viernes, 20 de enero de 2012

Yo no tuve abuelo

    Los abuelos, según cuentan los imaginativos con fervor infantil, son los que consienten a los nietos; los que haciendo alarde del conocimiento adquirido a través de los años, trastocan las realidades de otro tiempo, las manipulan, para convertirlas en cuentos.
    Yo me digo: puede ser. El que conocí fue diferente.
    Era viudo. Nunca me contó historias de mi abuela; ni verdades ni mentiras. Dicen que tocaba el violín, pero nunca le oí tararear alguna vieja melodía. Que era herrero, puede ser. En un tejabán estaba un yunque, pero él nunca me platicó de los colores mágicos del fuego, ni de la fragua o la historia del carbón. Yo sólo sabía de él, que era mi abuelo.
    Un día, de esos que se asientan en la memoria cuando la conciencia duerme, yo me descubrí obedeciendo una orden.
    -Niño -dijo mi padre-, ve corriendo por tu abuelo; dile que venga a desayunar.
    Y fui por él, le di el recado, lo tomé de la mano y lo llevé al hogar. Él escuchó el mensaje y simplemente se dejó llevar. Caminamos en silencio, como dos desconocidos. No se interesó en las cosas de mi corta vida, yo no quise perturbar su pensamiento, no quise buscar con palabras imprudentes los recuerdos del hombre que era mi abuelo. !Qué sensación tan extraña sentí, al tocar la mano de la indiferencia!
    Así pasó una vez, y otra, y otra; sin que una sola palabra saliera de su boca; sin que yo conociera la voz cálida del afecto.
    Me recuerdo todavía levantando la mirada, observando su rostro, con hambre de aquellos cuentos que otros niños disfrutaban. Pero él, atrapado tal vez en el pasado tormentoso, mudo seguía. Sin hablar del acero dócil sometido tantas veces a su voluntad, ni de las viejas serenatas que yo sólo imaginaba para la joven que sería mi abuela.
    Luego de sentarse, sonreía en plan agradecido, me acariciaba el pelo, y yo me escabullía por ahí, pendiente de sus movimientos y sus palabras.
    Siempre sucedía lo mismo: una vez servido el plato que era de frijol caldudo, y la taza humeante que era de café negro, tomaba el salero y lo vaciaba en el café; destapaba la azucarera, y le ponía seis cucharadas a los frijoles.
    Yo hubiera creído que así le gustaban los alimentos, pero no; se me ocurría al fin que no miraba.
    "Ah, qué dulce me quedó", decía del plato; "ah, qué salado está el café", decía de la taza. Luego, comedido mi padre, retiraba el desperdicio y pedía:
    -Sírvele otro plato, mujer; dale más café a mi padre.
    Y mi madre, silenciosa, cumplía la orden. Pero allá, a espaldas de los comensales movía la cabeza y la boca; como diciendo alguna inconveniencia.
    De pronto, como si el incidente hiciera un milagro, el abuelo dejaba escapar las únicas palabras que recuerdo:
    -Eres muy bueno, hijo. A ti te voy a dejar la casa.
    Estando él vivo todavía, nunca supe por qué confesaba un sentimiento especial; nunca supe también, por qué prometía lo que nadie le pedía. Lo que sí era claro, es que después de hacer aquella promesa, todo volvía a la normalidad del silencio, de la mudez total.
    Así sucedía siempre. Yo iba por él, él tomaba asiento, cometía la barbaridad, le servían de nuevo, prometía, terminaba el desayuno y se iba; claro, sin faltar los gestos y las palabras inconvenientes de mi madre. Ella más que nadie sabía la situación apremiante de la familia.
    ¿Cuentos, historias, recuerdos? No, no los conocí.
    Al fin, siendo yo niño aún, el abuelo murió. Se fue callado, sin hacer lamento alguno; ni testamento... tampoco testamento. La casa tantas veces prometida quedó sola, abandonada.
    Hasta entonces conocí el propósito de su silencio, de la promesa que hacía, y por qué a todos los herederos les decía lo mismo. Pretendía que no lo dejaran morir de hambre; que acaso por interés le tendieran la mano.
    También supe, pasado el tiempo, la razón del estropicio silencioso que armaba: lo hacía por desconfianza. Era una estrategia para evitar que uno de los diez hijos que tenía, lo envenenara. Por eso echaba a perder los alimentos que servía mi madre con tanto sacrificio. También de ella desconfiaba.
    Dar un halago, ofrecer la vieja casa de la familia en agradecimiento por las atenciones, era una forma de dar disculpas.
    Eso no era todo. Yendo así, de prevención en prevención, también cambiaba de ruta y destino para buscar el sustento; concentrado siempre en evitarse una tragedia.
    Más tenía el anciano para defenderse. Aunque no era rico, lo creía. Y si fue abuelo, nunca tuvo nietos. El miedo, tal vez el terror, le quitó el privilegio de ser padre por segunda vez.
    Concentrado en su plan de vida, el abuelo que yo no tuve alimentó el interés y la ambición de los hijos, para buscar su propio beneficio. Su conciencia, lo sé, no estuvo tranquila; no tenía paz para ser lo que debía.
    ¿Por qué -habrán de preguntar-, hago un recuento de amarguras?
    Sabiendo que los años no perdonan al viajero de este mundo, debo confesar que espero el tiempo; el tiempo de mover las verdades, de alterar viejas manías, de armar mis fantasías, de contar a mis nietos por venir que, si ahora no tengo dientes, es porque deben caer para que renazcan en esos niños que adoro; es el precio del amor... que si no hay energía en estos brazos, es porque se consumió en los miles de abrazos que hasta en sueños repartí.
    La historia del abuelo que nunca tuve, es una lección provechosa. Yo no tengo bienes materiales, no tengo riquezas ni temores; y sé que todo el oro del mundo es nada, ante la dicha de ser abuelo. Quiero romper los modelos caprichosos del atavismo, heredarle a mis nietos de poquito en poquito, el único tesoro que tengo: el corazón apolillado de un viejo fantasioso, para que nunca más se diga... !yo no tuve abuelo!

!Descúbrete!... si te gusta una historia, ¿por qué no lo dices?

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