domingo, 29 de abril de 2012

Los partos

   A la desgracia ocurrida desde el mes de agosto a diciembre de 1883, cuando la fiebre amarilla diezmó drástica y radicalmente la población en el noroeste de México, debiera sumarse lo que ya era riesgo común para las criaturas recién nacidas: el "mocosuelo" (mocezuelo). Esta enfermedad no fallaba al encuentro con su víctima, y las mujeres de experiencia que por alguna razón no habían "colaborado" con la muerte, sólo se santiguaban y decían a las madres primerizas: "ojalá que no te lo quite el mocosuelo". Sabían muy bien lo que decían; pues aunque conocían el secreto para hacer niños, y que año tras año se veían con el vientre inflado, lo cierto era, que hasta el momento de pujar para aventar la criatura al mundo, eso quedaba dentro de lo más fácil.
   Desde el momento en que una mujer se embarazaba, hasta que la partera hacía su negocio entre las piernas, no se vislumbraba peligro alguno. Se ignoraba que los niños podían venir sentados o con el cordón umbilical enredado en el cuello; también los efectos de la eclampsia y la preclampsia; si mortal era el sangrado, si el parto prematuro y el aborto eran de serias consecuencias; todo eso se ignoraba. Las parteras sólo podían resolver lo que llegaba bien; y tanto la enferma como la comadrona, esperaban que, "Dios mediante", el mocosuelo no hiciera de las suyas.
   Podemos imaginar seguramente, cómo es que la comuna vivía con el "Jesús" en la boca. Porque ya tronaban los cohetes aquí, mañana con el vecino o allá en otro barrio; y se sabía que eso anunciaba la muerte de un recién nacido. La muerte vivía en constante orgía, sin conocer el estado ahíto; engullendo sin descanso la sangre de los inocentes, y haciendo del panteón un lugar de lloro y dolor constante, en donde los minuetos de los violines hacían más dramáticas las despedidas.
   Lo de menos, pues, es ignorar el rústico alumbramiento y los cuidados que merecía cada parturienta. Sin embargo, sólo porque no pase al olvido la parafernalia del alumbramiento, asomémonos al evento del parto, como ayudantes de la comadrona.
   En la choza equis el marido hace un ensabanado alrededor de la cama. Esto es igual a lo que hacen los húngaros cuando tiran la lona alrededor de la pantalla y del espacio en donde los clientes habrán de acomodar las sillas, para ver la película. Pero aquí, en el rincón del jacal no se promete diversión; las sábanas cercan la cama de ixtle, en donde muy seriamente se juegan la vida una madre y su criatura.
   Cuando comienzan los dolores ya está presente la partera. Está preparada con trozos de tela suave para el recién nacido, y con otros de menos calidad que utilizará en el aseo de la enferma y del nene. Tiene agua hervida y tibia, tijeras, un trozo de tela que servirá de cordón para hacer los nudos del ombligo; el marido observa mientras sostiene una cachimba. Está pendiente de que todo lo necesario esté a la mano; de cuando en cuando le da ánimo a su mujer y le pide que diga constantemente lo que pasa en su cuerpo. La partera le pide a la enferma que abra las piernas cuanto sea posible, le exige que puje; que puje como si estuviera estreñida.
   La enferma obedece mientras suda con exageración, sin importar la temporada del año. Puja para deshacerse de aquel cuerpo que la desgarra. Sabe que lo más difícil es lograr que el niño saque la cabeza, y se atiene a las miradas y las voces que dan la partera y su marido.
   -¡Puja, puja! -apremia la comadrona-. ¡Más... más fuerte! ¡Puja; no te detengas! Esto es lo que sucede cuando el proceso de parto es normal. El niño asoma la cabecita, y de pronto salta hacia el vacío como si fuera una víctima de la natural explosión de la naturaleza. El primer milagro se consuma con el nacimiento; luego vendrá el segundo si sobrevive al mocosuelo; se convertirá en un milagro viviente aunque nunca se lo digan.
   Por último viene el corte del ombligo, el aseo de la madre y su niño, y la faja para ambos.
   -¡Listo! -dice la partera-. Ya saben, ella debe estar cuarenta días en reposo. Puede comer atole, tostadas, caldo de pollo y... nada de "quiero, quiero", mientras esté en la cuarentena.
   "¿Puede bañarse?", pregunta el marido.
   -No, no puede. Lo único que puedo permitir, es que la limpies con un trapo. Ah, que no le dé la luz del sol; y si ves que la luna se pone fea, tápala con un trapo rojo.
   Los partos normales tenían estas exigencias. Pero no todo era como debía ser. De tiempos muy lejanos, se recuerda que las mismas parteras complicaban el proceso de parto.
   Una, la de más experiencia y vejez, siempre tenía puesto un mandil para las necesidades de la cocina, pero también cuando ayudaba a "comprar". La dicha prenda no almacenaba mugre de menos de treinta días, antes de ir al lavadero; razón por la cual siempre tenía el color de la suciedad, el aroma del cochambre, y las pintas de la manteca que de cuando en cuando lo salpicaban. Como es de suponerse, a fuerza de echar olotes en el fogón, de barrer el hogar y levantar la basura, de remover los leños de la hornilla, de tallar los sobrantes de los platos, y hasta de acomodar las 'buñigas' que debían echar humo para espantar los moscos, la partera siempre tenía en la manta invisibles y peligrosos microbios.
