domingo, 22 de enero de 2012

Primer machetazo

   Un hombre se detiene en el último plano del camino. Levanta la mirada hacia el cañón que hacen las montañas. Observa detenidamente el arroyo por donde sube la vereda; parece una cicatriz en aquella piel verde y sangrante. Calcula tiempo, energía. Finalmente, limpiándose el sudor que perla su frente, reinicia la marcha.
   Igual que la serpentina de agua cristalina, evade las rocas; y sube. La contracorriente planeada también tiene obstáculos que dificultan el viaje.
   La ruta que sigue parece divertida. Lo hace saltar, rodear, detenerse para planear cada paso, ir de banda en banda. La determinación y la ocasión ciegan el espíritu del posible poeta; impiden la apreciación de aquella espesura exótica que lo envuelve y lo engulle conforme avanza.
   Ocupado como lleva el pensamiento, su mirar es corto, inmediato. Descubre la piedra tembleque, el hoyo traicionero, la rama que se atraviesa; no ve más allá del paisaje inmediato.
   Siendo montaraz, ya es insensible al entorno selvático de su bosque. Su mirada, su olfato, su oído y su instinto son herramientas prácticas desprovistas del sutil sentido de la belleza.
   Yendo como va, con paso lento y firme, de cuando en cuando se detiene, respira hondo, se limpia la frente y observa la distancia como si fuera un infinito a recorrer.
   La idea de llegar a su destino es obsesiva. No se trunca por nimiedades. Ni calor, ni sed, ni cansancio desaniman el empeñoso esfuerzo. La necesidad ingente prohíja el denodado viaje. Se pensaría por ello que el ocaso del día está cerca; sin embargo, el cíclico amanecer apenas conoce los rayos del sol. En la disonante situación, el espeso follaje sigue virgen a la influencia matutina.
   El hombre sube paso a paso. Las aves, tan dadas a removerse en los primeros minutos de alborada, siguen quietas, engañadas por la oscuridad del paisaje, cuando ya el intruso va a medio camino. Él sí mira que hay claridad en la cresta de las montañas circunvecinas. Yendo de vado en vado, de banda en banda, resoplando su energía al rodear o saltar obstáculos, pronto hace el paso más ligero.
   Una pequeña meseta le anticipa el arribo a su destino. Las feraces montañas se vuelven leves conforme el caminante descubre la cima y la corriente del arroyo, ahora mansa, en su más tímido nacer...
   El sol ya espanta el frío de la sombra. Las aves revolotean de rama en rama, de árbol en árbol, y mudan de montaña cuando el hombre se detiene finalmente y echa una mirada al camino conquistado. Dando un último refriego a la frente, se quita el sudor, suspira, se instala provisionalmente y, tras observar el flanco de la montaña, mide su fuerza, su capacidad, su inveterada necesidad, mirando los rudimentarios enseres de labranza.
   Tal vez pensando en la siembra y en el penoso esfuerzo que le esperan, en la futura cosecha que a vuelta de once meses recibirá, lanza con fe el primer machetazo.

(Dedicado a los hombres del campo).

No hay comentarios:

Publicar un comentario