domingo, 22 de enero de 2012

El padre se robó a la María

   Si los malos tiempos exigían postración beatífica, o si la intención de ir a misa era suficiente agradecimiento por la gracia concedida, ni Lidia ni Roberto lo supieron. ¿Quiénes eran ellos, para conocer los misterios del Señor?
   Cuando llegaron a la humilde parroquia, todo era bullicio. La gente iba y venía hablando entre dientes, buscando con desesperación. Las mujeres, principalmente, trataban de contener los malos comentarios cubriéndose la boca con el rebozo. Pero con todo y la buena intención, hacían escuchar sus cuchicheos.
   -No, pa' mí que si el padre no aparece, es porque algo muy malo está pasando.
   -Cállate mujer; estamos en la casa de Dios.
   Las mujeres mayores como doña Luz, doña Chona y doña Cirila, que eran las que más se dejaban mirar en aquel alboroto, tenían conocimiento de la historia que se rumoreaba en torno a la parroquia. Por ser asiduas concurrentes a los actos litúrgicos, estaban enteradas hasta de aquello que no importaba a la santa fe. También, para vivir felices, alguna vez habían aprovechado eso de "entre amigas" y "no se lo digas a nadie", para echar a volar secretillos falsos que servían para poner a prueba a las mujeres ingenuas.
   El supuesto secreto, se iba de boca en boca, creciendo, asombrando conforme a la creatividad de las chismosas; y volvía buscando el origen, en su obligado caballo de humor: ¿quién te lo dijo?... me lo contó fulana. Finalmente, la puntada era cerrada con un divertido "quería calarte". ¡Vaya, si las tres doñas eran de temer!
   Pero no todo lo que borregueaba tenía el sello de la mentira. Un año hacía, que el cura en turno, recién salido del seminario, persignado, mustio y modosito, había llegado a pie y se había ido en coche nuevo. Y las malas lenguas seguían afirmando: se fueron rodando las limosnas, las misas, los bautizos, y hasta las bodas de los valientes que se animaron.
   Tiempo atrás, el cura anterior también dejó malos recuerdos: mandó bajar de la torre, la campana que mejor sonido tenía, la que al decir de la gente, se escuchaba hasta el otro lado del mundo; ¿y todo para qué?; para llevársela sin que se supieran causas ni pretextos. Ni él ni la campana volvieron.
   -En mil campanas, aseguró Donato, yo conozco la que nos robaron.
   El sonido se mete en las orejas como miel de penca, como el zumbido de los enjambres que se van poquito a poco.
   A pesar de tantas inconformidades, ya no golpearon los badajos; ni en mil ni en una. La campana se perdió, y los devotos se quedaron durante muchos meses, sin oficiante ni instrumento pregonero de la santa voz.
   Ahora, el tiempo que había pasado tenía tranquilos a los parroquianos, conformados con aquella cosa que ruideaba como cartera de panadero; y que no se escuchaba siquiera a la vuelta de la esquina. Después de dos malas experiencias, ahí estaba el pueblo; primero a la expectativa, luego en su triste realidad: sin guía espiritual.
   -Vayan con María Bailón, pidió doña Luz.
   -¿Ella es la que lava la ropa del padre?, preguntó la voluntaria.
   -Ella mera. Ella tiene que saber algo del padre... ¡cómo que no aparece!
   La gente que se quedó esperando, aprovechó para especular. Uno se había llevado la campana; otro había gastado las limosnas en su provecho; ¿qué más habría de interés, que pudiera llevarse un sinvergüenza?, ¿el crucifijo que estaba en el altar mayor; el Santísimo? La inquietud tenía mil razones de ser.
   De pronto apareció Donato, el picueco más extrovertido de La Escondida. Atrás de él, jadeante y sudorosa, también regresaba la mujer enviada por la información. Los dos hablaron a un tiempo:
   -¡No hay misa; vámonos!
   -¿Pero qué pasó?, les contestó un coro de diablas, ¿por qué no hay misa?
   Mientras la mujer iba a santiguarse al pie del crucifijo, Donato respiró hondo y trató de satisfacer la curiosidad de la gente.
   -No hay misa, señoras; anunció por segunda vez.
   Aunque el volumen de la voz brotó normal, resonó en el santo y silencioso espacio de la parroquia.
   -¿Por qué, Donato?, ¿qué dijo María?
   -Nada. Ha de estar durmiendo calientita.
   -Pero el cura, Donato; ¿no está?
   -No, señoras; ni el cura ni María.
   Las miradas no pudieron ser más interrogantes, pidiendo información. Que ninguno hubiera sido localizado, no necesariamente era malo; que María Bailón durmiera fría o caliente, no era razón para suspender una misa. La gente se negaba a creer que las palabras de aquel hereje trajeran malas noticias; se negaba a mirar en aquel rostro el mensaje de alarma.
   -¿Qué pasó?, dinos qué pasó; le exigía.
   Finalmente, Donato, deseando dejar abierta la posibilidad de un mal entendido, soltó la noticia:
   -Nada; nada que yo 'haiga' mirado; pero según parece... el padre se robó a la María.
   -¡Madre santísima! -Exclamaron las mujeres-, ¿cómo que se la llevó?
   Y una voz nueva intervino en defensa del párroco.
   -¿Cómo se le metería el diablo a esta muchacha? Qué necesidad había de que sonsacara al padrecito...
   No terminaba de manifestarse, y aún movía la cabeza en señal de franca desaprobación, cuando le dieron la respuesta.
   -Anda tú; estás llena de chamacos, y no sabes cómo se le mete el diablo a una mujer.
   Otra mujer que prudentemente ignoró la chanza, abundó en la insensatez a pesar de lo bien intencionada en sus palabras.
   -Era la viva tentación en la casa cural. Era el cántaro que a tanto y tanto...
   -Era nada, señora; atajó Donato. La mujer que quiere diablo, hasta en la sotana lo encuentra.
   La gente mayor, influenciada por las decepciones de toda una vida, tenía una visión y un concepto diferentes de lo que era un sacerdote. Si bien había quien los veía como santos, para los detractores de edad no eran menos hombres ni menos pecadores que cualquier vecino. Decir padre, cura o sacerdote, no pasaba de ser simple reconocimiento al estudio; como albañil se le decía a quien pegaba adobes, y panadero al que hacía pan. Por lo pronto, faltaba confirmar la huída de la pareja, antes de enjuiciarlos y condenarlos.

(Vaya diablo sotanero).
  

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