domingo, 1 de enero de 2012

¡Vaya tío!

  Nosotros no éramos ricos, no, ¡qué va! ni siquiera éramos pobres; porque los pobres tenían el consuelo de comer frijoles, tenían el consuelo de sembrar y cosechar el maíz y el frijol que se comían. Nosotros no. Nosotros apenas le hacíamos fiesta al molcajete. Y cuando descubríamos alguna mancha de verdolagas, era como descubrir un tesoro. Entonces sí comíamos con ganas, y hasta nos daba gusto dejar la plasta verde cuando hacíamos la necesidá. Pero eso no era siempre. Eso era cuando jugábamos a las escondidas entre las milpas.
  En ese entonces yo no entendía por qué éramos más pobres que los pobres. Si sembrábamos en los cerros, si teníamos una parcelita allí pegadita al río; si éramos trabajadores y conocíamos los secretos de la siembra que se hacía en los cerros y en la tierra plana.
  A lo mejor, señor cura, los trece años que tenía cuando terminé la escuela no me ayudaban pa' entender eso. Pero hay otras cosas que uno sí entiende. Por decir algo, la cara idiota que pone la gente cuando quiere esconder en una risa una maldad.
  Oiga bien, esa cara no se olvida. Yo lo supe bien cuando fui con mi padre a revisar el cerco de la parcela; porque se habían metido las vacas y los caballos y habían trillado el maicito y el frijol, cuando apenas aventaban pa'l cielo la punta de sus primeras hojas.
  Estaban los postes solos; no tenían alambre, y estaba claro que alguien hasta les había hecho camino a los animales pa' que se metieran onde no debían; y le puedo asegurar que ni querían. Porque por fuera, el pasto que nace con la lluvia estaba tupido; y adentro la tierra estaba pelona, estaba mojada, y no servía ni de echadero.
  Todo estaba claro, cuando mi padre hizo cuenta del daño.
  -¿De modo que se te metieron los animales?...a lo mejor el cerco tenía algún abujero... ¿ya lo revisaste?
  Eso dijo el que siempre se ha dicho hermano de mi padre; y le puedo asegurar que hasta yo, que no sabía de las cosas del mundo, sospeché de aquél que se decía mi tío.
  -¿No viste nada?
  .No. Bueno, lo que vi fue que los animales ya iban de salida... pero eso no sirve de nada. Si de suerte no se metieron a mi parcela.
  Ahí fue donde conocí la malicia, onde supe lo que era rastrear hasta las palabras huecas de la mentira. Por eso se me revolvió el estómago cuando vi que ese tal Manuel Castillo, fue llegando a la casa como si fuera la gran cosa.
  Yo sé que lo mandaron sus hijos porque ora lo miran fregado; y que bien se acuerda de todo lo que sembró. Ha de sospechar su fin y quiere morir entre los suyos; pero los suyos están en Tijuana. Allá están sus hijos y su mujer, aunque ellos tampoco lo quieran... porque cómo lo mandan solo como si fuera un arrimado apestoso. Aquí estamos los ofendidos, señor cura.
  Si no lo quieren sus hijos y su mujer, menos yo, que bien me acuerdo que por su culpa siempre fuimos más pobres que los mismos pobres.
  -Vente a comer con tu tío -me dijo mi madre. Y yo lo vi y quise buscarle los ojos pa' ver si hallaba una pizca de arrepentimiento. ora que lo miraba todo fregado, todo tembloroso, sin poder trabajar y olvidado de los hijos. Pero se agachó, no dijo nada. Y fue entonces que me dieron ganas de vomitar.
  -No, madre... yo no tengo tío. Si ese puerco va a comer en plato ¿entonces pa' qué queremos la canoa?
  De pronto hierve la sangre, padre; de pronto me vaciaron el pasado lleno de maldad; y ora que tanta hiel me había amargado el corazón, ahí estaba el desgraciado comiéndose mis frijoles. Por eso le busqué los ojos, por eso le tiré en su cara el veneno que traía.
