martes, 3 de enero de 2012

Feliciano

    Allí estaba Feliciano, con los brazos levantados cual ave que quiere emprender el vuelo, soportando el dolor y la incomodidad de la piel quemada y las ampollas en las axilas. La gente decía que su problema había comenzado, cuando compró por error aquel insecticida en aerosol creyendo que se trataba de un desodorante, pero él sabía que su problema había comenzado mucho antes, cuando abandonó el estudio antes de saber leer y escribir.
    Había vivido convencido de que todos los que estudiaban eran perezosos, inconscientes y desobligados, porque todo ese tiempo que dedicaban para rayar el papel y el pizarrón, bien podían utilizarlo en trabajar "como hombres" y dejar de estar jugando a la escuelita.
    El día que se echó el insecticida, cómo deseó regresar el tiempo para rectificar y convertirse en el mejor alumno de la profe.Su realidad era dolorosa, y él más que nadie lo sabía.
    La verdad de su problema estaba mucho más lejos de lo que él pensaba. Don Pedro, su abuelo, jamás tomó un libro y le cumplió a su familia sobradamente con trabajo. Cuando sus hijos crecieron, las cosas fueron mucho mejor y pudo, con el esfuerzo de todos, hacer una casita para cada uno.
    Pero antes de morir el abuelo reconoció su equivocación. Enfermedades desconocidas diezmaban al ganado. Los platanares se secaban, y las casitas fueron las únicas que quedaron de aquella bonanza que a tantos había deslumbrado. Los tiempos en que una sola vaca era suficiente para hacerse ganadero, habían terminado. En el lecho de muerte el abuelo dijo a sus hijos: la educación es la mejor herencia.
    El papá de Feliciano fue el único que no se dio por enterado; aun en el velorio reclamaba al cuerpo de su padre la poca convicción de las ideas que había pregonado. Al amanecer, y ya con mucho tequila en el estómago, se acercaba al abuelo y le gritaba: "¡Rajado! ¡Me mentiste!"
    En la mente del muchacho no había indicio del velorio del abuelo. Quizá con el tiempo la gente del pueblo le haría saber que él estaba muy chico cuando el acontecimiento hizo historia. Por lo pronto sus ideas y su ánimo se revolvían en busca del culpable, pero se daba cuenta que era el heredero de una tradición equivocada, que lo sucedido era un motivo para despertar. La ira tan difícilmente contenida no era para segundos o terceros, y estalló.
    Como un hecho insólito se asentó para siempre el reclamo que Feliciano hiciera al tendero:
    -¡Vengo a decirte que soy un imbécil!... ¡Me has levantado las manos para que vuele!... ¡Y volaré... volaré!

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