jueves, 20 de septiembre de 2012

Miedo a la pobreza

   Nadie sabe los brincos que se han de dar en la vida, ni donde rodando habrá de llegar. Narcisa Tapia Rangel tuvo miedo a la pobreza y prácticamente huyó de ella. Se casó con Emeterio Montoya cuando ya era una mujer hecha y derecha; tenía veinticuatro años.
   Hemos de recordar -antes de proseguir-, que en los viejos tiempos las muchachas se iban con el novio en cuanto cumplían trece o catorce años; se casaban al llegar a la estatura y peso mínimo para recibir la semilla de la humanidad.
   Al año siguiente pues, hizo viaje junto con su esposo a Ciudad Obregón (1941); encuentran una región agrícola en prosperidad y ponen una tienda. Cuando al año siguiente son alcanzados por su hermana Carmen, recién casada ésta con Vicente Ortega, deciden poner una tortillería a un costado de la tienda y, así, contando con ayuda extra nació "La Sultana del Norte" por la calle "6 de Abril" y callejón Ecuador.
   En 1970, doña Narcisa tuvo la idea de invitar a su paisano Salvador Echeverría a que organizara una pastorela y la presentara en la capilla de Guadalupe para ese diciembre de 1970. El padre Esparza estaba de acuerdo, los ensayos podían hacerse en el patio de la casa y, por los pasajes no había problema, su esposo Emeterio apoyaba el proyecto. De este modo fue, cómo a partir del mes de noviembre, el barrio que se menciona adelantó el espíritu navideño de esa temporada de dicha, bajo la atenta mirada de don Salvador y de su esposa Julia Mercado.
   Todo marchó bien desde 1941 a 1972, año en que los movimientos económicos del país y la muerte inesperada de don Emeterio, trajeron cambios radicales. Narcisa cerró los negocios, vendió una casa, luego la otra, y a pesar de la lucha por sobrevivir con dignidad valiéndose de su propio esfuerzo, fue agobiada por las deudas contraídas con anterioridad.
   Igual que los viajeros recién llegados son portadores de noticias frescas, así los ancianos llevan en la memoria el retrato de otro mundo. Escucharlos cuando no se está capacitado, puede ser un martirio sólo comparable al sentimiento del mal estudiante que se siente frustrado dentro del aula; sin embargo, las historias de las personas privilegiadas como doña Narcisa y doña Carmen Tapia, son interesantes y enlazan su vivencia a la de gente más joven, permitiendo con ello hacer un recuento desde principios del siglo XX. Este hecho es el que quisiéramos rescatar. La voz de estas hermanas nos pone frente al pasado, cual si apenas ayer sus ojos hubieran atrapado las imágenes; escuchemos.
   -Yo nací -dice doña Narcisa- un ocho de noviembre de 1916, y ella (su hermana Carmen) el veintisiete de febrero de 1922.
   Al momento de entablar conversación queda evidente el desamparo que las cobija. El hogar es una casita de renta que consta de sala (convertida en dormitorio), recámara y cocina; las tres pequeñas piezas están en línea recta. A la hora de amesarse, se bloquea el tráfico en la cocina, donde la despensa guarda los escasos productos que reciben de los vecinos.
   No es necesario preguntar sobre la condición física de las hermanas, cuando se ve a la mayor moviéndose con dificultad en una andadera. Narcisa tiene ya noventa años y, alzándole un poco la voz se puede llevar una plática regular con ella; en cuanto a la vista pasa lo mismo. Agrandando los trazos de la escritura, ella puede leer. Carmen casi es igual de afortunada. Tiene lucidez de pensamiento, buena vista conforme a su edad (85 años), pero ya está sorda y tiene a su cuidado una hija (Rosa) que padece síndrome de Down. Ella es la causa de los sonidos guturales que se escuchan. La hija enferma que ya tiene sesenta años y que en alguna ocasión un médico le auguró quince años de vida solamente, pudo haber sido el sostén de las dos ancianas, pero en tales condiciones más la consideran como una penitencia llevada con resignación.
   -¿Cómo llegaron a esta ciudad? -pregunto, intentando romper el apretujamiento del corazón con el desvío de la voz y el pensamiento, puesto que la mirada no evita el cuadro doloroso.