-¿Te acuerdas, Manuel Castillo, cuando te robabas los pedazos de alambre... cuando dejabas adrede aquellos portillos por onde tú y tus hijos arreaban el ganado pa' que trillara la siembra?
  ¿Te acuerdas de cuando abrías la puerta de la parcela, para que entraran las vacas?
  ¿Te acuerdas de cuando tus hijos se acomodaban en el bordo del río pa' jugar al tiro al blanco, y que las balas de tu rifle veintidós nomás pasaban zumbando por arriba de mi cabeza? Y tú, víbora, nomás decías: "Así son mis muchachos, no se aguantan".
  Pero él no contestaba, padre; no habló, no me miró. No tenía cara feliz, ni de arrepentimiento; tampoco tenía tristeza, ni ganas de levantar los ojos, ora que yo me había hecho hombre de puro milagro.
  No sé si entre los tragos de frijoles se le iban los tragos de saliva cuando yo le iba refrescando la memoria; tampoco sé si él sintió ganas de correr cuando le fui contando sus fechorías y las calamidades que por su culpa habíamos pasado. Lo que sí recuerdo es que me descubrí mirándole el pescuezo, viendo que comía despacio, como si en el plato tuviera un pescado lleno de espinas.
  -Cuando nosotros, ora mis hermanos y yo, rodeábamos la mesa pa' servirnos la salsa del molcajete todos los días, tres veces por  día; nos poníamos un vaso de agua por un lado, y nos asegurábamos de que el cántaro estuviera lleno. Pero a pesar de las prevenciones, nadie quería ser el primero en echarse la lumbre a la boca. Ya sabíamos que salía bigote colorado, y que la mancha le daba vuelta a la boca hasta que nos hacíamos jetones.
  Pero con todo ese mal "siempre hacía Dios el milagro de convertir el fuego en alimento".
  Apenas hallaron mujer, y sin que se dieran cuenta, la diferencia entre los hermanos se hizo grande -eso cuenta la gente. Ese tal Manuel Castillo, que ya era presumido, que era de los que buscaban los bailes pa' presumir el caballo bailador y de buena estampa, enseñó el cobre.
  Si cuando fue hijo de familia enseñó sus mañas pa' no trabajar y pa' divertirse, ora que ya se estaban poniendo varejoncillos sus propios hijos, buena oportunidad se le presentaba pa' hacer cuamiles grandes, pa' levantar buenas cosechas y pa' divertirse. Pero en eso él, como jefe, nomás iba a dirigir; y nadie de los suyos perdería su tiempo yendo a la escuela onde se hacían flojos.
  Así le pasó a ese Manuel Castillo. Después de casarse se hizo descarado, egoísta, ambicioso. Se creyó inteligente y quiso hacerse cacique. La desgracia fue pa' los hijos, que no les quedaba otra cosa que obedecer; ora que ya pasó el tiempo, ya se sabe lo que piensan y lo que sienten.
  Con mi padre, ora Felipe Castillo, que de por sí ya era de trabajo, nomás se enraizó con más fuerza la idea del progreso por la vía de los libros.
  Ese fue el pecado de mi padre: no pensar igual que su hermano mayor, que se decía inteligente. Con el matrimonio cada quien siguió su propia horma y de allí nació la maldición de ese desgraciado pa' mi padre: "De mi cuenta corre que tus chamacos piojosos se críen con chile".
  En un principio mi padre no tomó en cuenta el disparate, pero cuando no logró la siembra de los primeros años, supo que atrás estaba la mano de su hermano Manuel. Por si la sospecha no fuera suficiente, la gente lo descubrió y llegó el momento en que de plano se descaró.
