lunes, 2 de enero de 2012

Felipillo y su tesoro

    Era el año de 1960. La época de lluvias estaba tocando a su fin; las clases habían iniciado y Felipe se encontraba muy contento porque ir a la escuela le significaba diez centavos para gastar en el recreo.
    Durante las vacaciones había soñado con el retorno a clases y con aquellas monedas de cobre donde aparecía el rostro de Benito Juárez, o el número diez en la moneda plateada y el águila devorando la serpiente.
    Había ocasiones en que oía sonar las monedas y adivinaba que al estirar la mano recibiría dos de a cinco centavos; en ellas veía a doña Josefa Ortiz de Domínguez. En el trayecto a la escuela se acercaba las monedas a la boca y decía: "Yo también la quiero, doña Josefa, no piense que don Miguel es el único... aunque yo no soy Corregidor".
    Don Benito Juárez no lo inspiraba. Tan serio como lo veía, le hacía pensar que habiendo sido presidente de la república tal vez no hubiera querido a los niños descalzos y mal vestidos que le recordaran su pasado.
    El recreo era su martirio. En vez de jugar con los amigos, se pasaba el tiempo mirando todo lo que ofrecían las vendedoras. Y como siempre, en el último minuto compraba 'galletas duras'.
    Después de tanto preguntar por los precios, se daba cuenta de que era lo único que podía adquirir.
    -¿Cuánto vale el vaso de agua?
    -Veinte centavos.
    -¿Y las tostadas?
    -Veinte centavos.
    -¿Y los birotes?
    -Veinte centavos.
    Siempre era lo mismo. Le consolaba el hecho de que nadie quería poner a prueba la dentadura y por esa razón no le pedían galletas. Hasta que la suerte cambió.
    Un día de lluvia torrencial había impedido que Felipe y sus hermanos disfrutaran del baño acostumbrado, tomando a las nubes como regadera; el aire, los rayos y las centellas amedrentaron a la chiquillada del pueblo, privándolos en esa ocasión del paseo por las calles empedradas.
    Al amanecer las resacas daban fe del chubasco vivido. Curioseando en una de ellas apareció poco a poco ante la vista de Felipe, aquel papel rojo y ajado que se había resistido a continuar el viaje hasta el río ya próximo, oponiéndose a la fuerza del agua que escurría, para fortuna del curioso y pequeño investigador.
    -¡Un peso!... ¡un peso!... -gritó, sorprendido.
    Al ir nuevamente a la escuela ya no deseó lo que otros compraban. Alguien descubrió que traía un peso y se lo contó a las vendedoras.
    -Ya que traes un tesoro, Felipillo, di ¿me vas a comprar galletas duras?
    Observando a la señora y a las galletas, y apretando en la mano su tesoro, contestó con la firmeza de un razonamiento:
    -No, porque se me acaba.

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