   Y si esto fuera poco, tenía la santa mujer uñas largas y repletas de tierra. Aunque decía que se lavaba las manos, en realidad sólo metía las palmas en el agua y luego las secaba en aquella asquerosidad de tela. Y todavía, al ofrecer sus auxilios a la parturienta, hacía su cigarro de hoja y fumaba, en tanto miraba o exigía a la enferma que pujara.
   En este periodo de la 'Edad Media' moderna, había una segunda opción. Pero esta partera también tenía lo suyo. Se decía de ella, que con un grano de sal rompía la "bolsa" para apresurar el parto. No fumaba, no usaba mandil, pero terminaba espantando las energías cuando metía la mano para rasgar la placenta, haciendo que la parturienta cerrara las piernas como evitando por pudor una ventosidad, haciéndola arriesgar con ello la vida del producto y la propia, al dejar de hacer su lucha por parir.
   La más joven y menos experta, también espantaba con su técnica. Se decía que fumaba, que además, llegado el trance, le echaba un trago a la "pachita" que no le faltaba en esos casos, y que luego soltaba un "en el nombre sea de Dios" cuando adelantaba la presencia de problemas.
   Tan pronto como sentía lento el proceso del parto, se montaba en la paciente y la obligaba a pujar, hasta que bajaba el producto por la presión de los ciento diez kilogramos de peso, y los esfuerzos de la parturienta. Sin embargo, lo común entre las comadronas era el poco esmero en el cuidado personal. ¿De qué servían el agua y la ropa limpia que esperaban al recién nacido, si en las manos sucias iban los microbios?
   La orden fatal que daban las comadronas a los familiares, era la siguiente:
   -A este niño no me lo destapen, hasta que yo vuelva.
   Y la que así decía, volvía, sí, cuando ya habían pasado ocho o diez días. Para entonces, la criatura, entrapajada como tamal, ya era víctima de los gusanos que le horadaban el vientre, y resultaba imposible la recuperación. Con sólo mirar se sabía el caso perdido. El rústico tratamiento hecho a base de "criolina", sólo servía para martirizar más al angelito, antes de que falleciera por causa del mocosuelo; o tétanos, que para el caso era lo mismo.
   Como víctimas del mal trato que vivieron en sus partos, están en el recuerdo aleccionador doña Jesús Hernández, a quien se le murieron siete niños por causa de esta terrible enfermedad. Afortunadamente, por ser prolífica, le sobrevivieron otros siete con el cambio de partera.
   Otra víctima de las malas atenciones, fue Cuca Márquez, la mamá de Bucho. Gracias a que también fue buena paridora, le vivieron Celia, Librada, Chana, Olimpia y Tiburcio; cinco de los doce o catorce hijos que pudo haber visto crecer.
   El llamado 'mocosuelo' no era otra enfermedad que el tétanos, el mal que durante toda una vida hizo estragos entre la población de recién nacidos; era producto de la suciedad, de la contaminación; pero en aquel tiempo lejano nadie lo sabía. Aunque los angelitos iban cayendo a la fosa como de un gotero, la constancia de los sepelios no dejaba de llamar la atención. Los dos casos relevantes que aquí se mencionan, sirven para hacer notar que lo que se dice no es invento ni leyenda, sino la pura verdad.
   Allá en el panteón de El Venado, Nayarit, está una pequeña explanada, en donde se guardan para la eternidad, los restos de los niños de don Benito Cibrián y de su esposa Jesús Hernández. Ellos, don Benito y doña Jesús, formaron el matrimonio que salió más lastimado por el mocosuelo; el que fue la pesadilla de las madres que llegaban al momento de 'comprar'. Quizás después de leer lo anterior, alguien reconsidere los mensajes que se cruzan cuando uno pregunta "¿cuántos hijos piensan tener?". Porque si la pregunta es inocente y amable, la respuesta "los que Dios nos mande" no deja de ser juiciosa, respetuosa de los mandamientos de Dios. Y es que una cosa es hacerlos, indudablemente, y otra conservarlos, preservarlos de las enfermedades.
   En aquellos años, la ley de las probabilidades de que los niños no se lograran, siempre estaba en alerta roja por causa del mocosuelo. Y viene desde aquellos terribles tiempos esa respuesta tan conservadora "los que Dios nos mande", como una plegaria de los buenos padres.
   Subyace en esa respuesta, el panorama de zozobra que vivió la sociedad de aquellos años. Pero debemos reconocer que aún ahora, cuando las clínicas, los hospitales, las enfermeras y los doctores ofrecen otras posibilidades de éxito para las parturientas, las exigencias sociales están a favor de las familias pequeñas. Son otros tiempos; ahora los niños no se mueren, simplemente no nacen.

Quehacer Cultural 779 y 780, de Diario del Yaqui.

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