viernes, 11 de mayo de 2012

La fosa

   Inaugurada la escuela primaria "Simón Bolívar" en el año de 1952, los padres de familia se sintieron contentos de tener cinco aulas para los niños, no las dos donde se apiñaran desde siempre, todavía meses atrás. Cinco aulas, en lugar de las dos que tenía la escuela vieja, eran mejor.
   Como anexo sanitario tenía una letrina pegada al cerco perimetral y, a una distancia de diez metros, se ubicaba la fosa séptica. En aquel tiempo en que el anexo sanitario era lo más moderno, nadie reparó en las posibles impropiedades que en lo futuro pudieran aparecer; el beneficio recibido sólo inspiraba la palabra 'gracias'.
   El patio sin cancha cívica, era amplio. Setenta metros de largo tenía por un lado, sesenta en lo ancho. Ahí retozaron sanamente y durante muchos años, los estudiantes de la época. Encantados, roña, el burro, la cebolla, matatena... cuántos juegos tenían los niños para divertirse en la explanada de tierra.
   En 1960, transcurridos ocho años, en el fondo de la letrina parece hervir una espesa nata blanca. Observando bien lo que se mece, se descubre que son gusanos. Los agujeros por donde les llega la luz y reciben el alimento, son enormes para los niños de primero y segundo grado. Además, como si el riesgo de caer como desecho estomacal fuera poco, debido al diámetro de los dichos agujeros, todo el plano que debiera servir para sentarse, está bañado con orines.
   Vista así la realidad, los estudiantes más grandes hacen lo que pueden para hacer buen uso de los anexos. Para los niños más pequeños no hay más remedio que acuclillarse en el terreno plano, sin siquiera hacer el intento por trepar al cajón que usan los niños mayores.
   Recordemos que el anexo ya tiene ocho años de uso; que las tablas ya no están tan firmes como cuando el edificio escolar fue inaugurado; que no son los padres de familia ni los profesores, quienes hacen el aseo de los sanitarios; que en fin, aquél es un mundo surrealista de asquerosidad mayúscula. Sin embargo, no es aquí en donde sucederán los dramáticos acontecimientos que tiempo después sobrevienen.
   En el año que se menciona, 1960, se realizó un trabajo de limpia en la fosa séptica. Eran viejos tiempos, se hacía lo que se podía. Y a decir verdad, conforme a la sincera intención de comprender la idiosincrasia de los funcionarios, que no capacitaron al personal de limpieza; a los mismos funcionarios menores de la Secretaría de Educación, que no orientaron debidamente a los profesores; y por último, a la inevitable curiosidad de los niños, se tomaría como normal y sin aspavientos el trabajo de vaciado de la fosa.
   Desde que la pipa de los desechos entró al patio escolar, los niños suspendieron labores, levantaron la cabeza, y corrieron a mirar de cerca el movimiento de los hombres, aún antes de que se anunciara con el silbato la hora del recreo.
   Vieron cómo se quitaba la tierra que cubría las losas, cómo descubrían los hombres aquella alberca de inmundicia; parados niños y niñas en el bordo de tierra que recién se había hecho, y en torno todos de aquél escenario de asco, seguían paso a paso las acciones de los trabajadores. Pero, ¿en dónde estaban los profesores?
   Claro que estaban lejos; unos en la dirección, otros en las aulas; escondidos del olor putrefacto y de la visión indeseable. Apenas uno se esmeraba en correr a los mirones. Pero era tan débil su voz ante el entusiasmo de los niños; tan poca la influencia que ejercía, que ciertamente deambulaba como esas golondrinas que ilusas vuelan solas, pretendiendo hacer primavera.
   En aquél rectángulo de cuatro metros de ancho, y con otros ocho de largo, los niños que escuchaban el regaño, simplemente se iban a la orilla opuesta. Tomaban distancia del mentor, donde aparentemente ni las miradas llegaban.
   Antes de seguir, cabe muy bien preguntar algunas cosas: ¿Por qué no se suspendieron las clases, para evitarles a los niños el riesgo de un accidente, los olores y la mala visión?, ¿por qué no se dejó aquella actividad para un día inhábil?
   Bueno, se dirá, son los gajes del oficio; es el resultado de la inexperiencia. ¿O será el sometimiento a los criterios oficiales? Pero en todo caso, ¿en dónde queda el sentido común?
   Afortunadamente no pasó nada. No hubo hechos qué lamentar. El anexo que se menciona siguió en funciones. También la fosa séptica. Pero desde luego, fue necesario el servicio de mantenimiento en cada tantos años. Así llegamos a 1983; año más o año menos que nada resta a la importancia del evento que nos ocupa.
   De nueva cuenta entraron los trabajadores al patio escolar. Igual que en el pasado los niños se inquietaron. Se ordenó el toque de receso. Los pequeños siguieron paso a paso los procedimientos laborales de los hombres. Observaron también el maloliente carro. Y como veinte años atrás, los profesores buscaron refugio para la nariz y otros panoramas para la vista. Nadie se responsabilizó de los curiosos, tampoco de los niños que siguieron jugando, indiferentes al evento de vaciado de la porquería.