  -¿Te acuerdas Manuel Castillo, de aquella vez que te descubrimos cortando los arbolitos de la huerta? Ahí andabas, trabajando a favor de la desgracia de unos sobrinos que nada te debían, de un hermano que había cometido el error de pensar diferente.
  En ese lugar, y en ese momento, yo fui testigo de la cobardía que te distingue. ¡Quién va a creer tamaña desvergüenza! Después de hacer todo lo posible por desgraciarnos la vida, aquí llegas, precisamente a la casa de la familia que tanto has ofendido.
  ¿Te das cuenta que cometes un nuevo disparate?
  ¿Cómo te atreves a decir 'ya vine hermano, mis hijos no me quieren porque nunca les di escuela'? Si aquí es el último lugar onde debes presentarte.
  ¿Acaso no te das cuenta de que en ese plato te podemos devolver el cariño que nos diste por más de veinte años?
  Hasta ese momento, y justo cuando acababa de tragarse el último bocado, levantó la mirada. Yo le noté bien claro que las ideas se le enredaban; tal vez quería pedir perdón, a lo mejor nomás quería decir que no había otro lugar onde pudiera refugiarse, ora que la mujer y los hijos lo habían corrido; pero lo cierto de esa ocasión, en que se presentó como si llegara a una casa onde gracias a él hubieran sido muy felices, es lo que dijo:
  -Estoy viejo.
  -Y yo crecí -le dije-, y estás aquí, en mis manos. ¿Sabes lo que esto quiere decir?
  Seguro pensó lo peor. Porque de pronto peló los ojos, y nos vio como si apenas descubriera que no estaba solo.
  Mi padre estaba sentado enfrente de él; mi madre, Agustina, miraba desde atrás del metate, onde tantos años llevaba moliendo los tomates para la salsa. Mis hermanos, todos más chicos que yo, pero ora convertidos en hombres hechos y derechos, lo miraban como se mira al desconocido; y desde luego, ahí estaba yo, sacando el pasado de aquél que se decía mi pariente.
  -A lo mejor ora sí estamos al mismo nivel; a lo mejor ya podemos devolver golpe por golpe, aunque ya eres el puro cascarón, Manuel Castillo; pero justo era al revés, cuando nosotros éramos unos chamacos que no podíamos meter las manos, y tus hijos ya estaban viejotes y traían caballo, y rifle, y pensaban como animales ponzoñosos, igual que la cosa que les tocó por padre.
  Así le dije, padre; sacando todo el resentimiento que se había amontonado en tantos años de recibir agravios. Ya no se trataba de poner la otra mejilla, como cuando caían las ofensas, cuando nos quedábamos quietos, esperando que la mano se devolviera pa' que emparejara el color y nos dejara igual, como antes de recibir  el primer golpe.
  Y así sucedía, padre. Luego que no valían las resiembras, dejábamos en paz la idea de la cosecha, y nos alquilábamos onde se podía y cuando se podía, pa' irla pasando con lo poquito que nos pagaban.
  Yo creo que se convenció de que andaba miando fuera del hoyo, porque ni las gracias dio cuando se levantó y agarró el camino por onde se nos había aparecido a la hora de la comida.
  Mi padre se levantó y le gritó "¡Manuel!"
  Yo no sé si le pensaba decir "Así es mi muchacho, no se aguanta", o si quería desearle buen viaje; lo cierto es que se quedó con las palabras en la boca, y con la mano estirada, con una señal que parecía decir ven, pero que al mismo tiempo decía adiós.
  -Déjalo que se vaya, padre; al fin que no perdemos un tío que nunca tuvimos.
  Y se fue; por eso vengo a confesarme, pero no a pedir perdón. Porque al fin y al cabo nunca se hizo querer. Se fue, simplemente se fue, después de comer y de oir la infamia cometida contra la familia de su hermano Felipe.
  Yo no sé si en mí reconoció a Juanillo, aquél que siempre fue testigo de los corajes y de las frustraciones de mi padre.

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