domingo, 3 de junio de 2012

La piedra

   La historia que vamos a conocer es de carácter anecdótico. Me atrevo a compartirla, sólo porque es evidencia de lo que piensan las personas altas, de aquellas que no crecen siquiera con estatura regular.
   El pavimento llegaba, en 1979, hasta Huásabas. A partir de allí, con sólo cruzar el río se iniciaba la dura jornada de la brecha, un camino de terracería que debía recorrerse en carro bueno, es decir, que estuviera en óptimas condiciones. Motor, sistema de frenos, sistema eléctrico, llantas y chofer, debían estar "al centavo".
   Tan solo llegar a la otra orilla, se iniciaba la subida que se recorría en media hora. Los cinco sentidos del operador se ponían a prueba, para llegar a lo más alto y cruzar lo que se conoce como "La Cruz del diablo". Pasar esta parte final de la subida no era fácil; la brecha era de un solo carril; se podía transitar de ida o de venida y, en caso de un encuentro, comenzaban las difíciles maniobras de orillamiento en donde la pericia del conductor se ponía a prueba.
   "La Cruz del diablo" es un profundo barranco que, en forma de cruz parece esperar la comisión de un error, para convertirse en el centro de la tragedia. Las maniobras de orillamiento tal vez sean motivo de insano placer para el diablo, inspirador de tan sugestivo nombre; pero quienes ven caer al vacío las piedrecillas que arrojan las llantas, sudan amarillo mientras volantean. La profundidad del barranco rebasa los cien metros de altura... Y pensar que en ese tramo del camino se quedó dormido Antonio Rojas, operador de la camioneta Dodge en que iban los maestros de la Misión Cultural 127. La suerte lo hizo conducir para el lado contrario.
   Si en el terreno de los sustos no acontece ningún percance, el trecho faltante para llegar a Bacadéhuachi o Nácori Chico se recorre en dos y tres horas, respectivamente (1979); tiempo en el cual se pasa por El Coyote, que es el medio camino, y por una vegetación propia del desierto. Entre los árboles que hay en esta región, que bien pudieran llamarse matorros altos, se da el chiltepín silvestre en los meses de agosto y septiembre; pero volvamos al tema.
   La historia de la piedra que descubre el sentir de la gente alta con respecto a los chaparritos, se da en realidad, en un viaje de sentido inverso. Los viajeros no iban de Hermosillo a la sierra, bajaban más bien, de las montañas a la ciudad capital de Sonora. Y todo marchaba bien. El camión rabón cruzó sin novedad "La Cruz del diablo" y se dirigió al río, con un motor que rugía sereno. Pero al pasar el vado del dicho río, que anuncia la proximidad de Huásabas cuando se viene de la sierra, sucedió lo impensable: una piedra se acomodó entre las llantas traseras e izquierdas. Y tan pronto como inició el camino de asfalto, se dejó escuchar el rítmico tac de la intrusa que viajaba sin pagar boleto.
   El operador no lo pensó dos veces; se orilló y detuvo la marcha, buscó el origen del ruido, y con parsimonia bajó un marro y una barra, a la vez que solicitaba ayuda.
   Adelantemos. No es común la gente de estatura baja en la sierra de Sonora; el único que no se hablaba de tú con las nubes, era un maestro misionero que venía en el camión, confundido entre unos chamacos como de diez años de edad.
   -A ver -dijo el conductor-, necesito ayuda de los hombres más fuertes.
   Y bajaron como doce hombres altos; se quitaron las camisas y se dispusieron a dar una demostración de fortaleza. Uno de ellos se acomodó debajo de la unidad automotriz y los demás observaron. Hasta entonces se acercó el maestro misionero, y calculó que a la piedra le faltaba cuerpo para los tantos voluntarios que pensaban aporrearla.
   Después de haber leído distraidamente unas páginas de su "México bárbaro", y cuando la mitad del grupo de fortachones había tirado inútilmente la soberbia y la energía, escuchó el veredicto: "no se puede; está muy metida y muy dura". Los voluntarios restantes se miraron y encontraron una respuesta lógica: "es que ustedes le entraron confiados y se fueron desgastando". Pero luego, entre esas justificaciones y la defensa de quienes todavía mostraban signos de fatiga, se escuchó la voz del maestro chaparrito:
   -Si quieren les echo la mano... digo, en lo que descansan.
   Todos rieron. El conductor, los ayudantes, y hasta las mujeres que permanecían en los asientos.
   -No'mbre -respondió un hombre que recién había dejado el marro-, si nosotros apenas le sacamos chispas; puede que tú ni cosquillas le hagas.
   Y volvieron a reír. Todas las miradas buscaron al inocente que pretendía hacer lo que los fuertes no podían. Y había qué ver como sudaban y resoplaban aquellos hombres.
   Ignorando pues la solicitud del desconocido, todo volvió a la rutina de los golpes, a la valoración que hacía el chofer, y a la decepción que cada fortachón se traía en total estado de agotamiento. "No se puede -repetían-, no se puede". Y cuando más convencidos estaban del fracaso, cuando comprendían que si enteros no habían podido, menos resolverían el problema en tal estado, volvieron a escuchar el ofrecimiento de ayuda. Y unos rieron de nueva cuenta por la propuesta necia; otros apenas sonrieron, víctimas del cansancio.
   -Bueno -respondió el conductor-, peor es nada.
   Con la sonrisa escéptica aún dibujada en el rostro, el chofer ofreció el marro y la barra al jovencito que deseaba darse un entre.
   -No -dijo el joven-, no necesito el marro.
   Entonces, toda aquella gente que venía desde Nácori Chico, vio con interés el desplante. Aquel chaparrito que parecía disgustado, también sonaba farsante.
   -El marro es para golpear, muchachito -respingó un señor, acusando recibo de la burla-; si no lo puedes, no hagas perder el tiempo.
   -Ya lo sé, señor; pero la barra es lo único que necesito.
   Y aquel jovencito se acercó al conductor, cuando éste se alejaba luego de darle la herramienta. Las instrucciones que le dio, fueron precisas.
   -Cuando le diga que mueva el camión, lo mueve lento; lo más lento que pueda. Y cuando le diga que pare, se detiene; es todo lo que usted tiene que hacer.
   -¿Y tú qué piensas hacer?
   -Meterme debajo de su camión.
   Al ver la incertidumbre en la mirada del chofer, el maestro lo animó:
   -No tema; voy a sacar la piedra, no a suicidarme.
   Entonces los hombres que habían fracasado utilizando la energía, se inclinaron para ver cómo usaba la barra aquel jovencito, para sacar una piedra de entre las llantas.
   -La cosa es así -les dijo-, una punta de la barra se acomoda en la piedra, y la otra en el pavimento. Listo... díganle al señor que mueva el camión.
   -¡Dale!
   Y el operador movió la unidad. La piedra salió sin ofrecer nada de resistencia y cayó al pavimento.
   -¡Para!... ¡Para!
   Hasta entonces los señores vieron con interés al joven desconocido.
   -¿Quién eres? -aventuró uno-.
   -Soy maestro de una Misión Cultural que está en Bacadéhuachi -respondió-; en los pueblos donde hay algún río y que la gente saca grava y arena, todos los días hacen esto. No usan marro; aprovechan la fuerza del motor.
   "Ah... -se escuchó en murmullo apagado-; hablaba en serio cuando quería ayudar".

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