   La alberca singular está hasta el tope. No se sabe la profundidad que invade el repugnante elemento. Los hombres dudan; hay incertidumbre en sus rostros. El trabajo nada envidiable les afecta el ánimo. Parados los niños en el bordo de tierra que los trabajadores han hecho, los observan; les notan el desaliento.
   De pronto se oye un grito infantil:
   -¡No; para allá no!
   Pero ya es demasiado tarde. De entre los niños que juegan a los 'encantados', una pequeña cruza veloz la barrera que hacen los niños en el bordo de tierra, y salta. La masa gelatinosa la engulle; la niña desaparece en segundos que parecen eternos, mientras en el público hay suspiros ahogados y expresiones atónitas.
   Dos de los trabajadores se sobreponen al asombro y saltan. Tratan de nadar, pero la ropa se los impide. Se esfuerzan aun así, para apenas recorrer un metro de distancia que hace la diferencia. Tristemente descubren que su impulso quedó insuficiente. Comparado con el vuelo de la niña, que le permitió llegar al centro de la grotesca mezcla, se quedaron cortos.
   Un niño, uno de tantos que pasan como anónimos, corrió a la dirección.
   -¡Una niña cayó en la caca! -anunció, sin detenerse a pensar si era correcto en el hablar.
   Hubo miradas de desconcierto. Tal vez algún profesor pensó en reprender al atrevido, antes de que repitiera el mensaje:
   -"¡Corran! -insistió- ¡corran!" Y mientras, él mismo se devolvió hacia el lugar del accidente.
   -¡La fosa! -gritaron los profesores.
En el lugar del accidente, los trabajadores ya habían llegado al punto de inmersión de la pequeña, justo cuando ésta emergía con la boquita abierta, tratando de respirar desesperadamente, pero tragando también el excremento de la superficie.
   Los profesores no llegaron a tiempo para recibir el cuerpecito de la pequeña. Fueron unos compañeros de los grupos superiores, y un trabajador, quienes tiraron de ella olvidándose de los escrúpulos; sin importarles en aquel momento de urgencia, si se ensuciaban.
   Otros estudiantes corrieron por cubetas de agua; y sin importar a quien le cayera el chorro, las vaciaban en los cuerpos apiñados, mientras los rescatistas aseaban principalmente el rostro de la niña.
   -¡Dueñas! ¡Es la niña del señor Dueñas! -se escuchó decir a quien era su profesor de segundo grado.
   Siguió la confusión. Alguien corrió a notificar a los padres, se apareció un taxista, se la llevaron a la ciudad más próxima... luego al hospital.
   Es imposible describir la consternación de los padres, de los maestros y los niños que se quedaron en la escuela. El resultado lamentable fue una enfermedad pulmonar, y una atención médica constante y de por vida.
   En aquella labor de limpia, igual que veinte años atrás, los profesores supusieron que nada pasaría si el trabajo se realizaba mientras los niños jugaran o estudiaran. Ya sabemos que no fue así. Igual que en la experiencia de 1960, dejaríamos las mismas preguntas: ¿Se podían suspender las clases, para que los niños no corrieran algún riesgo? ¿No era preferible perder un día de clases, que exponerlos a un accidente?
   Si ya con tener sanitarios en malas condiciones, los niños estaban expuestos a contraer una enfermedad venérea, ¿qué más podía esperarse de aquel foco de contaminación abierto?
   ¿Qué se puede agregar a la dramática situación? Tiene mil sugerencias y remedios seguramente, pero sólo podemos calificar los hechos como resultado de la negligencia. ¿De quién? ¿De los profesores? ¿Del sistema educativo, del cual era representante el director? Y por último cabe decir nuevamente, ¿y el sentido común en dónde queda?
   La letrina en cuestión, moderna o no en aquella época, sólo por diferencia de centímetros no tenía la altura de una mesa de comedor. Y, aunque la armazón del cajón estaba alta, no tenía escalones. Por esa razón, la parte donde debían sentarse los usuarios, siempre estaba orinada. Hemos de imaginar entonces, que la sentadera estaba tan alta, como los recipientes de los mingitorios públicos de la actualidad del 2012. Era imposible que un niño desahogara sus necesidades físicas con propiedad.
   Puestos de pie, los niños más pequeños apenas asomaban la cabecita para ver en diagonal el círculo de la taza que era de madera.
   Aquel hueco redondo medía 35 centímetros de diámetro. Estaba diseñado para las personas adultas. Y era, por ventura de aquellos tiempos, el entretenimiento de los niños más grandes, de aquellos afortunados que cursaban quinto y sexto grado.
   ¿Por qué servían de entretenimiento los agujeros?
   Porque allá abajo, a sesenta centímetros de profundidad, como arroz viviente se movían los gusanos. De ahí les venía, tal vez, la curiosidad y el deseo de saber si la inmunda alberca, también albergaba gusanos blancos.

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