domingo, 29 de enero de 2012

Panadería Ayón

   Don Crescencio ya se ve cansado de trabajar. Aunque tiene 65 años de edad, ya camina lento y en su hablar no hay el brío de su muy lejana juventud. Los movimientos que realiza para atender a los clientes, tienen la cadencia de los hombres senectos que la gente traduce en precaución. Sorprende que sólo tenga 65 años de vida; al verlo, se pensaría que tiene setenta y cinco, o más; pero nunca los que dice. Y es que arrastrar los pies y apoyarse en los objetos que hay al paso, no es de las personas de acción. Eso es lo que normalmente se piensa. Con él no funciona esa lógica cuando mueve sacos de harina y azúcar para amasar.
   Tenía veintidós años cuando él y su papá se hicieron de la 'Panadería Azteca', en 1968. Desde entonces, todo fue trabajar sin pensar en los días o las horas de descanso. Ni la pobreza del vecindario, ni la famosa devaluación "López Portillo", y la crisis económica que siguió para el pueblo, pudieron desde entonces, quitarle el pan de la boca a su familia.
   A pesar de sufrir las consecuencias del oficio, don 'Chencho', como se le conoce desde que aparentó más edad, se ve feliz. Mira el entorno, entrecierra los ojos, mueve la cabeza para asentir lo que piensa, golpea suavemente el mostrador, y dice:
   -Desde que mi padre y yo quedamos al frente de este negocio, no han faltado los clientes... no me quejo. De aquí salió dinero para que mis hijos estudiaran y salió algo tal vez más importante: la responsabilidad que los hizo hombres y mujeres de bien.
   Al caer las tardes, las vitrinas se quedan vacías; también las canastas de los vendedores ambulantes y las cajas que se utilizan para los pedidos foráneos.
   A espaldas del despachador hay una puerta amplia. Da, según dicen los amigos de la harina, a la sala de laboreo. Abierta de lado a lado, esa puerta deja mirar a través de la tela mosquitera todo lo que hay en el corazón de la tahona.
   Desde el mostrador, aun sin ser curioso el cliente, se puede ver un horno gigantesco allá en el fondo; también una pala de madera y mango largo, a un lado de la boca.
   "De ahí sale el pan, directo a las mesas de los clientes" -dice don Crescencio.
   Pero al ver aquella boca del horno, que se antoja de dragón porque echa fuego, se ha de pensar forzosamente en el contraste de las temperaturas que arrugan el rostro de los trabajadores; en el calor sofocante que reciben de frente los paleros, y en el aire fresco que les llega por la espalda.
   Don Crescencio sigue con el tema: "conchas, puerquitos, birotes, también donas, polvorones, virginias, galletas duras, arepas... todo lo que se hace en las mesas, entra crudo y sale caliente y sabroso; listo para el café, la leche o el chocolate".
   Mirando siempre desde el mostrador, asomándose desde la puerta que queda a espaldas de don Crescencio, se ve que a la izquierda hay una estantería; es la jaula donde reposa el pan que sale del horno. A la derecha está una batidora mecánica. Es un aparato que se parece al molino 'Estrella', tan usado por las mujeres del campo para moler el nixtamal; sólo que por su enorme tamaño, tiene una taza que se asemeja a una olla tamalera. Más al fondo pero siempre a la derecha, hay otro estante que sirve para los moldes especiales.
   El visitante curioso, que por primera vez se asome a este centro de trabajo, tal vez pregunte:
   -¿Estas son las mesas del amase?
   -Eran; ahora nos valemos de esta maquinita -responderá don Crescencio, señalando hacia la cosa que parece molino de nixtamal-. Estas mesas quedaron para moldear, encarterar y empalar.
   "La historia, le digo, la historia de su panadería, don Crescencio; ¿la sabe?"
   -Uh, señor -responde-; de este negocio vivió la familia de mi padre, primero; después la que yo formé; y me pregunta si conozco la historia.
   El dueño original de mi tahona fue don Chema, un señor que era de Santiago; a él se la compró don Adolfo de la Rosa y la trabajó muchos años. Recuerdo todavía que el negocio se llamaba Panadería Azteca. Después, en 1968, mi papá y yo la compramos, le pusimos 'Panadería Ayón', y desde entonces aquí estoy.
   A punto de salir, después de felicitar a don Crescencio por su constancia y su fe en el trabajo honrado, descubrí en su rostro la satisfacción del hombre que de verdad se gana el pan de cada día, con el sudor de su frente.
   En la esquina donde doblan los coches que van para el barrio Tijuanita, o que siguen de paso para las comunidades Juan Escutia, San Lorenzo y La Laguna, está la 'Panadería Ayón', la que es el orgullo de don Chencho. Más de cuatro décadas hay en el modesto centro de trabajo que administra la familia Ayón. Y yo me pregunto mientras me alejo: ¿en dónde no hay trabajo?, ¿para quiénes no hay empleo?

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