martes, 8 de mayo de 2012

Las tijeras

   Estando recién inaugurada la casa de las cuatro familias que vivían en la cueva, en Rosario Tesopaco, el supervisor de Misiones Culturales en Sonora, Ceferino Corrales, se fue a Nayarit de donde era originario, y según se supo, allá falleció de un acceso muy severo de asma, el cual padecía desde mucho tiempo atrás.
   Este lamentable acontecimiento sucedió, en el periodo vacacional de verano, en 1975.
   Ignorando la pérdida del compañero, volvimos todos los especialistas a la comunidad, atendiendo al oficio de vacaciones que habíamos recibido al final del ciclo 1974-1975. Iniciamos la rutina de las visitas domiciliarias, la organización de los grupos, el registro de las actividades en el diario de trabajo y en fin, todo lo concerniente a las ocupaciones particulares; ensayos, planes de trabajo, reuniones de fin de semana para valorar lo realizado, y por ahí por ahí, ¿por qué no? Una que otra francachela.
   De pronto, cuando menos lo esperaban los misioneros, se presentó en la oficina de la Misión Cultural, una señora que portaba una bolsa de mujer, extragrande; tan fuera de lo normal era aquella bolsa, que seguramente un costal harinero no tenía la misma capacidad que el de la señora. Y conste aquí que no se presentó, más bien llegó preguntando por el jefe de la Misión; y como ya se ha de suponer con 'pinta' de fayuquera, fue tratada con amabilidad pero no como autoridad que era.
   -Bienvenida, maestra -expresó Rosario Pedraza, en cuanto la tuvo enfrente; y la sonrisa que le brindó de verdad pasó como sincera-. ¿Ya le brindaron agua? ¿Un refresco?
   -No, no, no; ahora mando que me traigan.
   Eran las once de la mañana. Aunque se entendía que acababa de llegar, no se le notaba el cansancio; a pesar de que la edad se le notaba por los lados abdominales y le escurría por las arrugas.
   -¿Va a organizar la reunión en este momento? -dijo el jefe-.
   -Sí, claro; para irme a descansar.
   Hasta ese momento de la reunión, los maestros supieron que su nombre era Margarita Martínez Pajares, y que venía en sustitución del profesor Ceferino Corrales. Sin hablar una sola palabra del trabajo, observó minuciosamente a cada uno de los subordinados; y con dos preguntas básicas dio la impresión de conformarse.
   -¿Tú quién eres? ¿Qué especialidad tienes?
   Mucho tiempo le llevó el interrogatorio. Eso de ver al interfecto, como si fuera un caballo que se piensa comprar, como si esperara encontrar algún inconveniente; y luego la anotación que realizaba con demasiada parsimonia, como si obedeciera la voz de alguien diciendo: "tómate tu tiempo"... Aún después de terminar la ronda, inició otra con una observación más profunda, esperando hallar un defecto en la presencia natural de cada trabajador. Esta prueba la pasó Timoteo Cervantes, el maestro de Albañilería, con un "simpático"; Antonio Rojas, maestro de agricultura, con un "coqueto"; Rusel con un "es hora de visitar al peluquero"; Minerva, June y David quedaron en "serios"; pero Esteban Hernández, el maestro de Carpintería, reprobó.
   -¿Y qué te hace pensar -le dijo- que con esos tres pelos que te dejas en el bigote, pareces profesor de Misiones Culturales?
   Todos reímos. Mientras, ella se puso a buscar algo en la bolsa-costal. Sacó una agenda, un rollo de papel sanitario, una toalla, una almohada, un espejo; y por fin allá del fondo, unas tijeras bigoteras.
   -Tenga -dijo- busque un buen espejo y córtese de una buena vez esa cosa; es mala imitación del de Cantinflas.
   Esteban tomó las tijeras, y se fue a cumplir la orden; más rápido que "pero ya". Por su parte la profesora Martínez Pajares, inició un sermón referente a la importancia de la presentación.
   -Ya ve, ya ve; -expresó en cuanto el maestro volvió sin los pocos pelos que tenía de bigote-. ¿Qué le cuesta?
   En adelante la reunión prosiguió tranquila, y al terminar, ella se fue a descansar; el personal en cambio, corrió a escuchar del jefe, la costumbre que tenía la Supervisora de primero preguntar en la comunidad sobre los misioneros, y después llegar a la oficina a enterarse de la otra versión, la de los propios trabajadores.
   -Tenga cuidado -aconsejó tardíamente el jefe-, esas tijeras bigoteras pueden traer algo... me entiende, ¿verdad?
   Serían las tres de la tarde, cuando los misioneros salieron de la oficina. Más tarde había compromisos qué cumplir con los alumnos, y se perdieron cada quien por su rumbo y con el propio interés. Esa noche no hubo derroche de energías; nada de vagancia, durmieron como niños buenos, pensando en todo lo concerniente a la nueva Supervisora. ¿A qué mujer se le ocurría prestar las tijeras como ella lo hizo?... ¡Eran bigoteras! El mostacho de la profesora era menos marcado que el de Frida, pero era bigote...
   Nadie esperaba que Esteban acusara los efectos de la impropiedad, pero sucedió. Al día siguiente se presentó en la oficina, y ni más ni menos, se veía como un Memín Pinguín desarrollado. La infección le había inflamado los labios; pero ahí estaba, serio y cumplidote con tamaño jetón; igual que si hubiera tropezado con la mano de una mujer celosa.
   Como todos lo vimos, no hubo forma de negar el origen de la infección. La llegada de la profesora Margarita Martínez Pajares, no fue buena para Esteban Hernández; el que allá por 1975, fungió como maestro de carpintería, y que por obediente no pensó en otros escondrijos de aquellas tijeras.

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