   -Yo nací en El Venado en 1916, mi madre tenía un comedor a donde llegaban los trabajadores de la mina. Cuando ya andaba por los quince o dieciséis años, mi padre nos llevó a Santiago Ixcuintla; no quería que me quedara con algún pobretón. Geño Cibrián me mandaba cartitas; y hasta Cuín el jorobadito me seguía por todas partes. Decía mi mamá: no le hagas caso a ningún huerterp, hija; no te van a mantener con fruta todo el año.
   "Allí en Santiago me casé en 1940 con Emeterio que iba de Chilapa; luego, por la recomendación de un amigo de mi esposo, fue como llegamos a Obregón y pusimos una tienda. En 1942 se vino Carmen, también casada. Ella tuvo dos hijos: Javier y Rosa. Yo no tuve familia porque mi marido era estéril; y aquí estamos".
   Mientras Narcisa habla, Carmen le observa los labios. Por su mirada se comprende que va al tanto de lo que se dice. El Javier que sale en la conversación, es el hijo mayor de Carmen. Él fue quien las llevó a vivir en una casa de la colonia Campestre de Ciudad Obregón, un lugar amplio y bonito; pero les cayó de nuevo la mala suerte. Una embolia severa hizo que Javier dependiera de sus propios hijos, y fueron ellos los que decidieron dejarlas en esa casita de renta donde recuerdan sus vivencias. El remate del infortunio vino con la diabetes que le acaeció a Javier; entonces sí, las hermanas quedaron a la deriva.
   Yo sé que hay un vacío de esperanza llenado por la frustración.
   -Hubo un tiempo -dice Narcisa-, en que la renta fue de trescientos pesos, pero luego que el casero nos vio en estas condiciones de pobreza, nos la dejó en ciento cincuenta. Nos asustamos cuando murió el dueño, pensando en lo que pasaría; pero vino el hijo y nos prometió que todo iba a seguir igual, que con ese dinero de la renta él se encargaría de pagar el agua.
   -Bueno -dije-, por la renta y el agua ya no nos preocupamos, pero ¿y la comida?, ¿con qué la compramos?
   -La profesora Lupita nos trae doscientos pesos cada quince días -respondió Narcisa.
   Seguramente las hermanas Tapia adivinaron lo que aquél su paisano imprudente estaba por preguntar, porque ahondaron más en la información. "Javier no puede ayudarnos; los nietos apenas viven; lo poquito que los hijos pueden hacer, lo hacen por su papá".
    -¿Se acuerda usted doña Narcisa, de una epidemia que hubo en El Venado?
   -A mí no me tocó -responde-, pero mi papá decía que la fiebre amarilla arrasó con todo; que mucha gente viva todavía, fue enterrada para que no contagiara.
   -Oiga, y cambiando un poco, ¿usted conoció el zapote que estaba en el patio de la casa de Geño Cibrián?
   -Sí, David; pero no era zapote, era zapotillo.
   La seguridad en la respuesta no quedaría sólo en el nombre de los árboles. Doña Narcisa acomoda sus manos como si en ellas tuviera una toronja, y aclara:
   -El zapote da un fruto de este tamaño; en cambio el zapotillo, apenas echa una fruta amarilla que es poco más grande que una ciruela.
   El zapotillo fruto tiene la forma de una nuez, pero es un poco más grande; su color amarillo es vivo, tirando más al anaranjado; en cambio el fruto del zapote, va al amarillo pastel, deslavado, pálido. Yo lo sabía; pero escuchar esto de labios de doña Narcisa, era otra cosa.
   -Pues ha de saber, que adentro de ese zapotillo o lo que haya sido, Geño, el que le mandaba cartitas, encontró un guardadito de monedas de oro; era dinero antiguo.
   A punto estaba de contarle el triste fin del tesoro, cuando me interrumpió con un inesperado "no me tocaba", a la vez que yo pensaba en los incomprensibles acontecimientos. Doña Narcisa huyó de la pobreza, y lúcida, muy lúcida vino a dar a ella, justo cuando carecía de energía para luchar. Geño por su parte, tuvo el placer de soñar otra vida que no fuera la del pobre, al lado de su esposa Chuy Acosta, aunque de ahí no pasó.
   Dejé que doña Narcisa echara un suspiro, que compartiera con su hermana una mirada de clara decepción. No quise darle otro motivo de frustración con la historia total de aquel tesoro, y entré de lleno a las preguntas biográficas.
