jueves, 19 de abril de 2012

Cuatro de a caballo

      Dejando la cama en plena madrugada, Esteban Hernández, Timoteo Cervantes, Antonio Rojas y David Cibrián, se estiraron para espantar la modorra y echaron un vistazo a través de la ventana; ya era la hora indicada.
   Habían acordado con Álvaro, salir con la claridad del amanecer hacia Yécora.
   Cuando Álvaro llegó con las bestias ensilladas, apenas cruzaron el saludo correspondiente y los cuatro montaron con decisión, a pesar de que no eran expertos. Esteban venía de Mexicali, un horno seguramente creado por el diablo; Timoteo era de Veracruz y tampoco era de a caballo; Antonio, quien todavía olía a pañales con sus diecisiete años de edad, había terminado la instrucción secundaria a unos kilómetros de Torreón, y tampoco sabía de caballos; y el último que era David, había montado burros en pelo, pero de eso a sentir la silla bajo los muslos y llevar el ritmo de la cabalgadura, había mucha distancia.
   Los perros se inquietaron con el ruido que hacía la caravana, y ladraron para espantar las sombras que pasaban a esa hora tan impropia.
   "Ya verán -dijo Álvaro-, a eso de las cuatro o cinco de la tarde llegamos a Yécora". Nadie respondió. El tac-tac de las herraduras era el único ruido que descubría la presencia de alguien saliendo de Maycoba.
   El grupo bajó desde el manantial que había al pie de la montaña y enfiló hacia la iglesia, siguiendo la ruta del panteón para bordear el arroyo, antes de perderse entre los pinos.
   Sin exigir más conocimiento de los jinetes que el equilibrio, guiándose con el instinto, las bestias echaron los pasos hacia la salida. A poco más de una hora, los primeros rayos del sol se estrellaron en las crestas de las montañas. El bosque cambió de color; las aves dejaron los nidos y toda la campiña cobró vida ante los ojos de los viajeros.
   Debajo de los pinares apareció la espesura del pasto, en donde los cervatillos se escondían de los cazadores; en la distancia también se escuchaba esporádico el escándalo de los guajolotes silvestres; uno a uno los secretos de la montaña fueron quedando al descubierto: la brecha, las laderas, los barrancos y los pinos que igual que centinelas responsables, cuidaban las montañas.
   Cuando las bestias se aplicaron en remontar la cuesta, los jinetes inexpertos se prendieron de la cabeza de la silla y abandonaron el solaz del espíritu por garantizar la integridad física.
   Cuatro horas les llevó alcanzar lo plano del terreno en la cima de las montañas. Fueron cuatro horas de sentir bajo las extremidades el resuello de la bestia, urgida de llegar a su destino para tomar un descanso.
   Una vez alcanzado el terreno plano, aparecieron pequeñas laderas que hacían del camino subidas o bajadas leves y amables, las cuales dieron respiro a los animales y a los esforzados viajeros.
   Entonces la distracción volvió y el placer iluminó los rostros; los pinares calmos inspiraban paz y el silencio en sí no presagiaba mal fario. Pero de pronto, al pasar frente a unos peñascos que se escondían a quince metros de distancia, a la vera del camino, piafaron los dos caballos que iban adelante, aquellos que montaban Esteban y Timoteo. La desesperación fue tal, que ignorando la rienda echaron veloz carrera con franca intención de volverse a Maycoba. Nadie supo como bajaron los jinetes de aquellos animales sin juicio. Lo cierto fue, que casi en sincronía con el retobo y el corcoveo de las bestias, los dos misioneros saltaron a tierra firme, mientras el resto de la comitiva sólo miraba a los afectados, sin comprender lo que sucedía.
   Esteban echó al aire un grito horrible; al mismo tiempo se contorsionaba. Timoteo se espantaba algo que a la distancia nadie atinaba a descubrir; Álvaro en claro desconcierto, no encontró qué hacer. Sorprendido como estaba, parecía responder a la urgencia pero sólo movía la cabeza, las manos, y pelaba los ojos con desesperación. Por fin, al ver pasar las cabalgaduras sin rienda y sin jinetes, coceando y corcoveando, comprendió lo que pasaba y gritó:
   -¡Araparas!
   Aunque los misioneros sintieron que les estaban hablando en otro idioma, comprendieron que aquello significaba peligro, corran, huyan; pero ¿hacia dónde? Esteban seguía brincando y gritando como poseído del demonio; Timoteo manoteaba hacia algo, sin perder la concentración.
   -¡Ah, jijo!  ¡Ah, jijo! -repetía sin descanso, dándose vuelta hacia donde aquella cosa le buscaba el cuerpo. No podía distraerse ni correr, porque significaba el abandono de la defensa.
   Antonio y David se bajaron de los caballos afianzando la rienda, mirando al frente, hacia atrás, y al rincón de las enormes piedras desde donde se escuchaba que salían unos bichos como proyectiles. El zumbido ya era perceptible.
   Conforme las monturas cedieron, las hicieron retroceder poco a poco, alejándose del centro de batalla. El dolor de Esteban era tan intenso, que ya no se daba tiempo para gritar, para desahogar en ayes el efecto del castigo; y abrevió su lamento en un sinónimo que si bien era menos impactante, en la realidad física significaba mayor sufrimiento.
   -¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! -repetía incesante-.
   Así estaba el panorama cuando Álvaro volvió media hora después, trayendo de la rienda las dos bestias que habían escapado. Luego, entre todos apresaron a Esteban que seguía bufando y retorciéndose fuera de control. Una vez desabotonada la camisa y bajado el pantalón, le descubrieron una especie de abeja gigante atrás del muslo derecho, prendida a la piel como perro de pelea. El espesor del bicho era de centímetro y medio, tal vez un poco más; pero tan largo como una avispa. Y por su color amarillo podía ser un caramelo, un dulce de piña o naranja; sin embargo, en esa pesadilla era una simple arapara, una avispa de piedra que al picar provocaba fiebre y dolores espantosos. Una arapara prendida en el muslo, otra en la espalda, y una más atrás de la oreja izquierda, eran el infierno mismo para Esteban.
   Más adelante del camino, creyendo que un hormigueo en la nuca fuera el resultado de la sugestión, David pidió que le buscaran. La realidad puso a todos en movimiento: una arapara trataba de llegar a la piel de la cabeza. Milagrosamente, el pelo largo y enmarañado lo había salvado del castigo.
   Esta es una aventura real de los cuatro misioneros de a caballo; historia que en 1973 llevó a Esteban a la cama, con una fiebre que duró cuatro semanas. Llegar a Yécora en esta ocasión ya no fue un objetivo laboral, se convirtió en una prioridad, en una urgencia; ya que ahí se buscaría alivio para el compañero maestro de la Misión Cultural Rural No. 127, la cual se había creado en Maycoba, el 16 de julio de 1973.

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