue de aquí, de esta humilde parroquia que es vestigio de épocas de bonanza, de donde el cura Hidalgo tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe. No se sabe más, salvo que dicho estandarte se encontraba cerca de la pila bautismal.
   ¡Qué cruel resulta la historia cuando es lineal, cuando se aparta de la tragedia sangrienta que sufren los héroes anónimos llamados contingente... masa humana... populacho!
   Y es que, cuando se dice "guerra", se entiende que hay una lucha de exterminio, en donde cada uno de los contrincantes sobra para el otro, en este mundo; que la muerte llega como una consecuencia natural... pero "guerra" y "muerte" son palabras huecas que no conmueven; nada dicen de la tragedia que significa ser parte involuntaria del movimiento y sufrir en carne propia la herida, la mutilación y el proceso de morir lentamente o de un tiro en la frente.
   "¿Qué le falta a la historia para ser justa?" -pregunté, haciendo alarde de ignorancia.
   Le falta precisar el sufrimiento de los seres que pierden la vida; ayunarlos de salud, de felicidad; de alimento, de agua... de oxígeno; y en cambio llenarlos de dolor hasta el hartazgo, hasta verlos desfallecer sin aliento para quejarse de nada, ni siquiera para esbozar un rictus de dolor. Esa historia que no hace héroes, sino huérfanos y viudas y pueblos fantasmales; esa historia que no trae gloria sino desgracia... es la que debiera exhibirse ante los países belicosos, para que conozcan el fruto de su "arte", de la superioridad estúpida, de su "valentía".
   Aquí, en este Atotonilco silenciado, donde corren los vientos que prometen vida, ya no hay pechos donde puedan guarecerse; ni siquiera para inflamarlos de la vana esperanza de progreso.
   Un día, después de que hubieron pasado las huestes del Padre de la Patria, bendecidos por la Reina de los mexicanos, también se llevaron a los padres y esposos que anhelaban la libertad que 300 años atrás les había sido arrebatada; sólo iban los hombres que podían luchar por el sagrado derecho de la libertad, llevando en la mano palos, ondas, y la escasa herramienta de trabajo que poseían.
   Se fueron los fuertes, los valientes que ofrendaban desde ya la propia vida. Atrás, en este caserío de silencio que lastima, quedaron los ancianos de lerdo caminar, las madres compungidas, los niños inocentes... inermes, vulnerables, ignorantes de la sed de sangre que movía al ejército realista. ¿Qué podían temer los indefensos ancianos? ¿Qué más podía mortificar el corazón de las madres, que la ausencia de los hijos o el esposo? ¿Qué podían esperar los inocentes niños de pecho, hijos de la esclavitud?...
   Aquí, en este Atotonilco enlutecido, el ejército de carrera que formara el temible Calleja en San Luis Potosí, se cubrió de gloria en su primera victoria, dejando la huella escarmentadora cuando iba tras los insurrectos.
   Uno por uno... hombres y mujeres fueron degollados por los fieros criollos y peninsulares, que así protegían la ínsula lejana de Fernando VII. Ancianos, mujeres, niños, todos de mano y pecho limpios, derramaron su sangre de héroes anónimos, antes que los mismos insurgentes de "línea" que llegaron a la Alhóndiga de Granaditas; fue la misma que corrió por estas callecitas sombrías que hoy recorremos.
   Esta carta de presentación fue la misma que recibieron miles de mexicanos, del héroe español llamado Félix María Calleja. Y sin embargo, ante el sanguinario Iturbide que durante su infancia se divirtiera cortándole las patas a las gallinas, sólo por verlas caminar en los muñones, el futuro Virrey Calleja, fue principiante en la barbarie.
   Después de vaciar la sangre inocente de los cuerpos, y hacer que corriera por la pendiente como agua de lluvia, el ejército triunfante, sin tener una baja qué lamentar, se dedicó a regar sal sobre la savia humana ya seca, con el deseo vehemente de que jamás brotara en aquel lugar, la semilla de la libertad.
   Este episodio que sabe a leyenda, tristemente no se escucha en las aulas, donde miles de niños y jóvenes pudieran conocer que la guerra es sinónimo de sufrimiento, no fábrica de héroes donde locos y enfermos de poder desconocen lo que es la humanidad y la justicia.

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