sábado, 26 de mayo de 2012

El cerro de La Cruz

   Muchos pueblos tienen su cerro de La Cruz, y lo visitan con devoción cuando llega el día 3 de mayo. Nosotros también tenemos uno, pero nunca sube nadie a llevar siquiera una veladora. Y es que el primero que tiene que hacer punta, es el cura; él tiene la obligación de enseñarnos el camino de la fe, pero no lo hace.
   Asegura el buen hombre, que dentro de la parroquia tenemos la principal, que es la del Cristo crucificado que está en el altar mayor; que no hay necesidad de hacer sacrificios inútiles. ¡Sí... cómo no! Aunque nada se le dice en contra, no nos engaña; bien sabemos que tiene razones egoistas para no inculcarnos el amor a Dios. Y la primera que le detectamos es la pereza; no quiere caminar durante una hora por el monte selvático que hay en la cuesta.
   También miramos claramente que le sobra peso, que no es dado a caminar, y que disfruta todo lo que el buen diente le permite echarse a la boca. Está gordo el señor cura. Entendemos que no es fácil aborrecer las tortillas, ni los antojitos que prueba en las casas que visita, pero ¿no es acaso quien debe enseñar el camino del sacrificio?
   A veces la gente se detiene por fuera de la iglesia y platica de la gula, de la pereza, y de cosas así que parecen vanas cuando se come prójimo. Pero al mirar el cerro tan lejos, y ese terraplén tan largo, de monte espeso y lleno de moscos, vuelve la mirada, se persigna, y entre dientes pero claro, se oye que más de cuatro justos pronuncian: "pobrecillo; no podemos pedirle que entregue el alma por nosotros".
   Nuestro cerro tiene lo suyo. Estando arriba, donde hace muchos años alguien plantó la santa Cruz que no se mira desde el caserío, se descubre que del oriente vienen las montañas como en fila, una detrás de otra, empujando a nuestro cerro. Y parece también, que nuestro cerro se detuvo bruscamente, haciendo que la tierra suelta se viniera rodando, hasta terminar en nada, al nivel del suelo que ya estaba parejo.
   Para su lado norte, donde el río parece lavarle los pies en eterno Jueves Santo, no pasó lo mismo. La caída que marca la piedra, es vertical; se ve como si alguien especial hubiera trazado a plomo esa cara de la montaña, haciendo un precipicio de más de cien metros de altura que causa vértigo.
   Los hombres del campo sabemos lo que implica subir y aventurarse con el cuerpo a punto del desvanecimiento; y conocemos también ese llano que hay allá arriba, como si fuera una cancha de algo, donde alguna vez otras personas hubieran disfrutado algún deporte.
   La subida es otra cosa; no es sino pendiente que inicia de la nada, y sube, y sube, y sube como si hubiera la esperanza de un día hacer camino hasta las nubes, a la luna, al sol.
   Desde que comienza la cuesta, comienzan los resuellos. Los cristianos que aceptan el reto de subir, saben lo que es comenzar con entusiasmo la caminata, y terminar deteniéndose en cada trecho para respirar con desesperación, para descansar y sobarse los músculos acalambrados.
   Una hora de viaje, resoplando, envuelto en la humedad, comentando con voz entrecortada la belleza del paisaje, parece nada como precio; sin embargo, el que sube conoce la tos que viene de la resequedad interna, la sed, los desesperados respiros y el descanso obligado, cuando al fin abre los brazos para recibir el viento fresco y libertino que acaricia suavemente con sabor a brisa, con sabor a miel de florecillas silvestres.
   Desde abajo, las emociones que inspira son diferentes; sobre todo en los amaneceres; cuando retarda la luz quemante del astro rey. En las alboradas que los pobres conocemos, no hay alegría; vida sí, alegría no. La gente que se echa a la calle pierde la calidad de humana. Hombres y mujeres se vuelven sombras fantasmales cuando dejan la cama y salen a buscar el alimento del día; son siluetas amorfas, sin sexo, sin voz, sin rostro en el manto negro del amanecer; son como nubes que caminan silenciosas en los empedrados que no delatan el paso de las visiones fugaces.
   Nuestro cerro se yergue desafiando al sol; y se deja admirar de la gente sensible que le teme, sintiéndolo como una mole a punto de caer sobre el caserío que hay en el plan... Eso lo sabemos los feligreses; por eso no somos tan obstinados con lo de la santa Cruz; claro, entendemos finalmente que un sacerdote está para rescatar almas, no para subir a las montañas; es, después de todo, como el prójimo cuando da un consejo y se queda sin él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario