lunes, 2 de enero de 2012

Lorenzo

    Allí, pegadito al río, a media cuadra del bordo, vivía Lorenzo. Lo recuerdo a él y a la choza donde se crió como si estuviera viendo una fotografía que captura un cuerpo en un tiempo determinado.
    En mi mente vive estático, aunque haya pasado el tiempo. Lo veo de nueve años, vistiendo el calzón de manta que su mamá le fabricó. No era el único en vestir así, como tampoco era el único que andaba descalzo, padeciendo hambre y frío. La verdad es que lo recuerdo por las características que lo distinguían de los demás.
    Causaba risa su afán constante, obsesivo, en el sentido de abandonar la pobreza, salir de ella algún día, cuando fuera licenciado. Las bajas calificaciones y la facilidad con que dejaba el estudio por la observación de la naturaleza, hacían suponer al eterno habitante del oscuro mundo de la ignorancia.
    Sus ideas, cuando las manifestaba, alegraban a los oyentes, pero no le iba a la zaga su presencia. Como puesta a propósito, lucía en las sentaderas la palabra "azúcar", anunciando involuntariamente al ingenio azucarero que lo había favorecido con la manta del calzón.
    Para el pueblo ciego, que con la risa oculta su ignorancia, pasaba desapercibido el firme propósito de Lorenzo por cambiar su mundo.
    Antes de irse a la escuela, salía con la cubeta o la canasta a vender plátanos, mangos o pan. Al regreso ocupaba su tiempo en la captura de una tortuga o un armadillo, con la idea clara de que faltaría a la escuela, pero a cambio llevaría a su casa algo más sustancioso que los reglazos de la maestra. No sé si cumplió su promesa y logró lo que pregonaba desde su infancia. Lo cierto es que nos quitaba las penas cuando aparecía.
    Para los comerciantes era Lorenzo el de la competencia. Para el pueblo simplemente era Lorenzo, porque aquí cualquier hijo de vecino que se revela contra el destino que tenemos los pobres... simplemente es Lorenzo.

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