domingo, 6 de mayo de 2012

Mis 18 años

   El día que cumplí 18 años, me sentí feliz. Había llegado por fin el momento de rebelarme, de exigir mi derecho a la independencia. Las llegadas al hogar a una hora determinada, los permisos negados, el buen comportamiento que se me imponía, las recomendaciones a mi forma de vestir y al corte de pelo, en fin, el maldito control que de mi tiempo y gustos hacían mis padres, gracias a la Patria Potestad que era su derecho, pasaba a la historia; a la bendita historia de los menores de edad.
   Ese día, recuerdo, me levanté temprano, fui donde mi padre, lo levanté en vilo para hacerle sentir la fuerza de mi juventud y, estando él en las alturas, pendiendo de mis brazos ya "adultos", le dije, como si en él mirara al enemigo derrotado:
   -Ya soy mayor de edad.
   Una sonrisa enigmática fue la respuesta. Su gesto misterioso no fue aceptación de los hechos que yo suponía como triunfo, ni reclamo por verse como niño de brazos, ridiculizado por un estúpido ignorante, y una frase aún recuerdo de aquel anecdótico momento: "para ser mayor de edad -dijo mi padre-, te falta juicio".
   Hasta entonces comprendí el desdén de su mirada, la que había interpretado como enigmática.
   Después de volverlo al piso, caminamos inexplicablemente hacia la salida del enorme patio donde yo había crecido, y donde él había fincado los muros de mi hogar. Desde allá me hizo volver la mirada.
   -Mira -ordenó sereno-; allá está el refugio que tu madre y yo construimos para los hijos que Dios nos mandó. Si ya lo quieres abandonar, aquí comienza el camino de tu libertad.
   Y al decir "el camino de tu libertad", comprendí porqué me había llevado a los linderos de su propiedad y porqué me señalaba el horizonte infinito: allá en otro lugar estaban mi autonomía, mi libertad, mis decisiones buenas o malas. Pero guardé silencio.
   -No padre, no comprendes -repliqué-; ya soy adulto, necesito libertad, sí, para llegar cuando yo lo decida a este que es mi hogar; pero también necesito dinero suficiente para divertirme, para salir con los amigos a fumar y beber, sin perder el control de mi tiempo y mis gustos.
   -No hijo -respondió mi padre-; el que no comprende eres tú. En el refugio que tu madre y yo hicimos hay una responsabilidad gigantesca que protege a los menores de edad. Darte un hogar, alimento, salud, educación y controlarte... eso es Patria Potestad; ¿sabes para qué es? Para hacerte hombre de bien.
   Su mano aún señalaba el horizonte de un mundo que yo no podía conquistar. Como estudiante, todavía necesitaba el apoyo de mi familia.
   "¿Te vas o te quedas?" -dijo, mientras tendía su brazo derecho sobre mis hombros, y amigablemente me conducía al hogar. "No comas ansias, hijo -me aconsejó con cariño-; una vez que termines tu carrera, no vas a tener necesidad de hacer ninguna tarugada, para recordarme tu mayoría de edad".

No hay comentarios:

Publicar un comentario