   Jesús Tapia Guzmán fue su papá. Era hermano de Amado y Matías. Este don Jesús conoció cuatro hijos: Narcisa, Francisca, Carmen y Alejandro. Narcisa todavía lamenta la muerte de Francisca en alumbramiento, cuando a los veinte o veintiún años, el fruto que le venía en parto le arrancó la vida. Amado Tapia, hermano de su papá, tuvo un hijo de nombre Jesús, el cual era sordo y se dedicaba a la alfarería; vivía cerca de la laguna "chacuanera" y fue vecino de Geño.
   De otra parte, su mamá fue Rosa Rangel, quien tuvo una hermana de nombre Isabel y un hermano llamado Gregorio, como único hombre de la familia. Cuenta doña Narcisa, que su mamá llegó de Colima y su papá de Talpa; que se conocieron en El Zopilote, donde estaba la mina, y que ahí se casaron; luego se bajaron a vivir en El Venado.
   Entre recuerdos nostálgicos sigue contando que conoció en El Zopilote a don Abundio Lamas y en El Venado a don José Solís, igual que a los ricos de ese tiempo: don Hilarión Quintero, Antonio Manzano y José Solís. "De mi tiempo recuerdo a Salvador Echeverría; era hijo de María de la Rosa. Él ensayaba la pastorela de todos los años. Tenía dos hermanos de nombre Carmen y Jesús; este Jesús nunca se casó porque... bueno, no le gustaban las mujeres".
   En 1932, cuando Narcisa tenía quince años, sus papás se fueron a vivir a Santiago, ya lo dijimos. El temor de don Jesús Tapia Guzmán queda claro en las tantas veces que repite: "no eres carne de puerco, para que te atores en cualquier gancho". De quince o dieciséis años pues, dejó El Venado doña Narcisa. Conoció la juventud de otra gente. Recuerda a un "Chabules" Flores, a Paulina Casas y su hermano Víctor. "Todos éramos jovencitos" -dice-. Al mencionar a Pancho Flores, hermano de "Chabules", agrega: era el matancero que cada ocho días vendía carne de res o de venado.
   Al llegar a este punto se detiene, y es ella la que pregunta por segunda ocasión.
   -¿Saben por qué se llama El Venado, nuestro pueblo?
   Carmen y yo nos miramos. Imagino la espesa vegetación de aquellos tiempos, la abundancia de chichalacas, tejones y venados; estoy a punto de contestar, o lo hago... no lo sé; cuando ella rompe el silencio.
   -Les cuento -dice-. Por toda la calle principal, allá arriba, frente a la casa de las Briseño, vivían don José Ramírez y su esposa Marciala, papás de María, Luz y Esther.; pues ahí cerca de unos mangos, había un tepetate que tenía grabada la figura de un venado que estaba echado y con las manitas dobladas... según supe en aquellos años, por eso el pueblo se llama El Venado.
   Una cosa queda cierta con el testimonio de doña Narcisa. Su papá vivió de cerca la epidemia de la fiebre amarilla; el estilo español de los techos aleronados en la calle principal que semejan el caso de una hacienda, evidencian la posible huida de unos habitantes y la posterior ocupación por nuevos y temerarios inquilinos. La historia del zapote cobra vigencia; vuelven los recuerdos de otras realidades, de temores pasados, donde la pobreza daba consejos y sugería cautela antes de tomar pareja. Finalmente se ve la estupefacción ante los años y la suerte venida, el sufrimiento que se vive con impotencia cual nefasta cirugía de estatus económico, realizada sin anestesia.
   Doña Narcisa y su hermana Carmen murieron en el año 2010, siendo huéspedes del asilo San Vicente, después de haber sobrevivido durante muchos años, al amparo de la caridad de los vecinos, en su último domicilio de Ciudad Obregón, Sonora. La primera falleció en el primer mes del año, y la segunda meses depués. Rosita, perdida en su inocencia, siguió con el deseo de escapar del asilo para ir a su casita; pero ahora buscando a su mamá y a la tía. Las paredes del asilo parecieran ser para ella, las rejas de una prisión que le impiden encontrar la libertad, el cálido abrazo de una madre, y el íntimo abrigo de un hogar.

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